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– Está usted preocupada, ¿verdad?

– Estimo a Carlos -contesté.

– Le prometo que haré lo posible por dar con él -dijo.

– Se lo agradezco desde ahora -le dije, y a todos: ¿Tomamos el café en la sala?

– Vamos pues -dijo mi marido levantándose. Tras él se levantaron todos, como monos de imitación. Caminamos hasta la sala y busqué acercarme a Tirso Santillana.

– Usted confía en su gobernador, ¿verdad?

– Por supuesto señora -me contestó. Sonreí como si habláramos del tiempo.

– Tienen a Carlos en la casa de la noventa. Sálvelo -dije.

– ¿De qué habla usted?

– La casa de la noventa es una cárcel para enemigos políticos. Existe desde que mi marido era gobernador y no ha desaparecido. Ahí está Carlos.

– ¿Cómo lo supo? -preguntó.

– Qué más da. ¿Va usted a ir? Diga que se lo dijeron en la calle. Váyase y mando a alguien a que se lo avise en su oficina. Pero apúrese por favor -dije riéndome otra vez y él se rió también para seguir el disimulo.

– Señor gobernador, me voy a retirar. Quiero ver si en mi oficina saben algo -dijo.

– Este Santillana tan eficaz. Yo siempre quise contar con él y no se dejó. ¿Cómo le hiciste Felipe? -dijo Andrés.

– Tuve suerte -contestó Benítez. Vaya usted, señor procurador.

Pellico el jefe de la policía se incomodó. Si se iba el procurador tendría que irse también él, y no se le veían ganas. Estaba feliz con su brandy, su café y su sillón.

– ¿Usted se queda, verdad Pellico? -le pregunté.

– Si usted me lo pide no voy a tener más remedio, señora -dijo; se acomodó en su sillón y empezó a comer mentas con chocolate.

– Lo acompaño, licenciado Santillana -dije caminando del brazo del procurador hasta la puerta de abajo. Andrés la había rodeado de escudos y leyendas de guerra. En el quicio estaba Juan escondido.

– ¿Qué pasó Juan? -pregunté.

– Benito los dejó en la casa de la noventa, no sabe más.

– Lléveme ahí -pidió Tirso.

– Voy con usted -dije.

– ¿Quiere arruinarlo todo? -me preguntó. Los dejé ir y volví a la sala temblando.

– ¿Por qué hablas sola Catalina? -preguntó Andrés cuando entré.

– Repito las tablas de multiplicar para no quedar mal con Checo cuando se las repase -contesté.

– Si ésta hubiera sido hombre sería político, es más necia que todos nosotros juntos.

– Tiene muchas cualidades su señora, general -dijo Benítez.

– Voy a pedir leña para la chimenea. Hace muchísimo frío -murmuré.

El Charro Blanco le decían al cantante que Andrés invitó a tocar la guitarra esa noche. Era albino, cantaba con una voz triste y lo mismo si se lo pedían que si no, lo mismo si alguien quería oírlo que si todo el mundo conversaba por encima de su tonada.

Se sentó junto a mí en la orilla de la chimenea y empezó a cantar»por la lejana montaña, va cabalgando un jinete, vaga solito en el mundo y va buscando la muerte».

– Charro tócate Relámpago y deja de cantar esas penurias, ¿no ves que estamos preocupados? -dijo Andrés. El Charro nada más cambió de pisada y empezó:

«Todo es por quererla tanto, es porque al verla me espanto ya no quiero verla más. Relámpago furia del cielo, si has de llevarte mi anhelo…»

– Que chingonería de canción. Otra vez desde el principio -pidió Andrés.

Y desde el principio empezó el charro acompañado de todos los presentes porque cuando Andrés cantaba, ya nadie se atrevía a continuar su conversación, el charro se volvía el centro. Andrés empezaba a llamarlo hermano y a pedirle una canción tras otra.

– Canta Catalina -me dijo. No estés ahí arrinconada contra la lumbre porque te va a hacer daño. Canta Contigo en la distancia.

– Vámonos con esa Catita -dijo el charro, pero cantó solo. Estaba terminando cuando entró Tirso a la sala.

– Encontré a Vives -dijo. Está muerto.

– ¿Dónde lo encontró? ¡Señor gobernador, exijo justicia! -gritó Andrés.

– ¿Cómo estuvo Tirso? -preguntó Benítez.

– Quiero hablar con usted en privado señor, pero puedo presentarle mi renuncia ahora mismo. Lo encontré en una cárcel clandestina. La gente ahí dice recibir órdenes del mayor Pellico.

Se armó un desbarajuste. Pellico miró a Andrés.

– Pídele la renuncia -le gritó Andrés a Benítez. ¿Qué casa es ésa? ¿Dónde está Carlos? ¿Quién lo llevó ahí?

– Tirso, justifique su acusación -dijo el gobernador.

– No sé de qué está hablando -gritaba Pellico.

La mujer de Puente se desmayó. Puente empezó un discurso para la Cámara. Yo me salí de ahí.

Junto al coche de Tirso, Juan abrazaba a Lucina.

– ¿Dónde está? -pregunté.

– Aquí adentro, pero no lo vea usted -pidió Juan.

Abrí la puerta, me encontré con su cabeza. Le acaricié el pelo, tenía sangre. Le cerré los ojos, tenía sangre en el cuello y la chamarra. Un agujero en la nuca.

– Ayúdenme a subirlo -pedí.

Entre Juan, el chofer de Tirso, Lucina y yo lo subimos al cuarto del helecho. Lo acostamos en la cama. Les pedí que se fueran. No sé cuánto tiempo estuve ahí en cuclillas, junto a él, mirándolo. Se acabó cuando entró Andrés con Benítez.

– Te lo dije. ¿Por qué no me hiciste caso? -dijo acercándose a Carlos.

– Lo vamos a enterrar en Tonanzintla -dije levantándome de la orilla de la cama y caminando hacia la puerta.

Salí. El corredor estaba oscuro. De abajo llegaba sólo la luz suficiente para caminar junto a las macetas sin caerse. Los cuartos de huéspedes quedaban en el tercer piso, cerca del frontón y la alberca. Debía haber luz, pero Carlos y yo la habíamos descompuesto dos noches antes para que yo pudiera subir sin que me vieran. En el segundo piso dormían los niños, sólo Andrés y yo en el primero. De nuestro cuarto al del helecho había cinco minutos de escaleras y corredores. Caminé por la oscuridad con la experiencia de otras noches, fui al jardín, luego a mi cuarto. Me peiné, me puse un abrigo negro y busqué a Juan en la cocina. El me llevó a Gayosso.

– Hubiera llamado señora -dijo un hombre con sueño empeñado en ser amable.

– Quiero una caja de madera, color madera, sin fierro, sin moños negros y sin cruz -dije.

La caja llegó como a las nueve. A las once estábamos en Tonanzintla. Había sol y mucha gente. Benítez acarreó a los maestros, a los estudiantes del conservatorio, a los activistas del partido. Cordera llegó desde México y caminó conmigo detrás de la caja.

El panteón de Tonanzintla no tiene barda, está junto a la iglesia, a la orilla de un cerro. Era 2 de noviembre, mucha gente visitaba otras tumbas, las llenaba de flores, de cazuelas con mole, de pan y dulces. Mandé cortar toda la siembra del campo en que estuvimos el día anterior, salieron como quinientos ramos. Dije que los repartieran entre los acarreados de Benítez y. los obreros que iban con Cordera. Todos tuvieron flores para dejar en la tumba de Carlos.

Los enterradores pusieron la caja de madera cerca del hoyo que habían hecho en la tierra. Entonces Andrés se paró junto y dijo:

– Compañeros trabajadores, amigos: Carlos Vives murió víctima de los que no quieren que nuestra sociedad camine por los fructíferos senderos de la paz y la concordia. No sabemos quiénes cortaron su vida, su hermosa vida que les pareció peligrosa, pero estamos seguros de que habrán de pagar su crimen. La pérdida de un hombre como Carlos Vives no es sólo una pena para quienes como yo y mi familia y sus amigos tuvimos el privilegio de quererlo, sino que es principalmente una pérdida social irreparable. Quisiera hacer el recuento de sus cualidades, de las empresas en las que sirvió a la patria, de todos los trabajos con los que enriqueció nuestra Revolución. No puedo, me lo impide la pena, etcétera.

Después habló Cordera. Yo estaba como viendo una película, no sentía.

– Carlos -dijo, siempre tendremos una ayuda en el recuerdo de tu honradez, tu inteligencia y tu valor. No vamos a pedir justicia, ya la buscamos. Ayudándonos a dar con ella perdiste la vida. Sabemos quiénes te mataron: te mataron los poderosos, los que tienen armas y cárceles. No te mataron los pobres, ni los trabajadores, ni los estudiantes, ni los intelectuales. Te mataron los caciques, los déspotas, los opresores, los tiranos, los que explotan…, etcétera.

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