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– ¿Qué cosas, maestro?

– Todo. Todo lo que sepas sobre Trámaco. Sus aficiones… Qué le agradaba hacer cuando salía de la Academia… La preocupación que advertí en su semblante durante los últimos días me inquieta un poco, y quisiera, por todos los medios, conocer su origen para impedir que se extienda a otros alumnos.

– No se relacionaba mucho con nosotros, maestro -respondió Antiso dulcemente-. Pero, en cuanto a sus costumbres, puedo aseguraros que eran honestas…

– ¿Quién lo duda? -se apresuró a decir Diágoras-. Conozco bien la hermosa nobleza de mis discípulos, hijo. Tanto más me sorprendió, por ello, la información de Lisilo. Sin embargo, todos la confirmasteis. Y como Eunío y tú erais sus mejores amigos, no puedo creer que no sepáis otras cosas que, bien por pudor, bien por bondad de carácter, no os habéis atrevido aún a confesarme…

Un salvaje estrépito, como de objetos rotos, rellenó el silencio: era evidente que la lucha de los pancratistas se recrudecía. Las paredes parecían latir ante el paso de alguna bestia desmesurada. Retornó la calma y, en exacta coincidencia, Eunío penetró en la habitación.

Diágoras los comparó de inmediato. No era la primera vez que lo hacía, pues gozaba estudiando los detalles de las distintas bellezas de sus discípulos. Eunío, de pelo color carbón ensortijado, era más niño que Antiso, y, al mismo tiempo, más varonil. Su rostro parecía una fruta sana y colorada, y su cuerpo, robusto, de piel lechosa, había madurado como el de un hombre. En cuanto a Antiso, con ser mayor, poseía una figura más grácil y ambigua envuelta en una piel tersa y rosácea, sin rastro de vello; pero Diágoras creía que ni siquiera Ganímedes, el copero de los dioses, hubiera podido competir con la belleza de su semblante, a veces un poco malicioso, sobre todo al sonreír, pero hermoso hasta el escalofrío cuando el muchacho adoptaba una expresión de repentina seriedad, lo que tenía por costumbre hacer mientras escuchaba a alguien con respeto. Aquellos contrastes físicos se reflejaban en los temperamentos, aunque de modo opuesto: Eunío era muy tímido e infantil, mientras que Antiso, dotado de un aura de bella jovencita, poseía en cambio el carácter enérgico del auténtico líder.

– ¿Me llamabais, maestro? -susurró Eunío nada más abrir la puerta.

– Pasa, te lo ruego. También deseo hablar contigo.

Eunío comentó, con increíble rubor, que el paidotriba lo había llamado para unos ejercicios, y que tenía que desvestirse y marcharse pronto.

– No tardaremos, hijo, te lo aseguro -dijo Diágoras.

Lo puso rápidamente en antecedentes y repitió su petición. Hubo una pausa. El balanceo de los sonrosados pies de Antiso acreció su ritmo.

– No sabemos mucho más sobre la vida de Trámaco, maestro -dijo este último, siempre dulce, aunque resultaba evidente la antítesis entre su lozana firmeza y el ruboroso apocamiento de Eunío-. Conocíamos los rumores sobre su relación con esa hetaira, pero en el fondo no creíamos que fueran ciertos. Trámaco era noble y virtuoso -«Lo sé», asintió Diágoras, al tiempo que Antiso proseguía-: Casi nunca se reunía con nosotros después de sus lecciones en la Academia, ya que tenía que cumplir deberes religiosos. Su familia es devota de los Sagrados Misterios…

– Comprendo -Diágoras no le dio mayor importancia a aquella información: muchas familias nobles de Atenas profesaban la fe de los Misterios de Eleusis-. Pero yo me refiero a las compañías que frecuentaba… No sé… Quizás otros amigos…

Antiso y Eunío se miraron entre sí. Eunío había comenzado a despojarse de su túnica.

– No sabemos, maestro.

– No sabemos.

De improviso, el gimnasio entero pareció temblar. Las paredes resonaron como si fueran a resquebrajarse. Una multitud enfervorizada aullaba en el exterior, animando a los luchadores, cuyos mugidos, enloquecidos, eran ahora claramente audibles.

– Una cosa más, hijos… Me sorprende que Trámaco, hallándose tan preocupado, decidiera de buenas a primeras salir a cazar en solitario… ¿Era ésa su costumbre?

– Lo ignoro, maestro -dijo Antiso.

– ¿Qué opinas tú, Eunío?

Algunos objetos de la habitación cayeron al suelo debido a la creciente vibración: la ropa colgada de las paredes, una pequeña lámpara de aceite, las fichas de inscripción para los sorteos de competiciones… [22]

– Yo creo que sí -murmuró Eunío. El rubor teñía sus mejillas.

Las fuertes, cuadrúpedas pisadas, se aproximaban cada vez más.

Una estatuilla de Poseidón se tambaleó en la repisa de la pared y cayó al suelo haciéndose añicos.

La puerta del vestuario retumbó con un ruido espantoso. [23]

– Oh, buen Eunío, ¿recuerdas acaso ocasiones parecidas? -inquirió Diágoras con suavidad.

– Sí, maestro. Al menos dos.

– Así pues, ¿Trámaco acostumbraba a cazar en solitario? Quiero decir, hijo, ¿era una decisión normal en él, aunque le preocupara cualquier otro asunto?

– Sí, maestro.

Una terrible embestida combó la puerta. Se escuchaban arpaduras de pezuñas, bufidos, el poderoso eco de una enorme presencia exterior.

Eunío, completamente desnudo -salvo la cinta perfecta que albergaba sus cabellos negros-, extendía con calma sobre sus muslos un ungüento color tierra.

Diágoras, tras una pausa, recordó la última pregunta que debía hacer:

– Fuiste tú, Eunío, quien me dijo aquel día que Trámaco no asistiría a las clases porque había ido a cazar, ¿no es cierto, hijo?

– Creo que sí, maestro.

La puerta soportó un nuevo embate. Saltaron miríadas de astillas sobre el manto de Heracles Póntor. Se oyó un mugido de rabia.

– ¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él mismo? -Eunío asintió-. ¿Y cuándo? Quiero decir: tengo entendido que partió de madrugada, pero la tarde anterior había estado hablando conmigo y nada me reveló sobre su intención de marcharse a cazar. ¿Cuándo te lo dijo?

Eunío no respondió enseguida. El pequeño hueso de su nuez embistió su torneado cuello.

– Esa… misma… noche, creo, maestro…

– ¿Lo viste esa misma noche? -Diágoras enarcó las cejas-. ¿Solías reunirte con él por las noches?

– No… Me parece que… fue antes.

– Comprendo.

Hubo un breve silencio. Eunío, descalzo y desnudo, con la doble piel del ungüento brillando en sus muslos y hombros, colgó cuidadosamente la túnica del gancho que llevaba su nombre. Sobre una repisa instalada encima del gancho se hallaban algunos objetos personales: un par de sandalias, alabastros de ungüentos, un rascador de bronce para cepillarse tras los ejercicios y una pequeña jaula de madera con un diminuto pájaro en su interior; el pájaro agitó las alas con violencia.

– El paidotriba me espera, maestro… -dijo entonces.

– Claro, hijo -sonrió Diágoras-. Nosotros también nos vamos.

Obviamente incómodo, el desnudo adolescente dirigió una mirada de reojo a Heracles y volvió a disculparse. Pasó por entre los dos hombres, abrió la puerta -que, casi destrozada, se desprendió de sus goznes- y salió de la habitación. [24]

Diágoras se volvió hacia Heracles esperando cualquier señal que le indicara que ya podían marcharse, pero el Descifrador observaba a Antiso sonriendo:

– Dime, Antiso, ¿qué es lo que te da tanto miedo?

– ¿Miedo, señor?

Heracles, que parecía muy divertido, extrajo un higo de la alforja.

– ¿Cuál es el motivo, si no, de haber elegido servir en el ejército lejos de Atenas? Desde luego, si yo sintiese el mismo miedo que tú, también intentaría huir. Y lo haría con una excusa tan plausible como la tuya, para que, en lugar de cobarde, me considerasen justo lo opuesto.

– ¿Me llamáis cobarde, señor?

– En modo alguno. No te llamaré ni cobarde ni valiente hasta que no conozca la razón exacta de tu miedo. El valor se diferencia de la cobardía únicamente en el origen de sus temores: quizá la causa del tuyo sea de tan espantosa naturaleza que cualquiera en su sano juicio elegiría huir de la Ciudad lo antes posible.

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[22] ¿Qué está ocurriendo? ¡Pues que el autor lleva la eidesis hasta su máxima expresión! El absurdo estruendo en que se ha convertido la pelea de pancratistas sugiere el furioso ataque de algún enorme animal (lo que se corresponde con todas las imágenes de embestidas «violentas» o «impetuosas» que han ido apareciendo en el capítulo, así como con las referidas a «cuernos»): en mi opinión, se trata del séptimo Trabajo de Heracles, la captura del salvaje y enloquecido Toro de Creta. (N. del T.)

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[23] Me apresuro a explicarle al lector lo que está sucediendo: la eidesis ha cobrado vida propia, se ha transformado en la imagen que representa -en este caso, un toro enloquecido- y ahora embiste la puerta del vestuario donde se desarrolla el diálogo. Pero adviértase que la actividad de esta «bestia» es exclusivamente eidética, y, por tanto, los personajes no pueden percibirla, de igual forma que tampoco podrían percibir, por ejemplo, los adjetivos que ha empleado el autor para describir el gimnasio. No se trata de ningún suceso sobrenatural: es, simplemente, un recurso literario utilizado con el único propósito de llamar la atención sobre la imagen oculta en este capítulo -recordemos las «serpientes» del final del capítulo segundo-. Así pues, suplico al lector que no se sorprenda demasiado si el diálogo entre Diágoras y sus discípulos continúa como si tal cosa, indiferente a los poderosos ataques que sufre la habitación. (N. del T.)

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[24] Como hemos dicho, los acontecimientos eidéticos -la puerta destrozada, las embestidas salvajes- son exclusivamente literarios, y, por ende, sólo los percibe el lector. Montalo, sin embargo, reacciona como los personajes: no se entera de nada. «La sorprendente metáfora de la bestia mugidora», afirma, «que parece destrozar literalmente el realismo de la escena e interrumpe en varias ocasiones el mesurado diálogo entre Diágoras y sus discípulos (…), no parece tener otro objetivo que la sátira: una crítica mordaz, sin duda, de las salvajes luchas que los pancratistas practicaban en aquellos tiempos». ¡Sobran comentarios! (N. del T.)

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