Por fin, las mariposas se posaron sobre los hombres y comenzaron a morir. [34]
Cuando Heracles Póntor entró en el jardín de su casa, al mediodía, descubrió que una tersa mortaja de cadáveres de mariposas cubría la tierra. Pero los móviles picos de los pájaros que anidaban en las cornisas o en las altas ramas de los pinos habían empezado a devorarlas: abubillas, cucos, reyezuelos, grajos, torcaces, cornejas, ruiseñores, jilgueros, los cuellos inclinados sobre el manjar, concentrados como pintores en sus vasijas, devolvían el color verde al ligero césped. El espectáculo era extraño, pero a Heracles no le pareció de buen o mal augurio, pues, entre otras cosas, no creía en los augurios.
De improviso, mientras avanzaba por la vereda del jardín, un rebatir de alas a su derecha le llamó la atención. La sombra, encorvada y oscura, surgió tras los árboles asustando a las aves.
– ¿Acostumbras ahora a esconderte para sorprender a la gente? -sonrió Heracles.
– Por los picudos rayos de Zeus, juro que no, Heracles Póntor -crepitó la voz añosa de Eumarco-, pero me pagas para que sea discreto y espíe sin ser visto, ¿no? Pues bien: he aprendido el oficio.
Azuzados por el ruido, los pájaros interrumpieron su festín y alzaron el vuelo: sus pequeños cuerpos, agilísimos, se encendieron en el aire y se abatieron verticales sobre la tierra, y los dos hombres parpadearon deslumbrados bajo el resplandor cenital del sol de mediodía. [35]
– Esa horrible máscara que tienes por esclava me indicó con gestos que no estabas en casa -dijo Eumarco-, así que he aguardado con paciencia tu llegada para decirte que mi labor ha dado algunos frutos…
– ¿Hiciste lo que te ordené?
– Como tus propias manos hacen lo que dictan tus pensamientos. Me convertí anoche en la sombra de mi pupilo; lo seguí, infatigable, a prudente distancia, como el azor hembra escolta el primer vuelo de sus crías; fui unos ojos atados a su espalda mientras él, esquivando a la gente que llenaba las calles, cruzaba la Ciudad en compañía de su amigo Eunío, con quien se había reunido al anochecer en la Stoa de Zeus. No caminaban por placer, si entiendes lo que te digo: un claro destino tenían sus volátiles pasos. ¡Pero el Padre Cronida hubiera podido, como a Prometeo, atarme a una roca y ordenar que un pajarraco devorase mi hígado diariamente con su negro pico, que jamás habría imaginado, Heracles, un destino tan extraño!… Por las muecas que haces, veo que te impacientas con mi relato… No te preocupes, voy a terminarlo: ¡supe, por fin, adónde se dirigían! Te lo diré, y tú te asombrarás conmigo…
La luz del sol reanudó el lento picoteo sobre la hierba del jardín. Después se posó en una rama y gorjeó varias notas. Otro ruiseñor se acercó a él. [36]
Por fin, Eumarco terminó de hablar.
– Tú me explicarás, oh gran Descifrador, lo que significa todo esto -dijo.
Heracles pareció meditar un instante. Después dijo:
– Bien. Todavía preciso de tu ayuda, buen Eumarco: sigue los pasos de Antiso por las noches y ven a informarme cada dos o tres días. Pero antes que nada, vuela presuroso a casa de mi amigo con este mensaje…
– Cuánto te agradezco esta cena al aire libre, Heracles -dijo Crántor-. ¿Sabías que ya no puedo soportar con facilidad el interior lóbrego de las casas atenienses? Los habitantes de los pueblos al sur del Nilo no pueden creer que en nuestra civilizada Atenas vivamos encerrados entre muros de adobe. Según su forma de pensar, sólo los muertos necesitan paredes -cogió una nueva fruta de la fuente y hundió la picuda punta de su daga entre las vetas de la mesa. Tras una pausa, dijo-: No estás muy hablador.
El Descifrador pareció despertar de un sueño. En la intacta paz del jardín un pequeño pájaro desgranó una tonada. Un afilado repiqueteo metálico denunciaba la presencia de Cerbero en una esquina, lamiendo los restos de su plato.
Comían en el porche. Obedeciendo a los deseos de Crántor, Pónsica -ayudada por el propio invitado- había sacado fuera del cenáculo la mesa y los dos divanes. Hacía frío, y cada vez más, pues el carro de fuego del Sol finalizaba su vuelo dejando tras de sí una curva estela de oro que se extendía, impávida, en la franja de aire por encima de los pinos, pero aún era posible disfrutar con placidez del ocaso. Sin embargo, y a pesar de que su amigo no había dejado de mostrarse locuaz, incluso entretenido, refiriendo millares de odiseicas anécdotas y permitiéndole, además, escuchar en silencio sin tener que intervenir, Heracles había terminado arrepintiéndose de aquella invitación: los detalles del problema que se hallaba a punto de solucionar lo acuciaban. Además, vigilaba de continuo el torcido trayecto del sol, pues no quería llegar tarde a su cita de aquella noche. Pero su sentido ateniense de la hospitalidad le hizo decir:
– Disculpa, Crántor, amigo mío, mi pésima labor como anfitrión. Había dejado que mi mente volara a otro sitio.
– Oh, no quiero estorbar tu meditación, Heracles. Supongo que se halla directamente relacionada con el trabajo…
– Así es. Pero ahora repudio mi poco hospitalario comportamiento. Ea, posemos los pensamientos sobre las ramas y dediquémonos a charlar.
Crántor se pasó el dorso de la mano por la nariz y terminó de engullir la fruta.
– ¿Te va bien? En tu oficio, quiero decir.
– No puedo quejarme. Me tratan mejor que a mis colegas de Corinto o de Argos, que sólo se dedican a descifrar los enigmas oraculares de Delfos para escasos clientes ricos. Aquí me solicitan en variados y agudos asuntos: la solución de un misterio en un texto egipcio, o el paradero de un objeto perdido, o la identidad de un ladrón. Hubo una época, poco después de que te marcharas, al final de la guerra, en que me moría de hambre… No te rías, hablo en serio… A mí también me tocó resolver los acertijos de Delfos. Pero ahora, con la paz, los atenienses no encontramos nada mejor que hacer que descifrar enigmas, incluso cuando no los hay: nos reunimos en el ágora, o en los jardines de Liceo, o en el teatro de Dioniso Eleútero, o simplemente en la calle, y nos preguntamos unos a otros sin cesar… Y cuando nadie puede responder, se contratan los servicios del Descifrador.
Crántor volvió a reír.
– Tú también has escogido la clase de vida que querías, Heracles.
– No sé, Crántor, no sé -se frotó los brazos, desnudos bajo el manto-. Creo que esta clase de vida me ha escogido a mí…
El silencio de Pónsica, que traía una nueva jarra de vino no mezclado, pareció contagiarlos. Heracles advirtió que su amigo (pero ¿Crántor seguía siendo su amigo? ¿Acaso no eran ya dos desconocidos que hablaban de viejas amistades comunes?) no perdía de vista a la esclava. Los últimos rayos de sol se posaban, puros, en las suaves curvas de la máscara sin rasgos; por entre las simétricas aberturas del negro manto de bordes puntiagudos que la cubría de la cabeza a los pies, emergían, delgados pero infatigables como patas de pájaro, los níveos brazos. Pónsica depositó la jarra sobre la mesa con levedad, se inclinó y regresó al interior de la casa. Cerbero, desde su esquina, ladró con furia.
– Yo no puedo, no podría… -murmuró Crántor de repente.
– ¿Qué?
– Llevar una máscara para ocultar mi fealdad. Y supongo que tu esclava tampoco la llevaría si no la obligaras.
– La complicación de sus cicatrices me distrae -dijo Heracles. Y se encogió de hombros para añadir-: Además, es mi esclava, a fin de cuentas. Otros las hacen trabajar desnudas. Yo la he cubierto del todo.
– ¿También su cuerpo te distrae? -sonrió Crántor mesándose la barba con su mano quemada.
– No, pero de ella sólo me interesan su eficiencia y su silencio: necesito ambas cosas para pensar con tranquilidad.