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– Ascencio ya está metido. Le hemos dado guerra con los diputados en la Cámara, pero ¿quién crees que redactó el discurso que dijo el Presidente hoy en la mañana? ¿A quién crees que se le puede haber ocurrido eso de que un camino que avanza no se repite idéntico en todos los tramos? Todo para decir que su política no se separa de la de Aguirre pero que exhorta al proletariado a revisar métodos, apoyado en una actitud de autocrítica. Revisar métodos, para decir revisar personas y posiciones. Nos quieren chingar, mano, quieren que nos callemos. Están en el entreguismo más miserable. Están con Suárez que hace política para hacer negocios.

– Pero hay que darles el pleito, ¿o qué? ¿Ya te cansaste?

– No, no es eso, mano, es más complicado. ¿Hablamos mañana? -dijo mirándome otra vez con recelo.

– ¿Tienes miedo a morirte? No lo tenías.

– Miedo no, pero tampoco tengo ganas. Además no depende de mí. Te veo mañana. Adiós, señora, gracias por la discreción.

– ¿Cómo sabe que la tendré? -dije.

– Lo sé -contestó y se fue caminando para el otro lado.

– ¡Qué país! -dijo Carlos. El que no tiene miedo tiene tedio. ¿Tú tienes miedo?

– Yo tenía tedio -le contesté.

– ¿Ya no?

– Ya no.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– Lo que tú quieras. ¿Tú qué quieres hacer?

– Yo, coger.

– ¿Conmigo? -dije.

– No, con Chofi -contestó.

Cuando desperté, Carlos estaba durmiendo junto a mi y hacía un puchero con la boca.

El departamento tenía una sala con un piano ocupando la mitad, una cocina que parecía closet, una recámara con fotos en las paredes y una ventana grande desde la que se veía Bellas Artes. Quise quedarme. Carlos abrió los ojos y sonrió.

– ¿A dónde nos vamos a ir? -le pregunté en el oído como si alguien pudiera escuchamos.

– Al mar -dijo todavía medio dormido.

– Vámonos entonces.

– ¿Qué horas son? -preguntó bostezando y estirando los brazos.

– No sé. ¿Por qué no nos morimos ahorita? -dije.

– Porque yo tengo mucho que hacer todavía. Nunca he dirigido en Viena.

– ¿Me vas a llevar a Viena?

– Cuando me inviten.

– ¿Todavía no te invitan?

– Falta que acabe la guerra y que yo dirija mejor.

– Ya no me vas a querer cuando eso pase dije.

– Te quiero ahorita -dijo y se puso a besarme. Después estiró un brazo por encima de mí tratando de alcanzar su reloj que estaba en el buró de mi lado. Son las cuatro, creo que sí nos vamos a morir hoy. Seguro que a Juan se le olvidó.

– ¿Qué se le olvidó?

– Que tenía que llamarnos cuando Andrés estuviera por salir de Los Pinos.

– ¿Para qué?

– Para que tú llegues a tu casa antes que él.

– Pero si yo no quiero regresar a mi casa.

– Tienes que llegar. Ni modo que te quedes aquí.

– Soy una pendeja -dije levantándome a buscar mi ropa regada por todo el cuarto. Estaba tan furiosa que atoré el cierre del vestido y empecé a jalonearlo hasta que lo rompí. Busqué los zapatos, total, con el abrigo encima no se notaría la espalda abierta.

– Tú y Álvaro son unos culeros -dije.

– Para ser poblana tienes bonito pelo -contestó.

– Tú qué sabes de los poblanos -grité. Sonó el timbre. Era Juan.

– Señora el general no quiere salir de Los Pinos. Dice que usted le dijo que estaría en el jardín y que por ahí debe andar, que no podemos dejarla.

– ¿Y con quién está? ¿No se ha acabado la fiesta? -pregunté.

– Está con don Alfonso Peña -contestó Juan.

– ¿Todavía? -pregunté.

– Hay que estar borrachísimo para aguantar a Peña tanto tiempo.

– Vamos, querida -dijo Carlos, ya vestido en la puerta.

Llegamos a Los Pinos. Juan se fue a estacionar el coche y nosotros nos bajamos cerca del sitio donde estuvimos con Cordera.

Caminamos. Carlos tenía su brazo en mi cintura y me jalaba. Entramos al salón. Ya no había casi nadie. Andrés y Peña estaban sentados al fondo, con un mesero de cada lado y una botella de coñac enfrente. Fuimos hasta ellos.

– ¿Ya tomaron su aire? -preguntó Andrés arrastrando las palabras.

– No tardamos mucho. ¿Cómo te dio tiempo de beber tanto? Estás borrachísimo, Andrés, como nunca. ¿Por qué? -le dije sorprendida. Estaba acostumbrada a verlo beber durante horas sin parar y sin emborracharse.

– Porque para vivir en este país hay que estar loco o pedo. Yo casi siempre ando loco, pero ahora me quería ganar la cordura y no la dejé. ¿Verdad, hermano? -le preguntó a Peña que estaba más borracho que él, tenía los ojos bizcos y miraba al suelo.

– Lo que yo te advierto es que son unos pinches comunistas peligrosos -decía encimando las palabras. No deberías dejar a tu mujer andar con ellos.

– A éste ya le llegaron las alucinaciones -dijo Andrés. Cree que Vives es comunista, lo que sigue es que vea venir un elefante morado y a Greta Garbo en calzones. Llévatelo a su casa, Juan, nosotros nos vamos a quedar aquí platicando.

– Vámonos mejor todos a la casa -dije. Aquí ya no es propio.

– Ay sí, mírenla, muy preocupada por la propiedad -dijo Andrés levantándose. Me parece bien, vamos a la casa pero que Juan se vaya por unos cantadores al Ciros.

– El Ciros ya lo han de haber cerrado -dije.

– Pues ni que fueran las tres de la mañana, ahorita los alcanza. Juan, tráigase un trío que se sepa Temor.

– Pero primero que nos lleve a la casa -dije.

– ¿Que no tenemos otro coche? ¿Y el tuyo, Vives? -preguntó Andrés.

Me brincó el estómago. El coche de Vives se había quedado en su casa.

– Se lo presté a Cordera que no traía en qué irse -contestó Vives, muy tranquilo.

– Cabrón Cordera, hasta con los coches de mis amigos quiere cargar. También tú vas a caer en la trampa del pobre Alvarito. Prestarle tu coche, si no tiene uno que camine, por qué se lleva el tuyo, no más vamos a perder tiempo. Si nos quedamos sin cancioneros lo mato, entonces sí, nada de concesiones políticas. Se muere por arruinarnos la noche y de paso le hago un favor al país.

Llegamos a la casa.

– Que Juan nos deje aquí en la reja y caminamos hasta adentro -dijo Andrés. Cuando esté yo sentándome en la sala quiero que usted esté de regreso con los músicos, Juan. Y que sepan Temor.

Me bajé rápido y fui hasta la ventanilla de Juan.

– Tiene parado el reloj -le dije. Ya no va usted a encontrar a nadie en el Ciros. Váyase mejor a la casa del maestro Lara y ahí seguro todavía no terminan la fiesta. Dígale a Toña que venga de urgencia.

CAPÍTULO XVI

Conocí a Toña Peregrino cuando Andrés era gobernador. Fueron a Puebla ella y Lara. Los invité a cantar en el cine Guerrero, en una de esas funciones de beneficio social que me gustaba muchísimo organizar. Iban por dos días, pero se quedaron cinco. Los instalé en los cuartos de visita de la casa, los llevé al rancho de Atlixco, les hice toda clase de recorridos turísticos y estuvieron contentos, pero no más que yo. En las noches Agustín tocaba el piano y Toña se ponía a cantar como jugando.

Nos hicimos amigas. La llevé con Lupe, mi modista, que era un genio. Le hizo en dos días tres vestidos con colas y capas que le disimulaban la gordura. Ella era divina en cuanto abría la boca, pero los vestidos la ayudaban a llegar al centro del escenario sin sentir envidia por Ninón Sevilla. Yo en cambio las envidiaba a las dos. Desde que Lupe le hizo esos vestidos, Toña no volvió a salir a escena más que con ropa hecha por ella. Como no logró convencer a Lupe de que se fuera a México, entonces ella iba a Puebla con frecuencia. Siempre se quedó en nuestra casa. Le tocó de todo, hasta que un tipo se metiera en su cuarto con un cuchillo diciendo: «Muera Andrés Ascencio.» Por esos días a Andrés le había dada por no dormir nunca en el mismo cuarto. A veces se quedaba en el mío, a veces en el de Checo o en cualquier otro. Y la noche anterior la había pasado en el cuarto de visitas que Toña llegó a ocupar. El hombre se le fue encima a Toña con el cuchillo y a ella lo único que se le ocurrió fue gritar cantando con toda su voz: «Hay en tus ojos el verde esmeralda».

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