– Yo no huyo de nada -replicó Antiso acentuando las palabras, aunque siempre en tono suave y respetuoso-. Llevaba largo tiempo deseando custodiar los templos del Ática, señor.
– Mi querido Antiso -dijo Heracles plácidamente-, acepto tu miedo pero no tus mentiras. Ni por un momento se te ocurra ofender mi inteligencia. Has tomado esa decisión hace pocos días, y teniendo en cuenta que tu padre le ha pedido a tu antiguo pedagogo que te haga cambiar de opinión, pudiendo él mismo haberse ocupado de tal menester, ¿no quiere eso decir que tu decisión le ha cogido completamente por sorpresa, que se encuentra abrumado por lo que considera un violento e inexplicable cambio en tu actitud y que, sin saber a qué achacarlo, ha acudido al único que, aparte de tu familia, cree conocerte bien? Me pregunto, por Zeus, a qué se ha debido este cambio tan brutal. ¿Quizá la muerte de tu amigo Trámaco ha influido en algo? -y sin transición, con absoluta indiferencia, mientras se frotaba los dedos con los que había sostenido el higo, añadió-: Oh, disculpa, ¿dónde podría limpiarme?
Ajeno por completo al silencio que lo rodeaba, Heracles escogió un paño cercano a la repisa de Eunío.
– ¿Acaso mi padre ha requerido también de vuestra ayuda para hacerme recapacitar? -en las suaves palabras del adolescente Diágoras advirtió que el respeto (a semejanza de una res acorralada que, por miedo, abandona su eterna obediencia y embiste con violencia a sus amos) comenzaba a transformarse en cólera.
– Oh, buen Antiso, no te enojes… -balbució, fulminando a Heracles con la mirada-. Mi amigo es un poco exagerado… No debes preocuparte, pues has cumplido la mayoría de edad, hijo, y tus decisiones, aun siendo incorrectas, merecen siempre la mejor consideración… -y, acercándose a Heracles, en voz baja-: ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?
Se despidieron de Antiso con rapidez. La discusión se inició antes de salir del edificio.
– ¡Es mi dinero! -exclamó Diágoras, irritado-. ¿Lo has olvidado?
– Pero se trata de mi trabajo, Diágoras. No olvides eso tampoco.
– ¿Qué me importa a mí tu trabajo? ¿Puedes explicarme a qué ha venido esa salida de tono? -Diágoras se enfadaba cada vez más. Su calva cabeza se hallaba enrojecida por completo. Inclinaba mucho la frente, como si estuviera preparándose para embestir a Heracles-. ¡Has ofendido a Antiso!
– He disparado una flecha a ciegas y he dado en la diana -dijo el Descifrador con absoluta calma.
Diágoras lo detuvo, tirando con violencia de su manto.
– Voy a decirte algo. No me importa si consideras a las personas únicamente como papiros escritos donde leer y resolver complicados acertijos. No te pago para que ofendas, en mi nombre, a uno de mis mejores discípulos, un efebo que lleva la palabra «Virtud» escrita en cada uno de sus hermosos rasgos… ¡No apruebo tus métodos, Heracles Póntor!
– Me temo que yo tampoco los tuyos, Diágoras de Medonte. Parecía que, en vez de interrogarlos, estabas componiendo un ditirambo en honor de los dos muchachos, y todo porque te parecen muy bellos. Creo que confundes la Belleza con la Verdad…
– ¡La Belleza es una parte de la Verdad!
– Oh -dijo Heracles, e hizo un gesto con la mano indicando que no quería iniciar en aquel momento una conversación filosófica, pero Diágoras volvió a tirar de su manto.
– ¡Escúchame! Tú eres tan sólo un miserable Descifrador de Enigmas. Te limitas a observar las cosas materiales, juzgarlas y concluir: esto ocurrió de este modo o de este otro, por tal o cual motivo. Pero no llegas, ni llegarás nunca, a la Verdad en sí. No la has contemplado, no te has saciado con su visión absoluta. Tu arte consiste únicamente en descubrir las sombras de esa Verdad. Antiso y Eunío no son criaturas perfectas, como tampoco lo era Trámaco, pero yo conozco el interior de sus almas, y puedo asegurarte que en ellas brilla una porción nada desdeñable de la Idea de Virtud… y ese brillo despunta en sus miradas, en sus hermosos rasgos, en sus armónicos cuerpos. Nada en este mundo, Heracles, puede resplandecer tanto como ellos sin poseer, al menos, un poco de la dorada riqueza que sólo otorga la Virtud en sí -se detuvo, como avergonzado del arrebato de sus propias palabras. Sus ojos pestañearon varias veces en un semblante completamente enrojecido. Entonces, más calmado, agregó-: No ofendas a la Verdad con tu inteligencia, Heracles Póntor.
Alguien carraspeó en algún lugar de la destrozada y vacía palestra, cubierta de escombros: [25] era Eumarco. Diágoras se apartó de Heracles, dirigiéndose impetuosamente a la salida.
– Te espero fuera -dijo.
– Por Zeus Tonante, que jamás había visto discutir así a dos personas, salvo a los maridos con las mujeres -comentó Eumarco cuando el filósofo se marchó. A través de la hoz negra de su sonrisa se observaba la obstinada persistencia de un diente, curvo como un pequeño cuerno.
– Y no te sorprenda, Eumarco, si mi amigo y yo terminamos casándonos -repuso Heracles, divertido-: Somos tan diferentes que me parece que lo único que nos une es el amor -ambos compartieron, de buen grado, una breve carcajada-. Y ahora, Eumarco, si no te molesta, vamos a dar un pequeño paseo mientras te cuento la razón de haberte hecho esperar…
Caminaron por el interior del gimnasio, sembrado de las ruinas de la destrucción reciente: veíanse, aquí y allá, paredes agrietadas por embestidas violentas, muebles arrasados que se mezclaban con jabalinas y discóbolos, arenas holladas por pisadas colosales, baldosas cubiertas por la piel desprendida de los muros en forma de enormes flores de piedra caliza del color de los lirios. Sepultados bajo los escombros yacían los pedazos de una vasija rota: uno de ellos mostraba el dibujo de las manos de una muchacha, los brazos alzados, las palmas hacia arriba, como reclamando ayuda o intentando advertir a alguien de un inminente peligro. Una nube moteada de polvo se retorcía en el aire. [26]
– Ah, Eumarco -dijo Heracles cuando terminaron de hablar-, ¿cómo te pagaría este favor?
– Pagándomelo -replicó el viejo. Volvieron a reír.
– Una cosa más, buen Eumarco. He podido observar que en la repisa de Eunío, el amigo de tu pupilo, hay una pequeña jaula con un pájaro. Se trata de un gorrión, el típico regalo de un amante a su amado. ¿Sabes quién es el amante de Eunío?
– ¡Por Febo Apolo que de Eunío no sé nada, Heracles, pero Antiso posee un regalo idéntico, y puedo decirte quién se lo hizo: Menecmo, el escultor poeta, que anda loco por él! -Eumarco tiró del manto de Heracles y bajó la voz-. Esto me lo contó Antiso hace tiempo, y me hizo jurar por los dioses que no se lo diría a nadie…
Heracles meditó un instante.
– Menecmo… Sí, la última vez que vi a ese estrafalario artista fue en el funeral de Trámaco, y recuerdo que su presencia me sorprendió. Así que Menecmo le regaló a Antiso un pequeño gorrión…
– ¿Y te extraña? -chilló el viejo con su voz rasposa-. ¡Por los ojos zarcos de Atenea, que ese bello Alcibíades de pelo dorado recibiría de mi parte un nido completo, aunque debido a mi condición de esclavo y a mi edad, de nada me sirviera regalárselo!
– Bien, Eumarco -Heracles parecía de repente mucho más feliz-, ahora debo marcharme. Pero haz lo que te he dicho…
– Si sigues pagándome como hasta ahora, Heracles Póntor, tu orden será como decirle al sol: «Sal todos los días».
Dieron un rodeo para no tener que regresar por el ágora, que a esas horas de la tarde estaría abarrotada debido a las fiestas Leneas, pero aun así la aglomeración de los juegos públicos, los obstáculos de las farsas improvisadas, el laberinto de la diversión y la lenta violencia de la multitud que les embestía dificultaron su marcha. No hablaron durante el camino, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Al fin, cuando llegaron al barrio de Escambónidai, donde Heracles vivía, éste dijo: