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– Voy a decirles -me adelantó: No vengo como gobernante, mi labor como tal ha terminado, vengo como hijo del estado de Puebla, como ciudadano y como hombre que sabe entregar el corazón. ¿Qué te parece? No me dices qué te parece Catalina, ¿para qué crees que te tengo?

En su locura de los últimos meses me había vuelto a nombrar su secretaria privada y yo quise seguirle la corriente para pasar el tiempo. Le extendí un papel en el que había escrito su posible discurso y señalé un párrafo cualquiera. Lo leyó en voz alta: “Estaré siempre al servicio de todos ustedes, aquí y fuera de aquí, como funcionario y como simple ciudadano. Les pido que desechen rencillas, que eliminen dificultades, que sigan trabajando con entusiasmo, como hermanos, como hombres que fueron a la Revolución con un programa social bien definido y por cuyo rescate si llegara a ser necesario iría con ustedes nuevamente a la lucha, sin llevar conmigo ninguna ambición personal política, porque ya como gobernante he cumplido, pero sí iría con el deseo de velar por la tranquilidad y el progreso de nuestro querido estado”.

Terminó de leer y me dijo:

– No me equivoqué contigo, eres lista como tú sola, pareces hombre, por eso te perdono que andes de libertina. Contigo sí me chingué. Eres mi mejor vieja, y mi mejor viejo, cabrona.

Antes de irse pidió su té y me invitó una taza. La bebí despacio, esperando que llegara de a poco la extraña euforia que producía.

Matilde no había regresado a la cocina. Puso el té sobre la mesa, nos vio beberlo y le dijo a Andrés:

– Usted va a perdonar que yo me meta general, pero está usted tomando muy seguido esas hierbas y seguido hacen daño.

– Qué daño ni qué nada. Si no fuera por ellas ya me hubiera muerto. Son lo único que me quita el cansancio.

– Pero a la larga perjudican. Yo veo que usted se está desmejorando.

– No por las hierbas Matilde. ¿No me digas que sigues creyendo en esas cosas? -le contestó Andrés antes de dar el último trago: Mira cómo está de rozagante la señora y ella también lo toma.

CAPÍTULO XXV

El presidente municipal de Puebla entró corriendo al cuarto del helecho:

– Señora, parece que el general se emocionó demasiado -dijo. Venga usted pronto, no está bien.

Bajé hasta la que había sido nuestra recámara. Andrés estaba echado en la cama, aún más pálido que otros días y jalando aire con dificultad.

– ¿Qué te pasa? ¿No estuvo bien? ¿Por qué no te quedaste a la comida? -pregunté.

– Me cansé y no quise morirme a media calle. Llama a Esparza y a Téllez.

– No seas exagerado -dije. Todo el mundo se cansa, llevas meses del tingo al tango. Deberías ir a Acapulco más seguido.

– Acapulco. Ese horror sólo lo soportas tú. Y lo soportas con tal de escaparte, de abandonarme con el pretexto de que te hace bien el mar. Lo que te hace bien es dejarme.

– Mentiroso.

– No te hagas pendeja. Los dos sabemos para qué está la casa de Acapulco.

– Tú parece que no lo sabes, casi nunca quieres ir.

– No tengo tiempo para andar chapoteando y no descanso ahí. Me molesta el mar, no se calla nunca, parece mujer. A donde voy a irme es a Zacatlán. Ahí entre los cerros se descansa bien y los días duran tanto que da tiempo de todo.

– Pero no hay nada qué hacer. ¿De qué te sirve el tiempo ahí? -dije.

– Siempre has de intrigar contra mi tierra, vieja desarraigada -dijo tratando de sacar un pie de la bota.

– Voy a llamar a Tulio para que te ayude, no hagas esfuerzo, de veras estás cansado.

– Te digo que llames a Téllez pero quieres que me muera sin ayuda.

– Llamamos a Téllez cada vez que estornudas, ya me da pena.

– Pena es lo último que tú vas a sentir. Llámalo. Ahora sí te la voy a hacer buena, me voy a morir, llámalo de testigo no vayan a decir que me envenenaste.

Me senté en el borde de la cama y le di unas palmadas en la pierna. Siguió hablando con una suavidad que alguna vez le conocí en destellos. Estaba extraño.

– Te jodí la vida, ¿verdad? -dijo. Porque las demás van a tener lo que querían. ¿Tú qué quieres? Nunca he podido saber qué quieres tú. Tampoco dediqué mucho tiempo a pensar en eso, pero no me creas tan pendejo, sé que te caben muchas mujeres en el cuerpo y que yo sólo conocí a unas cuantas.

Se había ido poniendo viejo. Durante las últimas semanas lo vi adelgazar y encogerse de a poco, pero esa tarde envejecía en minutos. De pronto el saco resultó enorme para él. Tenía los hombros enjutos y la cara inclinada, la barba se le perdía entre el cuello duro de la casaca militar y los galones parecían más tiesos que nunca.

– Quítate esto -le dije. Te ayudo.

Empecé a desabrochar aquella cosa dura, a lidiar con los botones dorados que siempre eran más grandes que los ojales. Jalé una manga y di la vuelta por su espalda para jalar la otra. Lo besé en la nuca.

– ¿De veras te quieres morir? -pregunté.

– ¿Cómo me voy a querer morir? No me quiero morir, pero me estoy muriendo, ¿no me ves?

Esparza y Téllez, los dos médicos más famosos de la localidad, los médicos de Andrés para los catarros y las diarreas que le daban de vez en cuando, y para todas las enfermedades mayores que se inventaba cada tres días, entraron con la misma parsimonia de siempre y con la misma certidumbre de que saldrían del asunto como siempre, dándole al general aspirinas pintadas de un nuevo color. Estaban acostumbrados al juego. El último mes los llamábamos cada vez que mi marido se quedaba sin quehacer o sin con quién conversar. Necesitaba tanto tener gente alrededor, oyéndolo y acatando cualquiera de sus ocurrencias, que desde que nos fuimos a México y con nosotros la mayoría de sus escuchas habituales, en Puebla siempre acabábamos llamando a Esparza, a Téllez, o a los dos y al juez Cabañas para que la tertulia creciera y la enfermedad terminara en partida de póker.

– ¿De qué se nos muere ahora, general? -preguntó Téllez y siguió con Esparza el ritual de siempre. Le oyeron el corazón, le tomaron el pulso, lo hicieron respirar y echar el aire muy despacio. Lo único distinto eran los comentarios de Andrés. Habitualmente mientras lo revisaban hacía el recuento de sus sensaciones que eran muchas y contradictorias. Le dolía ahí y ahí, y ahí donde el doctor tenía la mano en ese instante le dolía también. Esa tarde no se quejó ni una vez.

– Hagan su rito cabrones -dijo, me les voy a morir de todos modos. Espero que lloren siquiera un rato, siquiera en recuerdo de todo lo que me han quitado. Espero que me lloren ustedes porque esta vieja que se dice mi señora ya está de fiesta. Nomás mírenla, ya le anda por irse con quien se deje. Y se van a dejar muchos porque está entera todavía, está hasta mejor que cuando me la encontré hace ya un chingo de años. ¿Cómo cuántos Catalina? Eras una niña. Tenías las nalgas duras, y la cabeza, ah qué cabeza tan dura la tuya. Y ésa sí no se te ha aflojado para nada. Las nalgas un poco, pero la cabeza nada. Lo bueno es que va a estar Rodolfo para vigilarla. Mi compadre Rodolfo, tan pendejo el pobre.

– Necesita descansar -dijo Téllez. ¿Tomó algún excitante? Parece que lo afectó la emoción del homenaje. Descanse, general. Le vamos a dar unas pastillas que lo relajen. Todo lo que tiene es cansancio, mañana será otro.

– Claro que seré otro, más tieso y más frío. También más descansado, por supuesto. Todos quieren que me muera. No se dan cuenta de la falta que hago, hacen falta los hombres como yo. Van a ver cuando se queden en manos de Fito y el pendejo de su candidato. ¿Yo cansado? Cansado el Gordo que ni para pensar es bueno. Tener de candidato a Cienfuegos.

– Seguro es Cienfuegos, ¿quién te lo dijo? -pregunté.

– Nadie me lo dijo, yo lo sé. Yo sé muchas cosas, y conozco a mi compadre, le da las nalgas al primero que se las pide. Martín se las ha pedido en mil tonos, sobre todo engañándolo. Ya hasta lo hizo creerse inteligente.

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