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En agosto llegaron noticias de que había caído Badajoz en manos de los nacionales, a quienes ahora en nuestro bando se llamaba «facciosos», que todavía sonaba más feo que «fascistas». Por lo que se contaba, habían cometido auténticas atrocidades durante la toma de la ciudad, y sobre todo después, cuando muchas personas que les habían plantado cara fueron fusiladas. Pero a mi padre no era eso lo que más le preocupaba, como supe un día que le oí discutir con el tío Arturo.

Apenas lo habíamos visto desde que lo soltaron, porque el tío era una personalidad destacada del Frente Popular y ahora, con todo lo que estaba pasando, tenía montones de cosas que hacer. Recuerdo que aquel día, en mi casa, lo vi muy cambiado. En tan sólo unas semanas había adelgazado varios kilos. Pero no fue en su aspecto, sino en su forma de ser, donde noté los mayores cambios. Se movía muy deprisa, caminando de un lado a otro, y gesticulaba al hablar como nunca había hecho. Y también me fijé en que volvía la cabeza todo el tiempo, como si temiera que fueran a atacarlo por la espalda. ¿De qué tenía miedo mi tío? Pensé que muy grave debía de ser la situación cuando hasta un hombre de su temple estaba tan asustado.

– Pero Eloy -le decía el tío Arturo a mi padre-, es lógico que haya detenciones. No se puede dejar en libertad a los facciosos que apoyaron la sublevación. En cuanto a los desmanes de los milicianos, ¿qué quieres que te diga? Son tiempos revueltos. Es difícil controlar a los más radicales.

Algo sabía yo de lo que hablaban, pues desde que la República había recuperado la ciudad, también aquí se habían cometido barbaridades. La primera semana, sobre todo, fue igual de mala que la «Semana Fascista», con la misma sensación de miedo y de peligro flotando en el aire. La entrada de las tropas republicanas había sido de una violencia horrible. Le habían disparado a todo el mundo que se les cruzó por la calle, sin importarles que fuera militar o civil, que estuviera armado o que simplemente hubiera bajado a comprar el pan. Los peores habían sido los marineros de un barco de guerra llamado el Jaime I, que fueron quienes asesinaron al señor que tenía la zapatería de la esquina de nuestra calle. Lo habían cosido a tiros en la puerta de la Telefónica, los muy bárbaros.

Después las cosas se calmaron, pero entonces empezaron las detenciones. Habían encarcelado a tanta gente que ahora casi todo el mundo tenía algún amigo o pariente en la cárcel. Por contar algún caso, se habían llevado al notario Torres, el padre de mis amigas. También me dijeron que su hijo Paquito había tenido que huir a la zona nacional, porque tenía miedo de que lo fusilaran sin juicio, como les había pasado a otros falangistas. Se rumoreaba que, cada dos por tres, los milicianos se presentaban en la cárcel y sacaban a quienes les parecía bien para matarlos. Otros ni siquiera habían llegado a estar presos, pues se los habían llevado de su casa para «darles el paseo». A mucha gente de dinero le habían quitado sus viviendas y sus negocios. Pero con quien la tenían tomada de verdad era con los curas y las monjas, que habían tenido que salir huyendo. En nuestra parroquia no había quedado ni una sola imagen entera. Habían hecho una gran hoguera con los santos y los retablos, y habrían quemado también al párroco si lo hubieran encontrado por allí. En la vacía nave de la iglesia se guardaban ahora los camiones de la CNT. Después de todas aquellas atrocidades, los milicianos habían dejado de parecerme tan valientes.

– No era esto lo que queríamos, Arturo -le dijo mi padre al tío-. Los crímenes son crímenes, no importa quién los cometa. Y mientras tanto reina la anarquía. El Gobierno no gobierna, y las autoridades hacen la vista gorda ante tanto disparate.

– Tiempo al tiempo, primo, tiempo al tiempo. El Gobierno está desbordado, pero cuando se pueda organizar la defensa, verás como las aguas vuelven a su cauce.

Pero mi padre no parecía convencido, como tampoco lo estaba yo. ¿De qué nos servía estar en zona republicana si los nuestros hacían las mismas barbaridades que los facciosos? ¿Es que no éramos mejores que ellos?

Aquel año todavía hubo Feria en septiembre. Yo habría querido hacer como en los días que siguieron al comienzo de la guerra, aislarme de todo e intentar olvidar que el mundo se estaba derrumbando a mi alrededor. Pero ya no era posible, porque todos estábamos ya girando dentro de aquel torbellino de horror. Las fiestas de aquel año 36 se llamaron «la Feria de la Libertad», y se organizaron docenas de desfiles y actos de apoyo a la República, pero la gente tenía otras cosas en qué pensar y no estaba con ánimo para festejos. Las tropas facciosas avanzaban más y más cada día, como si la «España nacional» estuviera devorando a la nuestra. Y además el precio de las cosas subía sin parar. Mi madre se echaba las manos a la cabeza cada vez que íbamos al mercado, porque el dinero cada vez valía menos y los alimentos escaseaban, incluso los más importantes, como el pan y las patatas. Algunos puestos habían cerrado, y delante de otros empezaban a verse largas colas. Por suerte, nosotros teníamos familia en el campo que nos echaba una mano y en mi casa nunca nos faltó un plato que poner en la mesa. En muchos otros hogares, en cambio, estaban pasándolo muy mal.

Por esos días empezaron también los juicios de los tribunales populares, que al menos sirvieron para que los milicianos dejaran de tomarse la justicia por su mano. Pero muchas personas que nunca le habían hecho mal a nadie acabaron en la cárcel, y algunos delante del pelotón de fusilamiento. La amargura y el rencor crecían de día en día en el corazón de la gente. Con todo lo que estaba cayendo, no es extraño que aquel año nadie tuviera ganas de fiesta.

Lo que si hacíamos era ir al cine cada vez más, como casi todo el mundo que podía permitírselo. Cuando la luz se apagaba y empezaban a proyectar la película, parecía que nuestros problemas se nos olvidaban un poco, como si las historias de la pantalla ocuparan de pronto el lugar de la realidad. A mis hermanos les gustaban mucho las películas de guerra, sobre todo una rusa que tuvo mucho éxito, Chapaiev, el guerrillero rojo. El tal Chapaiev se pasaba la película montado a caballo con su capa al viento, mientras acribillaba a tiros a no sé cuántos terratenientes y fascistas. Yo pensaba que ya teníamos bastante guerra con la nuestra, sin necesidad de que los rusos nos contaran también la suya, y no disfruté demasiado con aquella película. Además, hablaban en ruso todo el tiempo, y para enterarse de lo que decían había que leer unos letreritos que ponían debajo, lo que al cabo de un rato resultaba un tostón.

Mucho mejor me pareció Morena Clara, la última película de Imperio Argentina, con aquellas coplas tan preciosas de El día que nací yo y La falsa monea que luego cantaba todo el mundo por la calle. Fue una lástima que la quitaran tan pronto de cartel, pero se empeñaron en decir que era una película fascista. Por aquellos días eso ocurría muchas veces. Si se quería quitar de en medio a cualquier cosa o persona, bastaba con decir que era fascista: «Es fascista, fuera con ella». Así de fácil.

Aunque de todas las películas que vi, la que más me gustó fue una que pusieron en el Cervantes. Se titulaba Torzón de los monos y ocurría en la jungla africana. Aquella película era tan emocionante que mientras duraba se te olvidaban del todo las preocupaciones y los problemas. Por desgracia, no pude verla entera, porque mi madre y la tía Rosario empezaron a protestar y a decir que los artistas salían en cueros y que aquello era una vergüenza, y se empeñaron en que nos fuéramos cuando aún no habíamos visto ni la mitad.

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