Por fin habló tía Lindo:
– Waverly, déjala intentarlo de nuevo. La has obligado a trabajar demasiado rápido la primera vez. Claro que no pudo salirle bien.
Oí a mi madre comiendo una rodaja de naranja. No conocía a nadie más que hincara los dientes en las naranjas como si fueran manzanas crujientes. El sonido que producía era peor que el rechinar de dientes.
– Hacer las cosas bien requiere tiempo -siguió diciendo tía Lindo, al tiempo que meneaba la cabeza, mostrando su acuerdo consigo misma.
– Pon mucha acción -aconsejó el tío Tin-. Mucha acción, caramba, eso es lo que me gusta. Eso es todo lo que necesitas, eh, hazlo así y verás cómo te sale bien,
– Probablemente no -repliqué, y sonreí antes de llevar los platos a la pica.
Esa noche, en la cocina, comprendí que no debía hacerme ilusiones sobre mis cualidades. Era una redactora publicitaria que trabajaba para una pequeña agencia. A cada nuevo cliente le prometía: «Podemos proporcionarle el crepitar de la carne». El crepitar siempre se reducía a: «Tres beneficios, tres necesidades, tres razones para comprar», La carne era siempre cable coaxial, sistemas de transmisión multiplex T -1, convertidores de protocolo y cosas similares. Era muy eficiente en mi trabajo, y realizaba con éxito esas pequeñeces.
Abrí el grifo para lavar los platos. Ya no me sentía airada con Waverly, sino cansada y estúpida, como si hubiera corrido huyendo de alguien que me perseguía y, al mirar atrás, descubriera que no había nadie.
Cogí el plato de mi madre, el único que ella había llevado lila cocina al principio de la cena. El cangrejo estaba intacto. Alcé el caparazón y lo husmeé, tal vez porque, de entrada, el cangrejo no me gustaba. No fui capaz de distinguir qué tenía de malo.
Cuando todos se hubieron ido, mi madre se reunió conmigo en la cocina. Yo estaba colocando los platos en su sitio. Ella puso agua a hervir para hacer más té y se sentó ante la pequeña mesa de la cocina. Yo esperaba que me regañara.
– La cena ha sido buena, mamá -le dije cortésmente.
– No tan buena -replicó ella, mientras se escarbaba los dientes con un palillo.
– ¿Qué tenía tu cangrejo? ¿Por qué lo has dejado?
– No tan bueno -repitió-. Ese cangrejo se murió. Ni siquiera un mendigo lo habría querido.
– ¿Cómo puedes saberlo? No he notado ningún mal olor.
– ¡Puedo saberlo antes de cocinado! -Se había levantado y miraba la noche a través de la ventana-. Lo meneé antes de echado a la cacerola. Las patas… caídas. La boca… muy abierta, ya era como una persona muerta.
– ¿Por qué lo cocinaste si sabías que ya estaba muerto?
– Pensé que… quizás acababa de morir. Tal vez no tendría muy mal sabor. Pero noté el olor, el sabor a muerto, la falta de firmeza.
– ¿Y si otro hubiera cogido ese cangrejo?
Mi madre me miró sonriente.
– Sólo tú cogerías ese cangrejo, nadie más. Eso ya lo sabía. Todos los demás quieren las cosas de la mejor calidad. Tú piensas de una manera diferente.
Parecía decir esto, en cierto modo, como si fuese una prueba… una prueba de algo bueno. Siempre decía cosas que no tenían ningún sentido, que parecían buenas y malas al mismo tiempo.
Estaba guardando el último plato desportillado cuando recordé algo más.
– Mamá, ¿por qué no usas la vajilla que te regalé? Si no te gusta, deberías habérmelo dicho. Podría haberla cambiado por otra.
– Claro que me gusta -replicó irritada-. Al principio pensé que era tan buena que quería conservada, y luego me olvidé de que la tenía.
Entonces, como si acabara de caer en la cuenta, desenganchó el cierre de su collar de oro y se lo quitó, depositando la cadena con el colgante de jade en su palma. Me cogió la mano y puso en ella el collar. Luego me cerró los dedos a su alrededor.
– No, mamá -protesté-. No puedo aceptado.
– Nata, nata (Cógelo, cógelo) -me dijo, como si me regañara, y siguió diciendo en chino-: Hace mucho tiempo que quería darte este collar. Mira, lo he llevado sobre mi piel, de modo que cuando lo pongas sobre la tuya comprenderás cuál es su significado. Esto es la importancia de tu vida.
Miré el collar, el colgante de jade verde claro. Quería devolvérselo. No deseaba aceptarlo. Pero, por otro lado, me sentía como si me lo hubiera tragado.
– Me lo das sólo por lo que ha sucedido esta noche -le dije finalmente.
– ¿Qué ha sucedido?
– Lo que ha dicho Waverly. Lo que han dicho todos.
– ¡Bah! ¿Por qué escuchas a ésa? ¿Por qué quieres ir tras ella, persiguiendo sus palabras? Ella es como este cangrejo. -Tocó un caparazón en el cubo de basura-. Siempre camina de lado, se mueve torcida. Tú puedes hacer que tus piernas vayan en la otra dirección.
Me puse el collar y lo noté frío sobre mi piel.
– Este jade no es muy bueno -dijo con naturalidad, tocando el colgante, y entonces añadió en chino-: Es jade joven. Ahora tiene un color muy claro, pero si lo llevas a diario se volverá más verde.
Mi padre no come bien desde la muerte de mi madre. Por eso estoy aquí, en la cocina, preparándole la cena. Estoy cortando rebanadas de tofu, para hacerle un plato de requesón de saja picante. Mi madre solía decirme que los platos calientes restauran el espíritu y la salud, pero yo le hago esto sobre todo porque sé que a él le gusta y conozco la manera de prepararlo. Me agrada su olor: el jengibre, las cebolletas, la salsa de guindillas rojas que me cosquillea la nariz en cuanto abro el tarro.
Oigo el ruido de las viejas tuberías que entran en acción en el piso de arriba, y el chorro del grifo de la pila se convierte en un hilillo de agua. Uno de los inquilinos debe de estar duchándose. Recuerdo la queja de mi madre: «Aunque no quieras tenerlos, sigues con ellos». Ahora sé lo que quería decir.
Mientras aclaro el tofu en la pila, me sobresalta una masa oscura que aparece de repente en la ventana. Es el gatazo de arriba, que sólo tiene una oreja. Está en el alféizar, frotando su flanco contra la ventana.
Me alivia pensar que, al fin y al cabo, mi madre no mató a ese gato. Entonces veo que se restriega con más vigor contra el vidrio de la ventana y empieza a levantar la cola.
– ¡Lárgate de aquí! -le grito, y golpeo la ventana tres veces. Pero el gato se limita a entrecerrar los ojos, yergue su única oreja y me replica con un siseo.