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Varias veces hubo quienes intentaron aplaudir creyendo que un estruendoso tamborazo había sido el último, pero la música volvía a empezar, bajando hasta hacerse inaudible, hasta que quedaba sólo un silbido al que después se unía un violín, luego un chelo y después todos hasta ensordecernos. Por eso cuando el final llegó de veras, sólo yo que lo había oído muchas veces supe que sí era el final y empecé a aplaudir sola.

Interrumpí la conversación de Fito con Andrés y las cabeceadas de Chofi. Se pararon a aplaudir y con ellos todo el teatro.

Carlos que había soltado los brazos y estaba quieto frente a su orquesta volteó por fin y pude ver su cara con el mechón de pelos caídos hasta los ojos. Hizo una caravana, se bajó del podio y desapareció.

– ¿Quién acompaña a quién a tomar un helado? -quise que llegara a decirme mientras los aplausos seguían. Cuando apareció no fue al podio, con los brazos señaló a la orquesta y otra vez agachó la cabeza hasta las rodillas.

Tienen razón las muy pendejas, pensé, es guapísimo. Y eso que ellas no lo han oído hablar, no han caminado con él por Madero ni han querido insultarlo a media calle.

Seguí aplaudiendo, como todos, como Andrés que gritaba como si fuera 15 de septiembre.

– Algo bueno tenía que salir del general Vives. Este muchacho tiene aptitudes políticas, nadie sin aptitudes políticas puede sacar tantos aplausos de un teatro. Míralo nada más, parece que ha hecho el discurso de su vida. Esto ni en tu toma de posesión -le decía a Fito entre carcajadas.

– Vives, Vives, Vives -gritaba la gente mientras los de la orquesta sentados aplaudían o pegaban en los atriles con el arco de sus instrumentos.

Por la puerta lateral regresó Vives muy peinado.

Otra vez los aplausos crecieron al verlo aparecer. Subió al podio, alzó los brazos para levantar a sus músicos, se volvió hacia nosotros y volvió a inclinar la cabeza hasta casi tocar el suelo.

– Tiene que ser buen político -decía Andrés, es un excelente actor, un teatrero. Lástima que eso de la caravana no se usa entre nosotros, pero tendría buen efecto. ¿Por qué no lo impones Gordo? -le dijo a Fito. Nada más mira a nuestras mujeres, están enloquecidas. Yo voy a ensayar lo de la caravana si tú me prometes concederles el voto a las señoras. La Cámara tiene un proyecto de ley que nunca le aprobó a Aguirre. Te aseguro que ellas votando y yo caravaneando llego a Presidente y ni quien diga que es de mal gusto que sea yo tu compadre. A Vives lo nombro presidente del partido al día siguiente de mi designación y ándale, a recorrer el país con todo y orquesta. ¿Cómo la ves Catín?

Era la quinta vez que Vives desaparecía y volvía a aparecer, que la orquesta se sentaba y se paraba, pero nadie había dejado de aplaudir. Menos que nadie las mujeres. Todas las que estaban en los palcos de alrededor, las feligreses de Chofi, le aplaudían como si se las hubiera cogido.

– Ya vámonos -le dije a Andrés. En la cena lo felicitamos pero esto ya es un exceso, ni que fuera qué.

– Eso digo yo, ni que fuera torero. Parece que se hubiera jugado la vida -dijo Andrés.

– No se vayan -pidió Rodolfo que era incapaz de ordenar. Yo no puedo hacer la grosería.

– Pero nosotros no somos tú -le dije.

– Pero son su gente -dijo Chofi que se tomaba muy en serio el compadrazgo.

Mientras, Vives regresó a escena casi corriendo, subió al podio y con la cabeza y los brazos al mismo tiempo echó a sonar su orquesta casi sobre los aplausos. Como si les hubiera dicho «todos, otra vez, desde la 24». Sólo que la música era algo que se podía tararear, como si la hubiera pedido mi papá. Ya no sé cuántas mañanas lo oí levantarse tarareando eso, a veces se paraba en la puerta de nuestro cuarto y lo chiflaba durante un rato hasta que nosotros empezábamos a sacar las cabezas de bajo las sábanas y a maldecir al sol y al padre madrugador que nos había tocado.

Cómo no estaba mi papá para contarle, cómo no estaba para lamentar con él las equivocaciones de la vida, para ir a preguntarle qué hacer con el deseo fuera de sitio que me estaba creciendo.

Toda la orquesta era mi papá silbando en las mañanas, y yo como siempre que él estaba sin estar, que algo me traía la certidumbre de que sus palabras y su abrazo se habían muerto y no serían jamás otra cosa que un recuerdo, nada mejor que la terquedad de mi nostalgia, me puse a llorar hipeando y moqueando hasta hacer casi tanto ruido como la orquesta.

Dejé la butaca y me senté en el suelo para que nadie viera mi escándalo. Andrés, que nunca supo qué hacer en esos casos, me puso la mano sobre la cabeza y me acarició como si fuera yo un gato. Resultado: cuando la orquesta terminó de tocar yo tenía la cara sucia, los ojos hinchados y la melena revuelta.

– Ya mija -dijo Andrés. En mala hora le conté a Vives que tú no sabías de música nada más que eso que tu padre cantaba todo el tiempo.

La gente se había levantado de golpe y aplaudía, gritaba, aplaudía, gritaba esta vez de veras como en los toros. Yo seguía en el suelo. A través del barandal de bronce del palco vi la risa de Carlos que levantaba la cabeza tras su última caravana. Así se reía mi papá algunas veces. Dejé de llorar.

La gente siguió aplaudiendo pero Vives no volvió a. aparecer. Antes de que empezara el Himno Nacional y los honores a la bandera que se hacían siempre que Rodolfo llegaba y se iba de un lugar, yo corrí del palco al baño para hacer algo con mi aspecto.

La fiesta fue en Los Pinos. En un salón cubierto de madera y con enormes candiles en el techo. Ya había llegado Carlos cuando entramos nosotros con Rodolfo, Chofi y el Himno Nacional.

– Excelente Vives -dijo Fito apretando su mano.

– Maestro, no sé qué decirle -exhaló Chofi sobando sus zorritos.

– Vives, eres un talento político natural. No lo malgastes -dijo Andrés.

– Gracias -dije yo.

– Gracias a ustedes -dijo él, extendiendo su risa.

Me puse a temblar, era horrible lo que me pasaba. Creí que todo el mundo se daba cuenta.

Me cogí del brazo de Andrés y le dije que nos fuéramos.

– Pero si acabamos de llegar. No hemos cenado. Yo me estoy muriendo de hambre, ¿tú no? Además mira, vino Poncho Peña, me urge hablar con él -dijo y me dejó a medio salón y a medio metro de Vives y sus admiradores. Lo robaban. Hasta Cordera había ido a saludarlo. Vives lo abrazó y sobre su hombro me vio quieta, mirándolo. Lo tomó del brazo y caminó con él hasta donde yo estaba.

– ¿Se conocen? -preguntó y no nos dio tiempo de responder.

– Mucho gusto -dijimos ambos prefiriendo olvidar de dónde nos conocíamos.

– ¿Por qué no vamos al jardín? -dijo Carlos, aquí sobra gente.

Me cogió de la mano y caminó rápido hasta la puerta. Cordera vino con nosotros. Al pasar junto a Andrés, Carlos le dijo:

– Me llevo a tu mujer al aire porque aquí nos estamos ahogando.

– A ver si se le quita el sueño, ya se quería ir -contestó Andrés. Buenas noches, Álvaro -dijo cuando vio que estaba con nosotros, y me jaló hacia él. Fíjate en lo que hablan -me sopló en el oído antes de besarme. Hasta el rato -dijo en alto guiñándole un ojo a Carlos.

– ¿Cómo te está yendo en el Congreso? -le preguntó a Cordera en cuanto estuvimos solos caminando entre los árboles del jardín.

– Muy bien -dijo Cordera mirándome.

– ¿Te vas a reelegir? -preguntó Vives.

– No depende de mí, la asamblea decide -contestó.

– Pero, ¿quién tiene la asamblea? No me digas que están dejando actuar a la asamblea.

– ¿Por qué no? Es lo correcto.

– No juegues, hermano.

– ¿Qué quieres que te diga? -dijo Cordera abriendo los brazos.

Caminábamos hacia el centro del jardín, Carlos me había pasado el brazo por la cintura y antes de contestar me jaló hacia él.

– La señora también sabe que su marido es una desgracia nacional. No lo dejes meterse, te quiere chingar, está clarísimo, le estorbas. Si te reeliges y puedes movilizar a los obreros como el sexenio pasado, a lo mejor hasta Presidente tienes que ser.

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