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– Porque ya está casado. Es uno de los mete manos que abundan.

Nos hicimos amigas. Se acabó yendo a vivir con Gómez Soto, que le hizo bueno lo de los coches con ventanas oscuras y la casa con alberca y flores, pero lo de los viajes se lo quedó a deber. No la dejaba salir ni a comprar ropa. Todo le llevaban a la casa: vestidos, zapatos, sombreros de París. Como si la pobre necesitara sombrero de red para pasearse por los corredores de su casa. Hasta un teatro le hizo al fondo del jardín. Ahí le llevaba los artistas. Hacían funciones privadas. Invitaban a medio mundo, hasta Chofi que era tan puritana acabó ahí un día con todo y su marido. Se necesitaban los periódicos de Gómez Soto para las campañas y Fito estaba dispuesto a correrle todas las cortesías.

– No te preocupes -le decía Andrés cuando íbamos en el coche rumbo a casa de Bibi. Gómez Soto sabe con quién estar y es hombre agradecido. Yo le presté para comprar sus nuevas máquinas.

– ¿Dinero del gobierno del estado? -preguntó Rodolfo como si fuera tonto.

– Claro, hermano, pero la patria tiene nombre y apellido y una deuda es una deuda. El sabe que nos la debe. De todos modos conviene venir y son muy divertidas sus fiestas. ¿Verdad Catín?

– Si -dije mirando a Chofi que iba tan furiosa que hasta se le paraba más la trompa.

– Pues a mí no me gusta tener que soportar a la querida -dijo.

– ¿Qué le soportas? Si es gratísima -preguntó Fito. A Chofi le acabó de crecer la trompa.

Nos recibió la Bibi. Hacía como tres meses que no nos veíamos. Había dejado de ir a Puebla y cuando la vi supe por qué. Inevitablemente, el general le había hecho una barriga.

No se veía mal embarazada. Con su vestido largo y amplio parecía diosa griega. Los brazos le habían engordado un poco, pero la cara se le puso aún más joven.

– Te lo advertí. Después del retozo viene el mocoso -dije.

– Ni digas, estoy muy espantada, donde a la pobre criatura le salga la nariz de este hombre.

– Deja la nariz, las mañas. No sé cómo nos hemos atrevido a reproducirlos.

– No tienen por qué salir iguales -dijo la Bibi, acariciando su barriga. Ya ves que Beethoven era hijo de un alcohólico y una loca.

– ¿Quién te contó eso?

– Ya no me acuerdo, pero da esperanzas, ¿no?

– Y tu otro hijo, ¿cómo está?

– Bien. Odi quiso que lo mandáramos a estudiar fuera un tiempo y está en un internado precioso en Filadelfia.

– ¿A los nueve años?

– Está muy contento. Es un colegio militarizado, carísimo. Tiene tres uniformes distintos y unos campos de fútbol hermosos. Le hacia falta convivir con otros niños, estaba muy pegado a mí.

– ¿Eso lo crees tú o Gómez Soto?

– Los dos.

– ¡Qué bonita pareja!, tan de acuerdo en lo fundamental -dije abrazándola.

– Bueno, ¿qué quieres que haga? -me preguntó.

– Quiero que no me trates como si fuera yo una pendeja. Esa historia de la felicidad de tu hijo cuéntasela a Chofi, si quieres hasta te ayudo con los detalles, pero conmigo podrías llorar, ¿o no tienes ganas?

– No, no tengo ganas. No por eso. A veces lloro, pero por la panza y el encierro.

– Son horribles las panzas, ¿no?

– Horribles. Yo no sé quién inventó que las mujeres somos felices y bellas embarazadas.

– Seguro fueron los hombres. Ahora, hay cada mujer que hasta pone cara de satisfacción,

– ¿Qué les queda?

– Pues siquiera el enojo. Yo mis dos embarazos los pasé furiosa. Qué milagro de la vida ni qué la fregada. Hubieras visto cómo lloré y odié mi panza de seis meses de Verania cuando se llenó de nísperos el árbol del jardín y no pude subirme a bajarlos. Todos los años era la campeona, les ganaba a mis hermanos como por tres canastas, y de repente voy entrando a casa de mis papás y veo a mis hermanos trepados en el árbol concursando sin rival.

– Ya ves, hija, lo que te pierdes por argüendera -dijo mi papá. De ahí empecé a llorar y todavía no acabo.

– Mentirosa. Nunca te he visto llorar.

– Porque no estás en mi casa a media noche, y de día no es correcto, soy la primera dama del estado.

Nos habíamos ido caminando desde la puerta de la entrada por todo el jardín. Fito, Andrés y Chofi iban adelante de nosotros, cuando llegaron a la puerta de la casa los recibió el general y se pusieron a abrazarse y palmearse. Son chistosos los señores, como no pueden besarse ni decirse ternuritas ni sobarse las barrigas embarazadas, entonces se dan esos abrazos llenos de ruido y carcajadas. No sé qué chiste les verán. El caso fue que dejaron a Chofi a un lado y nosotras tuvimos que interrumpir el chisme y llamarla a nuestra conversación.

– Se ve usted muy linda embarazada -dijo Chofi. Se le endulzan tanto las facciones.

– Es que engordan -dijo la Bibi.

– Pues sí, hay cosas que ni remedio. ¿Cómo va una a estar esperando y delgada? Pero es muy noble la maternidad. Yo no conozco una sola mujer que se vea fea cuando está esperando.

– Yo, muchas -dije recordando a Chofi que desde que se embarazó la primera vez quedó como pasmada. Ya nunca se supo si iba o venía, se le puso una panza del tamaño de las nalgas, y unas chichis como de elefanta. Pobrecita, pero daba pena. Se iba a convertir en presidenta y ni así dejaba de comérselo todo.

– ¿Tú muchas? ¿A quiénes conoces que se vean feas esperando un hijo?

– A muchas, Chofi, no vas a querer que te las nombre.

– Tú con tal de llevarme la contra.

– Si quieres te digo que todas las mujeres embarazadas son preciosas, pero no lo creo. Yo nunca me sentí más fea.

– Pues no te veías mal. Ahora estás demasiado flaca. ¿Y cómo se ha usted sentido señora? -le preguntó a Bibi.

– Muy bien -dijo Bibi, estoy haciendo ejercicio que dicen que es bueno.

– Pero qué horror, cómo va a ser bueno. Ajetrea usted a la criatura. El embarazo se debe reposar. ¿No querrá usted que se le salga antes de tiempo como le pasó a Catalina con el último?

– No se me salió por el ejercicio, sino porque mi matriz no lo aceptó -dije.

– ¡Qué locura! ¿Desde cuándo las matrices no aceptan? Te fuiste a montar a caballo.

– Me dio permiso el doctor.

– Claro, ese Dosal está loco, da permiso de todo. Cuando lo oí diciéndote después del Checo que podías dejar los atoles y los caldos de gallina durante la cuarentena me pareció un loco. Un loco y un irresponsable. Seguro que no juega así con la vida de sus hijos. O será maricón. Los maricones odian a los niños y a las mujeres. Seguro es maricón.

– ¿Qué le parecen las flores de mi alberca, doña Chofi? -preguntó la Bibi, oportunamente.

– ¡Ay qué bonitas! No las había visto. ¿Las siembran aquí cerca?

– Odilón las manda traer de Fortín todas las semanas.

– Qué hombre más detallista -dijo Chofi. Ya no hay muchos como él. ¿A cuántas horas de aquí queda Fortín?

– A siete -dije yo. Estamos todos locos.

– ¿Por qué dices eso, Catalina? No seas envidiosa.

– Tendría que no ser yo. Pero es una locura traer flores desde Fortín. Es obvio que el general está loco de amor -dije.

– Eso sí -contestó Chofi que cuando se ponía romántica hinchaba los pechos y suspiraba cono si quisiera que alguien, por favor, se la cogiera.

– Eres una genio -le dije al despedirme.

– ¿Te gustó la fiesta, reina? -me preguntó como si nada.

Fuimos a sentarnos a la sala que parecía el lobby de un hotel gringo. Alfombrada y enorme. Con razón invitábamos tanta gente a nuestras fiestas, había que llenar las salas para no sentirse garbanzo en olla.

A la fiesta de la Bibi y su general fue muchísima gente. Era para celebrar un aniversario del periódico, así que fueron todos los que querían salir retratados al día siguiente. A Bibi no se le daba la organización culinaria, mandaba a hacer todo con unas señoritas muy careras dizque francesas y nunca alcanzaba. En cambio había vinos importados y meseros que le llenaban a uno la copa en cuanto se empezaba a medio vaciar. Poca comida y mucha bebida: acabó la fiesta en una borrachera espectacular. Los hombres se fueron poniendo primero colorados y sonrientes, luego muy conversadores, después bobos o furiosos. El peor fue el general Gómez Soto. Siempre bebía bastante; al comenzar las fiestas era un hombre casi grato, un poco inconexo pero hasta inteligente, por desgracia no duraba mucho así. Al rato empezaba a agredir a la gente.

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