– Pero, ¿cómo va a ser verdad, Andrea? Es una pendejada. Mi marido mata por negocios, no va por ahí matando mujeres que no se dejan coger.
– Vaya, así te oyes mucho más inteligente.
¿Pero por qué no iba a hacer las dos cosas?
– Porque no.
– Muy razonable, porque no. Porque tú no quieres. Pues entonces no y ya.
– Pues sí. No y ya -le dije.
– Como quieras -me contestó con su media risa maligna. ¿Sigues a dieta?
– No me cambies el tema. ¿Crees que soy tonta?
– La que le puso punto final al asunto fuiste tú. No me eches la culpa de tus miedos -dijo, levantándose para seguir a Marta que la llamaba al temazcal.
– ¿Usted se va a meter al temazcal? -me preguntó Raquel.
– ¿Dónde oyó eso de la asesinada en Morelos? -le contesté.
– Por ahí lo oí, señora, pero tiene usted razón, ha de ser una mentira.
Raquel se pintaba el pelo de güero rojizo, tenía los ojos chiquitos muy vivos y los labios delgados. Daba masajes con sus manos fuertes y pequeñas. Hablaba poco. Parecía estar para oír y callarse. Por eso me extrañó tanto que se hubiera metido en mi conversación con Andrea.
¿Y si de veras la mató?, me la pasé preguntándome mientras sudaba en el temazcal.
– No me quiero morir -le dije a la Palma que estaba enfrente sacando la cabeza del cuadro de ladrillo en que lo encerraban a uno con una lona de hule sobre los hombros. Nos veíamos como monstruos de cuerpo cuadrado y cabeza sudorosa y chiquita.
– Menos ahora que te estás poniendo tan guapa -me contestó.
– Andrea, no es juego, no me quiero morir.
– No te vas a morir, amiga, no seas tonta. Tú conoces mejor a tu marido que todas nosotras con todo y todos los chismes que hemos oído de él. Según tú no es un monstruo, ¿qué te preocupas entonces? Ni aunque lo anduvieras engañando te daría un tiro, ¿por qué otra cosa te lo ha de dar?
– Por ninguna. No es un matón de cuarta.
– Ya me convenciste querida, ¿ahora quieres que yo te convenza a ti de lo que me acabas de convencer? O ¿por qué me vienes con el lloriqueo de que no te quieres morir?
Cada vez hablábamos más cerca. Nos habíamos salido de los temazcales y nos secábamos una frente a otra con las caras y las bocas tan próximas que a veces se rozaban. Andrea era preciosa. Así, sin pintura, sudando, ávida de mi chisme y acompañándome en el miedo que le iba yo pasando mientras le contaba todo, desde las escaleras de Bellas Artes y la cena en Prendes, hasta el día que conocí su casa y la fui haciendo mía. Todo: las caminatas por el zócalo, las meriendas, las tardes en el cine, las noches de concierto, las madrugadas corriendo a meterme en mi cama eufórica y aterrada.
– ¿Qué hago, Andrea? -le pregunté.
– Por lo pronto, gimnasia dijo, y me dio un beso.
CAPÍTULO XVIII
Ese dos de noviembre caía en miércoles y Andrés decidió que pasáramos el puente de muertos en la casa de Puebla. Dijo que invitaría unos amigos, que organizara yo todo. Me puse furiosa sólo de pensar en esos días atendiendo a los invitados de Andrés y lejos de Carlos. Si por lo menos invitan gente grata, pero invitaría al subsecretario de Ingresos con la mensa de su mujer, siempre vestida como para que la retrataran para el Maruca, al secretario de Agricultura que no sabía ni hablar porque era lelo, y al político de última moda. Porque los políticos se ponían de moda y Andrés en cuanto uno andaba famoso lo invitaba a pasar el fin de semana con nosotros. Lo volvía el rey de la casa, el centro de las conversaciones, lo dejaba ganar en el frontón y me hacía complacer a su señora en todo lo que pidiera.
Conocía yo las vacaciones con quince invitados y tres comidas diarias, más aperitivos, galletas y café a todas horas. Me la pasaría visitando la cocina y el mal humor de Matilde.
Anduve maldiciendo todo el jueves. Andrés me avisó que saldríamos el viernes 28 al mediodía, para volver el miércoles dos en la tarde.
– ¿No se le caerá el país a Fito si te vas tanto tiempo? ¿Qué hará sin su compadre asesor?
– le pregunté pensando que a mí el mundo se me haría insoportable y aburridísimo sin Carlos.
Estuve con él la tarde del miércoles caminando por el zócalo y la avenida Juárez.
Cenamos en El Palace, viendo la plaza. Yo comí angulas y él ostiones, yo un pastel con helado y él un café express.
– Tengo un cuarto aquí abajo -me dijo.
– Puedo quedarme hasta la una -contesté y nos fuimos corriendo del restorán a un cuarto con un balcón que daba a la plaza y que abrí para sentir el frío, ver el Palacio y la Catedral.
– Siempre tenemos que coger a escondidas -dije.
– ¿Para qué te casaste a los dieciséis años con un general que es compadre del Presidente?
– Yo qué sé para qué hacía las cosas a los dieciséis años. Tengo treinta, quiero mandarme, quiero vivir contigo, quiero que la bola de viejas que se vienen mientras te miran dirigir sepan que la que se viene de a de veras soy yo. Quiero que me lleves a Nueva York y que me presentes a tus amigos. Quiero que me saques del ropero y decirle todo al general Ascencio.
– Pero por lo pronto quieres que demos una cogidita, ¿no?
– Si -dije, y se me olvidó el alegato.
Cuando nos despedimos lo volví a recordar, casi me gustó tener que decirle que me iría cuatro días al encierro de Puebla, sin él, con mi marido, con mis hijos y mis sirvientas, a mi casa, mezcla de guarida y convento, llena de corredores y macetas, recovecos y fuentes.
– Qué pena -dijo muy calmado.
– No te importa, claro que ni te importa -le grité. Total te quedas muy cogidito y me mandas con el otro. Maricón -dije cerrando la puerta del coche y ordenándole a Juan que arrancara.
Pasé furiosa toda la mañana del viernes. Lilia me lo notó desde temprano.
– ¿No quieres ir? Antes te gustaba regresar -dijo. Es bonito Puebla.
– ¿Vas a decirme qué te está pareciendo el novio que te inventó tu papá? -le pregunté.
– Es buena gente -contestó.
Tenía 16 años, unos pechos perfectos, unas piernas largas y duras, los ojos vivísimos y la risa llena de certidumbre.
– Es un cabrón bien hecho. Enchinchó siete años a Georgina Letona y ahora la deja para noviar contigo, que eres muy linda y muy fresca, y casualmente la hija de Andrés Ascencio. ¿No te das cuenta de que eres un negocio?
– Qué complicaciones haces, mamá. Estás así porque no quieres dejar a Carlos cuatro días.
– A mí qué me importa Carlos -dije.
– Se nota que nada.
– ¿Vienes a montar? -me contestó riéndose.
– No puedo. No he organizado lo de las comidas ni sé cuántos vamos a ser.
– Cómo te complicas -dijo. Y se fue haciendo ruido con las botas.
Quince años antes, yo era como Lilia. ¿En qué momento empezó a ser primero la comida de los otros que mis ganas de correr a caballo?
Llamé a Puebla para hablar con Matilde la cocinera. Le pedí que hiciera Lomo en chile pasilla para la noche.
– ¿No será muy pesado para la noche, señora? -contestó en el tonito con que le gustaba corregirme. Casi siempre acababa dándole la razón y quitándome de problemas, pero esa mañana me empeñé en el lomo.
– ¿No será mejor un pollo con hierbitas de olor? Ese le gusta mucho al general.
– Haga el lomo, Matilde.
– Lo que usted diga, señora -contestó.
Estaba medio enamorada de Andrés. Tenía mi edad y un hijo viviendo con su mamá en San Pedro, se veía vieja. Le faltaban dos dientes y nunca se puso a dieta ni fue a la gimnasia ni se compró cremas caras. Parecía veinte años más vieja que yo. No me quería nada y tenía razón. Me quedé pensando en que tendría que lidiarla todo el puente.
Seguía yo sentada junto a la mesita del teléfono, mirándome la punta de los mocasines, cuando entró Carlos al hall con una maleta en la mano.