– ¿Qué pasa? -le pregunté al hombre que manejaba el coche en que caí.
– Nada, señora. Estamos ensayando nuevas rutinas de salida -dijo.
Andrés fue a las oficinas del Palacio de Gobierno y yo a la casa.
En el salón de juegos estaban sus hijos grandes con unos amigos. Marta me había dicho que invitaría a Cristina, una compañera de su colegio, hija de Patricia Ibarra, la hermana mayor de José Ibarra, uno que fue mi novio.
Decíamos que éramos novios porque íbamos juntos a tomar nieve a La Rosa y caminábamos de la mano hasta el parque de La Concordia, donde nos dábamos un beso de lado antes de despedirnos. Un día me dio un beso con tan mala suerte que la hermana iba saliendo de misa de doce y nos vio. A José le dijeron que además de pobre era yo una loca que no se daba su lugar, y su papá lo invitó a un viaje por Europa.
El me lo contó todo como si yo fuera su mamá y tuviera que librarlo de un castigo.
– ¿Ya no te dejan ser mi novio? -le pregunté.
– Es que tú no sabes cómo es mi familia.
– Ni quiero -le dije y me fui corriendo, desde el parque hasta la casa de la 2 Poniente.
– ¿Qué te pasa, chiquita? -preguntó mi mamá.
– Se peleó con el rico. ¿No le ves la cara? -dijo mi papá.
– ¿Qué te hizo? -dijo mi madre que siempre sentía cualquier agravio en carne propia.
– Lo que sea no se merece más de una trompetilla -contestó mi papá. Sácale la lengua.
– Ya se la saqué -dije.
La sobrina de ese tarugo al que después sus papás casaron con Maru Ponce para formar la familia más aburrida de todas las que recorrían los portales el domingo era la amiga de Marta y era preciosa.
En la noche la madre fue a recogerla a nuestra casa con la casualidad de que iba llegando Andrés y las invitó a cenar. Toda la cena las halagó, les preguntó por los hombres de su casa y les contó historias de toreros y políticos.
Al irse la hermana de José se despidió diciendo:
– Cati, me dio un gran gusto verla, usted siempre tan fina.
– Hace diez años no pensaba usted lo mismo -contesté.
– No le entiendo -dijo con una sonrisa torcida y se fue seguramente con chorrillo, porque Andrés le murmuró quién sabe qué cosas a la hija, que de la perturbación se puso el sombrero al revés.
Ni tres días pasaron antes de que se la llevara al rancho cerca de Jalapa. Ahí la tuvo hasta el final, de ahí salió con una niña a exigir su parte en la herencia. No le fue mal, todavía vive entre caballos, perros y antigüedades sin hacer nada útil. Hasta el yerno vive de la suerte de Cristina.
A mí no me dio coraje, qué coraje me iba a dar, si toda la familia Ibarra sigue cargando con la vergüenza. Esos días hasta los disfruté. Me daba risa: que ya el general se robó a la compañera de Marta y que la mamá se está volviendo loca. Más risa me daba imaginar a la rezandera aquella sale y entre de la iglesia sin ningún resultado. Esa sí que ni tiempo tuvo de darse a respetar -decía yo, pensando en José, el parque de La Concordia y el beso de mi deshonor.
De verdad en Puebla todo pasaba en los portales. Ahí estaba parado Espinosa cuando le dieron la puñalada que lo sacó del negocio de los cines, por ahí se paseaba Magdalena Maynes con sus vestidos nuevos antes de que la desgracia se le apareciera. Porque a ésa le cambió la vida de todas cuando mataron a su padre. Parece que la estoy viendo, nunca se le arrugaba un olán y la ropa le caía coma a las maniquíes. No eran ricos, pero gastaban como si lo fueran. Nosotros los veíamos con frecuencia porque el papá tenía negocios con Andrés. Todo el mundo parecía tener negocios con Andrés.
Magdalena era la consentida del licenciado. Los fines de semana se la llevaban al Casino de la Selva en Cuernavaca. Una vez los encontramos. Magda llevaba un vestido de seda con flores estampadas y el pelo recogido con dos peinetas. Sorbía su limonada con un desapego casi cachondo.
Estaban su padre y ella sentados en las mesas del jardín, frente a la alberca, cuando llegamos nosotros. Llevábamos a todos los niños. Al vernos el licenciado se levantó para hablar con Andrés en un aparte, ella conversó con nosotros sobre la calidez del día sin perderles detalle a los gestos de su padre que volvió pronto y se fue de inmediato con todo y la hija preguntándole quién sabe qué y transformada de adolescente frívola en litigante feroz. Me pareció extraño el cambio, pero tantas cosas eran extrañas y no las notábamos. Ya en el coche rumbo a Puebla le pregunté a Andrés qué los había molestado y me contestó que no me metiera. Así que olvidé a los Maynes.
Meses después el licenciado desapareció. Lo secuestraron una noche al cruzar los portales.
Magda fue a verme a la casa. Iba linda con un traje sastre de alpaca y una blusa de seda gris.
– Mi papá fue al cine y no ha vuelto en tres días -me dijo.
Tendrá una amante, quise contestarle, pero me quedé callada, mirándome las manos como si yo tuviera la culpa.
– ¿Me haría usted el favor de preguntarle a su esposo por él? -dijo.
– Encantada, pero dudo que sirva de algo. Si él lo tiene no me lo va a decir.
– La gente dice que usted lo puede manejar.
– También dice que tú duermes con tu papá. Verás si no se equivocan.
– Ojala no se equivoquen, señora -dijo, se levantó y se fue.
Tres días después el licenciado apareció hecho pedazos y metido en una canasta que alguien dejó en la puerta de su casa.
Lo supe a media mañana porque me fui a peinar con la Güera y ahí llegaron unas viejas contándolo dizque muy impresionadas. La güera Ofelia me estaba poniendo una trenza postiza y me preguntaba cómo la sentía cuando me vi las lágrimas en el espejo. Me quedé quieta mientras ella terminaba de prender los pasadores. El salón estaba callado y la bola de viejas empezó a mirarme como si tuviera yo el cuchillo entre las manos. Me vi las uñas que Maura iba pintando y me mordí los labios para que ni una, pero ni una lágrima más se me fuera a salir pensando en el licenciado que era tan guapo y tan inteligente como todos decían.
Fui a casa de los Maynes. Había mucha gente. La viuda estaba sentada entre sus hijos menores con los ojos mirando al suelo y quieta como si también a ella la hubieran matado.
Magdalena era la única junto a la caja, me vio entrar. No me acerqué, no tenía nada que decirle, sólo quería verla y saber si la corona de flores que mandaría Andrés cabría por la puerta. Porque él así jugaba, cuando el muerto era suyo o le parecía benéfica su desaparición, mandaba enormes coronas de flores, tan enormes que no cupieran por la puerta de la casa en que se velaba al difunto.
Mientras contestaba las avemarías fui leyendo las cintas de los ramos y las coronas. Ninguna decía general Andrés Ascencio y familia. Cuando comenzó la letanía me levanté a ver si estaba afuera, pero antes de llegar a la salida vi entrar dos hombres cargando una de las coronas que le hacían a Andrés en el puesto central de La Victoria. Cruzaron la puerta.
Me fui de ahí. Se me ocurrió que la Güera podía saber qué decía la gente, seguro alguna de las mujeres a las que peinó esa mañana le había contado algo. Volví a verla.
No sabía más de lo que yo imaginaba. Decían que lo había matado Andrés porque a nadie se le ocurría otra cosa, pero no había pruebas. Sin embargo, yo recordaba la discusión en Cuernavaca y los ojos de Magdalena pidiéndome a su padre.
Volví a la casa. Me encerré en el saloncito a comerme primero el barniz de las unas y después las uñas. Odié a mi general. No supe si quería verlo llegar y preguntarle o quedarme ahí encerrada y no verlo nunca otra vez.
Llegó riéndose. Venía de montar y arrastraba las espuelas. Oí cómo subía las escaleras, cómo caminaba hasta el fin del corredor. Se detuvo en la puerta del salón y la empujó. Cuando vio que no se abría empezó a gritar: