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– Carlos es mi amigo.

– También Conchita, Pilar y Victorina son mis amigas.

– Y las mamás de tus hijos.

– Porque así son las mujeres. No pueden coger sin tener hijos. ¿Tú no quieres tener hijos de Carlos?

– Tengo de sobra con los tuyos, y yo no cojo con Carlos.

– Ven para acá, condenada, repíteme eso -dijo poniendo su cara casi encima de la mía, tomándome de la barba para que yo le sostuviera la mirada.

– Yo no cojo con Carlos -dije mirándole a los ojos.

– Está bien saberlo -me contestó y se puso a besarme. Quítate la ropa. Qué trabajo cuesta que tú te quites la ropa -dijo tirando de mis pantalones. Lo dejé hacer. Pensé en Pepa diciendo: En el matrimonio hay un momento en que tienes que cerrar los ojos y rezar un Ave María. Cerré los ojos y me puse a recordar el campo.

– ¿No coges con Carlos? ¿Y qué estabas haciendo cuando te manchaste el cuerpo de amarillo?

– me preguntó.

– Radar sobre las flores.

– ¿Nada más?

– Nada más -dije sin abrir los ojos.

Se metió. Seguí con los ojos cerrados, echada bajo él imaginando la playa, pensando en qué disponer de comida para el día siguiente, haciendo el recuento de las cosas que quedaban en el refrigerador.

– Eres mi mujer. No se te olvide -dijo después, acostado junto a mí, acariciándome la panza. Y yo boca arriba, viendo mi cuerpo lacio, le dije:

– Ya no tengo miedo.

– ¿De qué?

– De ti. A veces me das miedo. No sé qué se te ocurre. Me miras y te quedas callado, amanece y te sales con el fuete y la pistola sin invitarme a nada. Empiezo a creer que me vas a matar como a otros.

– ¿A matarte? ¿Cómo se te ocurrió eso? Yo no mato lo que quiero.

– Entonces, ¿por qué te pones la pistola todos los días?

– Para que la miren los que quieren matarme. Yo no mato, ya se me pasó la edad.

– Pero mandas matar.

– Depende.

– ¿De qué depende?

– De muchas cosas. No preguntes lo que no entiendes. A ti no te voy a matar, nadie te va a matar.

– ¿Y a Carlos?

– ¿Por qué habría alguien de matar a Carlos? No coge contigo, no visitó a Medina, es mi amigo, casi mi hermano chiquito. Si alguien mata a Carlos se las ve conmigo. Te lo juro por Checo que tanto lo quiere dijo.

Después se quedó dormido con las manos sobre la barriga y la boca medio abierta, con una bota sí y otra no, sin pantalones y con la camisa desabrochada. Me estuve junto a él un ratito, mirándolo dormir. Pensé que era una facha, recorrí la lista de sus otras mujeres. ¿Cómo lo querrían? ¿Porque tenía chiste? Yo se lo encontré, yo lo quise, yo hasta creí que nadie era más guapo, ni más listo ni más simpático, ni más valiente que él. Hubo días en que no pude dormir sin su cuerpo cerca, meses que lo extrañé y muchas tardes gastadas en imaginar dónde encontrarlo. Ya no, ese día quería irme con Carlos a Nueva York o a la avenida Juárez, ser nada más una idiota de 30 años que tiene dos hijos y un hombre al que quiere por encima de ellos y de ella y de todo esperándola para ir al zócalo.

Me levanté de un brinco. Me vestí en segundos. Carlos estaba afuera y yo ahí de estúpida contemplando al oso dormir.

– Adiós -dije bajito y fingí que sacaba de mi cinto un puñal y se lo enterraba de últimas, antes de irme.

Salí al patio gritando:

– Niños, Carlos, vámonos. Ya estoy lista.

Oscurecía. Nadie estaba en el patio del centro. Fui al jardín de atrás. Subí las escaleras llamándolos. No los encontré. Las luces de sus cuartos estaban apagadas. Toqué en la recámara de Lilia que era la única encendida.

– ¿Qué te pasa, mamá? Gritas como si se te escapara el cielo.

Estaba linda. Con una bata ajustada en la cintura, la cara infantil y limpia. Se quitaba las anchoas. Las iba soltando rápido y el pelo le salía rizado bajo los oídos.

– ¿A dónde vas? -le pregunté.

– A cenar con Emilio -el mismo tono con que su padre me respondía: «a la oficina».

– Qué desperdicio, mi amor. Dieciséis años y ese cuerpo, y esa cabeza a la que tanto le falta aprender, y esos ojos brillantes y todo lo demás se va a quedar en la cama de Milito. El pendejo de Milito, el oportunista de Milito, el baboso de Milito que no es nada más que el hijo de su papá, un atracador como el tuyo pero con ínfulas de noble. Es una lástima, mi amor. Lo vamos a lamentar siempre.

– No exageres, mamá. Emilio juega bien tenis, no es simpático pero tampoco es feo. Es muy amable, se viste de maravilla y a mi papá le conviene que yo me case con él.

– Eso sí está claro -dije.

– Le gusta la música. Nos lleva a los conciertos de Carlos.

– Porque están de moda y porque son una buena oportunidad de sentarse dos horas sin que se le note que no piensa nada -contesté.

Los cuartos daban a un pasillo abierto con un barandal del que colgaban macetas.

– Hace frío. ¿Seguimos platicando aquí adentro? -dijo metiéndose al cuarto. La seguí. Se paró frente al tocador a cepillarse el pelo.

– ¿Dónde estarán éstos? -pregunté. ¿Por qué se fueron sin mí?

– Porque ya no te quieren -dijo extendiendo su risa todavía de niña.

– ¿Ni un recado? -preguntó. Entonces recordé la maceta en el cuarto de Carlos.

– Que quedes preciosa mi amor. Voy a estar en el costurero. Pasa a verme -le dije y salí corriendo hasta la maceta con el helecho. Hurgué entre las hojas, encontré un papel, con su letra:

«Mi muy querida: Esperaba que vinieras pronto, aunque fuera vestida. Tuve que salir porque recibí un recado de Medina pidiendo verme a las seis en la puerta de San Francisco. Me llevé a los niños y la evocación exacta de tus redondas nalgas. Besos aunque sea en la boca. YO.»

Bajé corriendo las escaleras. Crucé el patio del centro al que Andrés se asomaba recién despertado.

– ¿Quién está dispuesto para el dominó? -me preguntó.

– No sé. Carlos y los niños se fueron a San Francisco. Yo voy a buscarlos. No he pasado por el salón de juegos pero ya debes tener ahí clientela. Ahorita le digo a Lucina que te mande el café y los chocolates -dije todo eso, rapidísimo y sin detenerme.

– ¿Carlos se llevó a los niños? ¿Quién le dio permiso? -gritó Andrés.

– Siempre se los lleva -contesté también gritando mientras bajaba las escaleras rumbo al garaje.

El coche que encontré cerca de la puerta era un convertible. Me subí en ése y bajé a San Francisco derrapando. Cuando llegué al parque fui más despacio, pensé que la conversación con Medina no iba a ser en la puerta de la iglesia y que Carlos necesitaría que los niños jugaran en alguna parte mientras él conversaba. No los vi entre los árboles, ni caminando sobre los bordes de las fuentes, ni bebiéndose el agua puerca que unas ranas de talavera echaban por la boca. No estaban en los columpios ni en las resbaladillas, ni en ninguno de los sitios en que jugaban habitualmente. Tampoco vi a Carlos sentado en una de las bancas ni tomando café en los puestos de chalupas. Me entró furia contra él. ¿Por qué se metía en política? ¿Por qué no se dedicaba a dirigir su orquesta, a componer música rara, a platicar con sus amigos poetas y a coger conmigo? ¿Por qué la fiebre idiota de la política? ¿Por qué tenía que ser amigo de Álvaro y no de alguien menos complicado? ¿Dónde estaban? Hacía frío. Seguro se salieron sin suéter -pensé. Les va a dar gripa a los tres y a mí pulmonía por andar en este pinche coche abierto. ¿Donde están? ¿Se habrán ido al zócalo?

Estacioné el coche al pie de las escaleras del atrio, me bajé y corrí a ver si seguían en la puerta de la iglesia. A lo mejor se habían quedado ahí para esperarme.

El atrio es una explanada larga, sin rejas, al fondo está la iglesia con su fachada de azulejos y sus torres delgadas. Ahí, justo en la puerta ya cerrada, estaban los niños sentados en el suelo.

– ¿Qué pasó? -dije cuando los vi solos, tan extrañamente quietos.

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