– Yo no -dije. ¿Cómo fue?
Despacio, soltando las cosas de a poquito, Medina contó:
– La Guadalupe había estado en huelga un mes. Los trabajadores querían aumento de salario y plazas para los eventuales. Estaban confiados, era el sexenio del general Aguirre y como había huelgas por todas partes se les olvidó que en Puebla gobernaba Andrés Ascencio. Un mes estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador.
– Échame a andar las máquinas -le dijo a uno que se negó. Entonces camínale -ordenó. Sacó la pistola y le dio un tiro. Tú échame las máquinas a caminar -le pidió a otro que también se negó. Camínale -dijo y volvió a disparar. ¿Van a seguir de necios? -les preguntó a los cien obreros que lo miraban en silencio. A ver tú -le dijo a un muchacho, ¿quieren morirse todos? No va a faltar quien los reemplace mañana mismo.
El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a las suyas hasta que la fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento.
Lo mismo había hecho con la huelga de La Candelaria: veinte muertos. Las noticias hablaron de un herido accidental.
Medina tenía todas las historias por contar. Empecé queriendo escucharlas y terminé levantándome a corretear a los niños por el zócalo mientras él y Carlos hablaban. Cuando volvimos al quiosco calientes y chapeados, a pedir otra nieve, Medina se levantó, me dio la mano y las gracias anticipadas por mi silencio. No le dije que creía la mitad de sus histories, pero pensé que eso de Andrés matando personalmente obrero tras obrero era una exageración. Tampoco se lo dije a Carlos. Mejor hablé del campo y canté con los niños el corrido de Rosita Alvirez. Llegamos a Puebla tardísimo. Andrés ya había pedido la comida y se estaba sentando a presidir la mesa.
– ¿De dónde vienen cargados de mugre? -preguntó.
– Fuimos a Atlixco a tomar nieve -dijo Verania que lo adoraba.
El lunes me quedé en la casa. Durante años no había jugado con mis hijos, los encontré listísimos y estuve segura de que no podía tener mejor compañía que sus juegos y sus ocurrencias mientras Carlos visitaba otra vez a Medina.
Pasamos la mañana jugando serpientes y escaleras. Me dieron las dos de la tarde carcajeándome y peleando como chiquita.
El martes organicé todo desde temprano y a las diez no tenía más deber que ir con Carlos a donde fuera. Nadie me vería dentro del Chrysler enorme, escondida en el piso para salir de la ciudad y sus calles llenas de mirones. Después venia el campo y ahí no se metían con uno.
Lo convencí y nos fuimos por la carretera a Cholula hasta Tonanzintla que estaba todo sembrado con flores de muerto. El campo se veía anaranjado y verde; cempazúchil y alfalfa crecían en noviembre. Entramos a la iglesia llena de angelitos ojones y asustados.
– Dizque era yo la novia -le dije. Dizque iba caminando con la marcha nupcial a casarme contigo. La marcha nupcial tocada por tu orquesta.
– No puedo dirigir y casarme.
– Dizque podías -corrí hasta la puerta para hacer mi entrada despacio: un paso, otro paso. Tatatán, tatatán, caminé cantando hasta él que se había quedado frente al altar, junto a los reclinatorios de terciopelo envejecido.
– Qué loca estás, Catina -dijo, pero alzó los brazos hacia el coro para fingir que dirigía. Seguí caminando parsimoniosa hasta que llegué junto a él y le detuve los brazos.
– Tienes que recibir a la novia. Ven, nos hincamos aquí. La gente nos está mirando. Tú me prometes quererme en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso, y todos los días de mi vida. Yo te acepto a ti como mi esposo y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida.
– Qué bien te lo sabes. Lo tienes ensayadísimo. Pero, ¿por qué lloras? No llores, Catalina, ya prometo serte fiel con marido y sin marido, en las carcajadas y el miedo, y amarte y respetar tus preciosas nalgas todos los días de mi vida.
Nos abrazamos todavía hincados en los reclinatorios, bajo el techo y las paredes doradas, frente a la virgen encerradita en su nicho. Nos abrazamos hasta que se paró frente a nosotros una vieja enrrebozada con la cara llena de arrugas y verrugas, tan chaparrita que nos quedaba a la altura de los ojos.
– ¿Qué no les da respeto Dios? -dijo. Si quieren hacer cochinadas vayan a hacerlas a un establo, no vengan aquí a ensuciar la casa de la virgen.
– Nos acabamos de casar -dije. A Dios le gusta el amor.
– Amor ni qué amor. Pura calentura es lo que traen ustedes. Andeles para fuera -dijo tomando su escapulario por una punta y levantándoselo hasta la cara. Se tapó con él desde la barba hasta la mitad de los ojos y empezó a rezar. Luego muy rápido, mientras nosotros seguíamos mirándola como a una aparición, sacó una botella de agua bendita y nos la echó encima diciendo más jaculatorias con su voz chillona.
– ¿Dónde queda el establo? -le preguntó Carlos levantándose y jalándome.
– ¡Animas del purgatorio! Dios tenga clemencia de sus almas, porque seguro que sus cuerpos se van a chichinar -dijo.
Buscamos un lugar entre los sembradíos. Nos acostamos sobre las flores anaranjadas, rodamos sobre ellas desvistiéndonos. A veces yo veía el cielo y a veces las flores. Hacía más ruido que nunca, quería ser una cabra. Era una cabra. Era yo sin recordar a mi papá, sin mis hijos ni mi casa, ni mi marido, ni mis ganas del mar.
Nos reímos mucho. Nos retamos como dos mensos que no tienen futuro ni casa ni una chingada. No sé de qué nos reíamos tanto. Creo que de nuestras ganas nos reíamos.
– Estás toda pintada de flor de muerto -dijo Carlos. Debe ser bonito que así huela la tumba de uno y que la pongan toda de anaranjado en Todos Santos. Cuando me muera te encargas de que me entierren aquí.
– Te vas a morir en Nueva York, en un viaje como ese del mes pasado, o en París. Tú eres muy internacional para morirte aquí cerca. Además vas a estar tan viejito que ya no te va a importar ni a qué huela tu rumba.
– Me muera cuando me muera quiero que mi tumba huela como tu cuerpo ahora. Y ya vámonos que son las dos. Si no estás a la hora de presidir la mesa nos mata tu marido.
– Ya me cansé de mi marido. Todos los días nos va a matar por algo. Que nos mate y ya, nos enterramos aquí y nos ponemos a coger debajo de la tierra donde nadie nos esté molestando.
– Buena idea, pero mientras nos mata vámonos yendo.
Nos levantamos y caminamos hasta el coche. Fui cortando flores, cuando llegamos a la casa las acomodé en una olla de barro en medio de la mesa.
– ¿Quién puso ese horror ahí? -preguntó Andrés llegando a comer.
– Yo -le dije.
– Cada día estás más loca. Esto no es tumba. Quítalas que son de mala suerte y huelen espantoso. Perdonen a mi señora -dijo a los invitados. A veces es una romántica equivocada -después distribuyó los lugares.
– ¿Dónde te quieres sentar, Carlangas? -le preguntó a Carlos cuando ya no quedaba más lugar que uno junto a mí. ¿Junto a mi señora?
– Encantado -dijo Carlos.
– No lo tienes que decir -contestó. ¿De qué es la sopa, Catalina?
– De hongos con flores de calabaza.
– Vaya. Está obsesionada con las flores. Pero es buena esta sopa, es reponedora, se la recomiendo, diputado -le dijo a Puente, el diputado de la CRQM que pasaba esos días en la casa.
– ¿Estuvo larga su desvelada de anoche? -preguntó Carlos.
– No más que otras -contestó Andrés. Teníamos mucho que hablar, ¿verdad diputado?
– Y lo que nos falta general -dijo el diputado.
– Ay ya no -suplicó su señora. Luego llegan muy tarde y una pasa muchos fríos.
Era una mujer chaparrita, de ojos grandes y pestañas muy negras. Con las chichis bien puestecitas y la cintura siempre apretada con lazos o cintos. Le gustaba su marido. Adivinar la razón, porque era espantoso, pero el caso es que ella siempre que se podía lo sobaba y cuando el tipo daba sus opiniones ella lo oía como a un genio, moviendo la cabeza de arriba para abajo. Quizá por eso el diputado terminaba sus más elocuentes intervenciones preguntando: «¿Cierto o no, Susy?», a lo que ella respondía: «Certísimo, mi vida», y por última vez movía la cabeza. Eran un equipo. Yo nunca pude hacer un equipo así. Me faltaba dedicación.