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– ¿Y usted por qué tiene las piernas tan chuecas? -le preguntó a la esposa del coronel López Miranda. Las cosas que no hará que hasta se le han enchuecado las piernas. Este coronel Miranda es un cogelón, miren cómo ha dejado a su mujer.

Nadie se rió más que él, pero nadie se fue de la fiesta más que López Miranda y su señora con las piernas chuecas. Después de eso se puso a evocar a su padre, a decir que nadie había hecho tanto por México como él, y a nadie se le había reconocido menos.

– Sí, era porfirista mi padre, ¿qué querían, cabrones? Entonces no se podía ser otra cosa. Pero gracias a mi padre hay ferrocarril y gracias al ferrocarril hubo Revolución. ¿O no es así, cabrones? -gritaba subido en una mesa.

– ¿Cuántas veces a la semana se te pone así? -le pregunté a Bibi que estaba junto a mí, viéndolo con más desprecio que horror como si fuera un extraño.

– Una o dos -dijo ella sin inmutarse. Voy a bajarlo de la mesa no se vaya a caer porque es peor enfermo que borracho.

– No te creo.

– No sabes. Le da un catarro y se pone moribundo, no me puedo alejar de junto a su cama, se queja como un lagarto herido. No me lo quiero imaginar con una pierna rota.

Caminó hasta la mesa en la que estaba subido Gómez. No se me olvida su figura blanca extendiendo la mano hacia arriba.

– Bájate de ahí, papacito -le decía. Es peligroso. No te vayas a caer y te lastimes. Anda bájate.

– Tú no me hables así -le gritó Gómez. ¿Crees que soy un idiota? ¿Crees que soy el idiota de tu hijito? Me tratas como si yo fuera él. A ver si no lo tratas a él como si fuera yo. Seguro que lo tratas como a mí, te he visto cuando lo llevas a acostar, cómo lo acaricias y le hablas, ya te lo has de haber cogido con más ganas que a mí. Vieja puta -dijo brincando de la mesa sobre la Bibi. Le puso las manos en el cuello y empezó a apretárselo.

– Haz algo -le dije a Andrés.

– ¿Qué quieres que haga? Es su mujer, ¿no? -me contestó.

Chofi empezó a gritar como una histérica y Fito la abrazó para consolarla. Nadie intervenía.

Bibi sin perder la elegancia forcejeaba con las manos del general sobre su cuello.

– Ayúdala -dije jalando a Andrés de la mano hasta estar junto al general que sudaba y resoplaba.

– Gómez, no exageres tu amor -dijo Andrés, metiendo la mano entre las de Gómez y el cuello de la Bibi. En cuanto Gómez la soltó, yo la abracé.

– No es nada -me dijo. Está jugando, ¿verdad, mi vida? -le preguntó a Odilón, que en segundos había cambiado la mirada de loco enfurecido por una de perro juguetón.

– Claro, Catita. ¿Usted cree que yo quiera lastimar a esta niña preciosa? Si la adoro. A veces jugamos un poco brusco, pero todo es juego. Perdonen ustedes si los asusté. Música, por favor, maestro.

El de la orquesta empezó a tocar Estrellita. La Bibi se acomodó el vestido, puso una mano sobre el hombro izquierdo del general y le dio la otra mientras apoyaba la cabeza contra su pecho con mucha gracia para ponerse a bailar.

Al rato ya todo el mundo había olvidado el incidente y otra vez Bibi y Odi eran una pareja perfecta.

CAPÍTULO XI

En casi todos los estados las mujeres no tenían ni el pendejo derecho al voto que Carmen Serdán había ganado en Puebla. Por primera vez éramos la avanzada, así que el 7 de julio amanecí más elegante que nunca y fui con Andrés a caminar y a presumir mi condición de su mujer oficial. No había mucha gente en las casillas, pero encontramos periodistas y les puse mi mejor sonrisa, fui hasta la urna de la mano de mi general como si no le supiera nada, como si fuera la tonta que parecía.

Voté por Bravo, el candidato de la oposición, no porque lo considerara una maravilla, sino porque seguramente perdería y era grato no sentirse ni un poco responsable del gobierno de Fito.

En Puebla las cosas estuvieron tranquilas. Quizá en mi papel de primera dama no pude verlas de otro modo, pero supimos que en México la gente había obligado al Presidente Aguirre a gritar ¡Viva Bravo! cuando estaba votando, y que los militantes del PRM tuvieron que salvar a la Revolución robándose las urnas en que perdía Fito. Para eso bajaban pistola en mano de autos organizados por sectores, a inventar pleitos que obligaban a cerrar las casillas antes de tiempo.

Bravo por prontas providencias se fue a Venezuela. A su plan para levantarse en armas la gente le puso el Plan de la Rendición. Sus adeptos se levantaron de todos modos y los mataron como chinches. Ni así regresó mi candidato. Resulté un desastre como electora, por eso me pareció correcto reconocer mi error y aplaudirle al Congreso cuando en septiembre declaró que el triunfo le pertenecía a Fito por 3.400.000 votos contra 151.000 de Bravo.

Como yo, el gobierno de los Estados Unidos optó por reconocer y apoyar el triunfo del gordo, avisó que a su toma de posesión mandaría como embajador extraordinario al secretario Bryan.

Al poco tiempo volvió Bravo. Nunca vi a Andrés reírse tanto como el día que leyó el discurso que mi excandidato pronunció y entregó a la prensa la misma tarde de su llegada.

– Este cabrón sí que es divertido. Oye esto -me dijo: «Como en mi actitud inflexible para nada intervinieron la ambición ni la vanidad, vengo también a renunciar ante el pueblo soberano de México al honroso cargo de Presidente de la República para el que tuvo a bien elegirme el pasado 7 de julio.» Es divertido -decía pateando el suelo para acompañar su risa. Está lleno de ardientes propósitos, de profundas devociones, de agradecimientos inextinguibles, de confianza en un México libre y feliz. Lleno de todo menos de gúevos.

– ¿Qué querías? -pregunté. ¿Que se dejara matar?

– Pues sí. Era lo menos. Este si que tanto pedo para cagar aguado -dijo y siguió riéndose toda la mañana.

Después se le ocurrió mandarme a acompañar a Chofi que estaba encargada de acompañar a la esposa del secretario Bryan durante la recepción de la embajada gringa.

Llegamos cuando un montón de gente apedreaba la estatua de Washington. Entramos a la embajada por la puerta de atrás y ya adentro oímos tiros y gritos, mientras unos meseros muy serios nos administraban panecitos con caviar y copas de champagne. La señora Bryan estaba pálida pero fingía un «no pasa nada», digno de la mejor actriz. Seguro estaba pensando que en mala hora habían mandado a su marido a un país de salvajes, pero sonreía de vez en cuando y hasta me preguntó cómo estaba el clima en Puebla.

– Álgido -le contesté.

– Algidou, how nice -contestó.

Cuando salimos de la cena nos enteramos de que un mayor Luna había muerto al intentar aprehender a un grupo de terroristas que planeaba asesinar a los generales Aguirre y Campos.

– Pobre mayor Luna, murió sirviendo a la patria -le dijo Chofi al teniente encargado de custodiarla y de comunicarnos la mala noticia.

– Esta no se ha tardado nada en confundirse con la patria -pensé. A todas les pasa, pero creí que era más lento -murmuré, mientras la oía hablar de la vocación de servicio y el profundo sentido del deber del mayor Luna.

Ya en Puebla la recordé cuando comentaba con Mónica y Pepa la payasada de Fito al manifestar sus bienes: dos ranchos, Las Espuelas y La Mandarina, una casa con huerta en Matamoros, una casa habitación con valor de 20.500 pesos en las Lomas de Chapultepec y otra cercana a la anterior con valor de 27.000 pesos. Ningún depósito numerario en ninguna institución de crédito.

– Son unos cursis -dijo Mónica. Con tu perdón, Cati, pero, ¿a quién quieren convencer de su honradez? Que no me digan que ni cuentas de cheques tienen. ¿Qué? ¿Chofi guarda las quincenas abajo del colchón?

– Ningún depósito en México -dijo Pepa. Tu compadre es insufrible, nos esperan seis años de tedio: creyente y anticomunista, ya sólo quedaba mi marido -dijo riéndose con la frescura que le había brotado de las citas en el mercado de La Victoria.

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