– ¿La salida es a las doce? -preguntó.
No le contesté. Corrí a quitarme las anchoas que tenia en el copete. Me puse unos pantalones, perfume y rojo en los labios. Volví a la sala pero él ya no estaba ahí.
– Se fueron al bar del salón de juegos -explicó Lucina.
– ¿Ya estás lista? -le pregunté. ¿Y los niños?
– Todos.
El salón de juegos quedaba al fondo del jardín. Todas nuestras casas eran enormes, hubiera sido bueno recorrerlas en coche. Crucé el jardín y entré al salón, Andrés y Carlos jugaban billar.
– A ver a qué horas, señora -dijo Andrés. Te doy hasta la una.
– Yo ya estoy. Lili no ha vuelto de montar. ¿A quién más invitaste?
– Nada más al diputado Puente con su señora. Quiero ver gente de allá y descansar -dijo Andrés apuntándole a la bola. Tiró y falló. Qué mal estoy jugando. ¿Qué haces ahí panda? Arrea a tus hijos. Vamos a necesitar tres coches, que vengan Juan y Benito. ¿Quién más está?
– Yo puedo manejar mi coche -dijo Carlos.
– Perfecto -contestó Andrés. Tú, Catalina, vete con él, llévense a Lilia, a los niños y a la nana. Yo no quiero saber de pláticas domésticas. A Carlos le caen bien porque es un hombre libre. Las otras niñas y Octavio que se vayan con Benito. Pero que nadie salga después de las dos. Todos al mismo tiempo. Nos vamos siguiendo. Vigila que Lilia no lleve nada más trajes de baño y pantalones, que lleve algo de vestir porque la van a invitar los Alatriste una noche.
– ¿Ya organizaste? -le pregunté.
– Si, ya organicé. Y no me lo preguntes en ese tono. Es mi hija y yo veo por su futuro. Tú no te metas.
– Cuando te conviene es tu hija, cuando no te conviene es nuestra hija. A los diez años me la entregaste con un discurso sobre la necesidad de que yo fuera como su madre. Ahora ya nada más es hija tuya.
– Porque ahora necesita alguien que le asegure el futuro, no quien le limpie los mocos y la ayude con las tareas.
– No voy a dejar que la cases a la fuerza -dije.
– No te preocupes, se va a casar por su gusto.
– ¿Por qué no comprometes a una de las dos grandes?
– Porque dio la casualidad que ésta es más bonita.
– Ni que Emilito fuera una belleza. Perfectamente se puede casar con Marta.
– Porque a ella la quieres menos.
– Pues sí, la quiero menos y es más grande. Lili es una pobre niña boba.
– Tiene la misma edad que tenías tú cuando nos casamos.
– Pero el hijo de Alatriste es un pendejo. Tú serás lo que sea pero no porque tu papá te ordenó la vida.
– Mi papá qué vida me iba a ordenar, si no lo conocí. Mi pobre madre se las tuvo que ver negras, no me hagas volver sobre esa historia. Qué bueno que Milito tenga asegurado el futuro, mejor para mi Lili. ¿Vas a tirar alguna vez, Vives?
– Estoy esperando a que acaben de discutir.
– No esperes, cabrón, tira. Yo estoy discutiendo porque estoy esperando a que tires, si no ni pierdo el tiempo con esta señora que se la pasa terqueando. Debió ser abogado. «Gotita de miel» le decía su papá. ¿Tú crees, hermano? No sabía quién era su hija el pobre don Marcos.
– Menos quién era su yerno -dije.
– Ya tiré avisó Carlos.
Le cerré un ojo mientras Andrés se concentraba en ponerle tiza al taco. Después me fui.
Salimos a las cinco. Andrés estaba rojo dizque del coraje, pero era del brandy. Todavía pasamos por el diputado Puente. Un coche detrás del otro. Primero el de Carlos, con nosotros, después el que manejaba Benito y llevaba a Lucina y las niñas grandes con dos amigos, al último el de Andrés que manejaba Juan.
Fue un viaje grato. Verania y Checo primero cantaron las canciones del colegio, después se pelearon por un libro de cuentos y por fin se durmieron. Lilia iba atrás con ellos. Nos platicó un rato.
– Le escribí a Loli -dijo.
– ¿Quién es ésa?
– ¿No sabes? La que da consejos en la revista Maraca.
– ¿Y qué le preguntaste?
– Ya sabes.
– ¿Y qué te dijo?
– ¿Te leo? Me puse Carmina de Puebla. Así dice la respuesta: «Una simple simpatía puede llevarla al amor, todo se reduce a que usted encuentre en él aquellas cualidades de que usted, en sus sueños, ha adornado a su príncipe azul. Pero si hay discrepancia entre el sueño y la realidad, cosa muy común, no llegará el amor. Puede usted estar segura.»
– ¿Tú tienes simpatía por Milito? -le preguntó Carlos.
– Algo -dijo ella.
– Pero no tiene nada que ver con el príncipe de tus sueños -dije.
– Poco -dijo ella.
– Entonces no va a llegar el amor -sentencié. Lo que tienes que hacer es mandarlo a la chingada mañana mismo. Suavecito, sin groserías, pero derechito a la chingada. Le dices que no sabes bien, que tu mamá dice que estás muy chica, que quieres conocer otros muchachos, que mejor nada más sean amigos por ahora.
– ¿Y qué le digo a mi pa? -preguntó.
– Yo me encargo de tu pa -dije.
– ¿Me lo prometes? El dice que es lo que más me conviene. No vas a poder.
– ¿Qué sabe tu papá lo que más te conviene? Eso es lo que más le conviene a él. Así amarra sus negocios con don Emilio.
– Conste que tú le dices, ma -dijo de últimas y al rato se durmió también.
La tarde era clara y los volcanes se veían cercanos y enormes. En Río Frío, Andrés nos rebasó ordenando que nos detuviéramos. Nos estacionamos frene a la tiendacantina del pueblo. Empezaba a oscurecer, los árboles parecían fantasmas detrás de nosotros. Los niños se bajaron haciendo mido.
– El que quiera refresco que lo pida, el que quiera mear que mee. No desaprovechen la oportunidad porque no vamos a parar hasta Puebla -dijo Andrés.
Llegamos como a las nueve. Carlos me hizo notar que la casa no se veía de lejos, estaba escondida y sin embargo desde la terraza uno podía ver la ciudad a punto de irse a dormir. La gente en Puebla se encerraba temprano, se metía en sus casas de puertas grandes y no andaba en la calle dando vueltas después de las ocho.
Andrés llevó a los invitados a sus cuartos mientras yo veía cómo estaba la cena.
– Nada más pon diez lugares -le dije a Lucina. Metí el dedo en la cazuela del lomo. Cenamos en veinte minutos. Me mandas tortillas calientes en cuanto las vayas teniendo.
Subí a ver qué cuarto le había tocado a Carlos. Le pedí a Juan que cargara una maceta grande con un helecho y la pusiera dentro. Después me fui a cambiar. Tenía ropa nueva en el clóset de Puebla. Nunca hacía equipaje para ir de una casa a la otra.
Me puse uno de los vestidos de gobernadora. Uno rojo de tela pesada, ceñida en el pecho y con pliegues hasta el suelo.
– ¿Me vas a dejar que te lo quite? -dijo Carlos acercándose a mí cuando entré a la sala.
Empecé a pensar cómo le haría para escaparme al tercer piso a media noche.
Andrés facilitó la cosa porque en cuanto acabamos de cenar se fue a dormir.
El diputado Puente y su señora no tenían sueño, las hijas y sus amigos tampoco, así que nos quedamos frente a la chimenea platicando.
Cuatro noches pasé en el cuarto de Carlos, escapándome cuando Andrés se dormía, pretextando el catarro de Checo y la conversada con Lili hasta muy tarde.
Andrés jugaba frontón todas las mañanas. Carlos perdía con él el primer partido, luego nadaba conmigo y los niños. El domingo fuimos a tomar una nieve al zócalo de Atlixco. Ahí me presentó a Medina, el líder de la CTM, muy amigo de Cordera.
– Usted va a perdonar, señora, aunque dice Carlos que es usted de confianza, pero Andrés Ascencio es un cabrón. Nos quiere chingar nada más para demostrarle a Álvaro que él todavía manda aquí. Los de la CROM cobran en la presidencia, son sus chantes. Desde hace mucho, ni crean que de ahora. Son la gente que él metió en La Guadalupe después de la huelga esa que terminó a punta de pistola.
– ¿Cómo estuvo eso? -preguntó Carlos.
– No quisiera contar delante de la señora. Aunque aquí todo el mundo lo sabe.