– A mi nadie me cierra una puerta, Catalina. Esta es mi casa y entro a donde yo quiera. Abre, que no estoy para pendejadas.
Por supuesto le abrí. No quería que se oyera su escándalo.
– Ya sé que fuiste -dijo. Habrás notado que no tuve nada que ver. Quítate ese vestido que pareces cuervo, déjame verte las chichis, odio que te abroches como monja. Ándale, no estés de púdica que no te queda. Me trepó el vestido y yo apreté las piernas. Su cuerpo encima me enterraba los broches del liguero.
– ¿Quién lo mató? -pregunté.
– No sé. Las almas puras tienen muchos enemigos -dijo. Quítate esas mierdas. Está resultando más difícil coger contigo que con una virgen poblana. Quítatelas -dijo mientras sobaba su cuerpo contra mi vestido. Pero yo seguí con las piernas cerradas, bien cerradas por primera vez.
CAPÍTULO VIII
Desde que vi a Fernando Arizmendi me dieron ganas de meterme a una cama con él. Lo estaba oyendo hablar y estaba pensando en cuánto me gustaría morderle una oreja, tocar su lengua con la mía y ver la parte de atrás de sus rodillas.
Se me notaron las ansias, empecé a hablar más de lo acostumbrado y a una velocidad insuperable, acabé siendo el centro de la reunión. Andrés se dio cuenta y terminó con la fiesta.
– Mi señora no se siente bien -dijo.
– Pero si se ve de maravilla -contestó alguien.
– Es el Max Factor, pero hace rato que soporta un dolor de cabeza. Voy a llevarla a la casa y regreso.
– Me siento muy bien -dije.
– No tienes por qué disimular con esta gente, son mis amigos, entienden.
Me tomó del brazo y me llevó al coche. Me acomodó, mandó al chofer al coche de atrás y dio la vuelta para subirse a manejar. Se sentó frente al volante, arrancó, dijo adiós con la mano a quienes salieron a despedirnos a la puerta y aceleró despacio. Mantuvo congelada la sonrisa que puso al despedirse hasta una calle después.
– Qué obvia eres, Catalina, dan ganas de pegarte.
– Y tú eres muy disimulado, ¿no?
– Yo no tengo por qué disimular, yo soy un señor, tú eres una mujer y las mujeres cuando andan de cabras Locas queriéndose coger a todo el que les pone a temblar el ombligo se llaman putas.
Al llegar a la casa, se bajó con mucha parsimonia, me acompañó hasta la puerta, esperó a que saliera el mozo y cuando estuvo seguro de que ni los eternos acompañantes del coche de atrás se daban cuenta, me dio una nalgada y me empujó para adentro.
Entré corriendo, subí las escaleras a brincos, pasé por el cuarto de los niños y no me detuve como otras noches, fui directo a mi cama. Me metí bajo las sábanas y pensé en Fernando mientras me tocaba como la gitana. Después me dormí. Tres días estuve durmiendo. Nada más despertaba para comer un pedazo de lechuga, otro de queso y dos huevos cocidos.
– ¿Qué tendrá usted, señora? -me preguntó Lucina.
– Una enfermedad que me descubrió el general y que no se me quita ni con agua fría. Pero con una semana de dormir me alivio.
A la semana tuve que salir de mi cuarto porque ya era mucho tiempo para una calentura. ¿Y qué va siendo lo primero que me dice Andrés cuando bajé a desayunar?
Que el martes venia a cenar el secretario particular del Presidente, ¿y quién era el secretario particular?, Fernando. El bien planchado y sonriente Arizmendi.
Del susto empecé a comer pan con mantequilla y mermelada y a dar grandes tragos de té negro con azúcar y crema. Andrés estaba eufórico con la visita de Arizmendi porque después vendría la del Presidente de la República, y a ése planeaba darle una recepción espectacular con Los niños de los colegios agitando banderitas por la Avenida Reforma, mantas colgando de los edificios y todos los burócratas asomados a las ventanas de sus oficinas aplaudiendo y aventando confeti. Yo tenía que conseguir una niña con un ramo de flores que lo asaltara a media calle y una viejita con una carta pidiéndole algo fácil para que los fotógrafos pudieran retratarla cinco minutos después con la demanda satisfecha. Ya Espinosa y Alarcón habían prestado sus cines para que de ahí colgaran las mantas más grandes. Puebla tendría que darle al Presidente la recepción más cálida y vistosa que hubiera tenido jamás. Todo eso que después se fue volviendo costumbre y que se le dio al más pendejo de los presidentes municipales, lo inventamos nosotros para la visita del general Aguirre.
Tenía que hacer algo con mi calentura y empecé a trabajar como si me pagaran. No una niña con flores, tres niñas cada cuadra y llegando al zócalo cincuenta vestidas de chinas poblanas y montadas a caballo.
Fui al asilo a escoger a la viejita y encontré una que parecía de tarjeta postal, con su pelito recogido, sonrisa de virgen dulce y una historia que, por supuesto, pusimos en la carta. Era la viuda de un soldado viejo y pobre al que habían matado porque se negó a participar en el asesinato de Aquiles Sardán. Estaba orgullosa de su marido y de sí misma y encontró muy digno pedirle al Presidente una máquina de coser a cambio de tanto sacrificio por la patria.
Puse a trabajar a todas las maestras de primaria. Inventé que sus alumnos hicieran unos plumeros de papel como los que usaban las porristas en Estados Unidos. Sabía que la canción predilecta del Presidente era La Barca de Guaymas, y como es una música sonsa los niños no tuvieron que excitarse demasiado para mover los plumeros y los pies siguiendo sus compases. Todos los floristas del mercado se comprometieron a llenar La Reforma con flores, como si la avenida fuera una iglesia enorme, y en el piso del zócalo harían una alfombra florida con la imagen de una india atendiendo su mano hacia la del Presidente. Cuando el señor dejara de pasar frente a ellos, todos los que estuvieran en la valle de Reforma recogerían sus mantas y sus flores y se irían caminando al zócalo que estaría repleto para cuando él entrara con Andrés en el convertible. Tras su discurso desde el balcón toda esa gente cantaría Qué chula es Puebla y el Himno Nacional. Mandé traer a todas las bandas de los pueblos del estado. Formé una orquesta de 300 músicos que tocarían a cambio del cotón de Santa Ana que se les regaló para que tuvieran algún uniforme.
Para cuando el secretario particular del Presidente llegó a ponerse de acuerdo con Andrés, lo sorprendieron nuestros planes.
Decidí que comiéramos en el jardín. El menú debía ser el mismo que se le ofrecería al Presidente dos semanas después. Pero ese mediodía sólo comimos Andrés, Fernando y yo.
Nos pusimos tan formales que Andrés se sentó a la izquierda de Fernando y me colocó a mi a su derecha en una mesa redonda.
Desde el consomé, Fernando empezó a elogiar mis dotes: mi talento, mi inteligencia, mi gentileza, mi delicadeza, mi interés por el país y la política y para colmo que guisara como las monjas de los conventos poblanos.
– Además, si me lo permite general, su mujer tiene una risa espléndida. Ya no se ríe así la gente mayor -dijo Fernando.
– Qué bueno que le guste, licenciado. Esta es su casa, queremos que esté usted contento -le contestó Andrés.
– Eso queremos -dije yo y puse mi mano en su pierna.
El no la movió ni cambió de gesto.
Andrés empezó a hablar del motín en Jalisco. Lamentó la muerte de un sargento y un soldado, elogió al gobernador que dio la orden de irse sobre los campesinos amotinados.
– Hay cosas que no se pueden permitir -le contestó Fernando.
Yo, que por esas épocas todavía decía lo que pensaba, intervine:
– Pero, ¿no hay otra manera de impedirlas más que echándoles encima el ejército y matando a doce indios? Les cobraron a seis por uno cada muerto. Y ni siquiera se sabe por qué se amotinaron esos indios.