Cuando pasaron alrededor de la mesa la fuente de humeantes cangrejos, Waverly fue la primera en servirse y eligió el mejor crustáceo, el más brillante y rollizo, que depositó en el plato de su hija. Luego eligió el mejor de los restantes para Rich y cogió otro buen ejemplar para ella. Y como había aprendido de su madre esta habilidad de escoger lo mejor, era muy natural que la señora Jong supiera elegir los mejores cangrejos que quedaban para su marido, su hijo, la novia de éste y ella misma. Y mi madre, naturalmente, examinó los cuatro últimos cangrejos y ofreció el que parecía mejor al abuelo Chong, porque tenía cerca de noventa años y se merecía esa clase de respeto, y luego eligió otro bueno para mi padre. Quedaron, pues, dos cangrejos en la fuente: uno grande, de color naranja desvaído, y el número once, el de la pata arrancada.
Mi madre agitó la fuente delante de mí.
– Cógelo, ya está frío -me dijo.
Desde aquel día de mi cumpleaños en que vi el cangrejo hervido vivo, no era muy aficionada a ese manjar, pero sabía que no podía rechazarlo. Las madres chinas no expresan el amor que sienten por sus hijos con besos y abrazos, sino con severos ofrecimientos de budín al vapor, menudillos de pato y cangrejo.
Pensé que lo correcto sería tomar el cangrejo al que le faltaba una pata, pero mi madre gritó:
– ¡No! ¡No! Cómete el grande. Yo no podría terminarlo.
Recuerdo los ruidos que hacían todos, quebrando los caparazones, chupando la carne de cangrejo, rebañando los restos con las puntas de los palillos… y el silencio de mi madre. Fui la única que reparó en que abría el caparazón, husmeaba el cuerpo del cangrejo y se levantaba para ir a la cocina, con el plato en la mano. Regresó sin el cangrejo, pero con más cuencos de salsa de soja, jengibre y cebolletas.
Y entonces, ya con los estómagos llenos, todos se pusieron a hablar por los codos.
– ¡Suyuan! -llamó tía Lindo a mi madre-. ¿Por qué te has puesto ese color? -Señaló con una pata de cangrejo el suéter rojo de mi madre-. ¿Cómo puedes llevar todavía ese color? -la regañó-. ¡Demasiado joven!
Mi madre actuó como si le hubiera hecho un cumplido.
– Emporium Capwell -replicó-. Diecinueve dólares. Más barato que si me lo hubiera hecho yo misma.
Tía Lindo asintió, como si el color mereciera aquel precio. Entonces dirigió la pata de cangrejo hacia su futuro yerno, Rich, y dijo:
– Fijaos en ése. No sabe comer la comida china.
– El cangrejo no es chino -dijo Waverly quejumbrosa.
Era sorprendente que Waverly siguiera hablando igual que veinticinco años atrás, cuando teníamos diez y ella me anunció en aquel mismo tono: «No eres un genio como yo».
Tía Lindo miró a su hija con exasperación.
– ¿Cómo sabes lo que es chino y lo que no lo es? -Entonces se volvió hacia Rich y le preguntó con mucha autoridad-: ¿Por qué no comes la mejor parte?
Vi que Rich le sonreía, divertido y sin el menor asomo de humildad en el semblante. Tenía el mismo color que el cangrejo de su plato: pelo rojizo, piel cremosa pálida y grandes pecas anaranjadas. Sonriente, tía Lindo le demostró la técnica apropiada, introduciendo un palillo en la parte esponjosa anaranjada.
– ¿Ves? Tienes que sacar esto. El seso es lo más sabroso. Anda, inténtalo.
Waverly y Rich se miraron e hicieron una mueca de repugnancia. Oí que Vincent y Lisa se susurraban: «Qué vulgaridad», y reían disimuladamente.
El tío Tin empezó a reír entre dientes, para hacemos saber que también él tenía su chiste personal y, a juzgar por su preámbulo de bufidos y palmadas en las piernas, debía de haberlo ensayado innumerables veces.
– Le digo a mi hija: eh, ¿por qué ser pobre? ¡Cásate con un rico! -Soltó una risotada y dio un leve codazo a Lisa, sentada a su lado-. Eh, ¿no lo captas? Te lo explicaré. Va a casarse con este muchacho, Rich, porque yo le digo: cásate con un rico. [6]
– ¿Cuándo vais a casaros? -preguntó Vincent.
– Yo podría haceros la misma pregunta -replicó Waverly. Lisa pareció azorada al ver que Vincent daba la callada por respuesta.
– ¡No me gusta el cangrejo! -gimió Shoshana.
– Bonito peinado -me dijo Waverly desde el otro lado de la mesa.
– Gracias. David siempre me hace un buen trabajo.
– ¿Quieres decir que todavía vas a ese peluquero de la calle Howard? -me preguntó, arqueando una ceja-. ¿No tienes miedo?
Percibí el peligro, pero aun así le dije:
– ¿Por qué iba a tener miedo? Siempre lo hace muy bien.
– Quiero decir que es gay -dijo Waverly-. Podría tener el sida, y te corta el pelo, que es como cortar un tejido vivo. Tal vez parezca paranoica, como madre que soy, pero es que últimamente no puedes estar nunca lo bastante segura…
Me quedé con la desagradable sensación de tener el pelo cuajado de virus.
– Deberías ver a mi peluquero, el señor Rory. Hace un trabajo fabuloso, aunque es probable que cobre más de lo que estás acostumbrada a pagar.
Sentí deseos de gritar. Mi amiga de la infancia sabía ser tan insultante… Por ejemplo, cada vez que le planteaba sencillas cuestiones sobre los impuestos, ella tergiversaba mis palabras y daba la sensación de que yo era demasiado mísera para pagar su asesoramiento legal. Decía más o menos: «La verdad es que no me gusta hablar de aspectos contributivos importantes fuera de mi despacho. Imagina que me planteas una cuestión fiscal de pasada, mientras comemos, con la informalidad propia de la situación, y yo te doy un consejo igualmente informal. Luego lo sigues y resulta que era erróneo, porque no me diste toda la información. Me sentiría muy mal, y tú probablemente también, te perjudicarías, ¿no crees?».
En aquella cena de Año Nuevo me enfureció tanto lo que había dicho de mi pelo que quise ponerla en un brete, revelar a todos los demás lo mezquina que era. Así pues, decidí sacar a colación el trabajo que había hecho por mi cuenta para su empresa, un folleto publicitario de ocho páginas sobre los servicios que ofrecía. Más de treinta días después de la presentación de mi factura, la empresa seguía sin pagarme.
– Tal vez podría permitirme los precios del señor Rory si una empresa que yo sé me pagara a su debido tiempo -le dije con una sonrisa burlona.
Me complació ver la reacción de Waverly. Estaba realmente turbada, sin habla. No pude resistir la tentación de remachar el clavo:
– Me parece muy irónico que una gran firma de gestión administrativa ni siquiera pueda pagar sus facturas a tiempo. En serio, Waverly, ¿para qué clase de empresa estás trabajando?
Ella permaneció callada y sombría.
– ¡Vamos, vamos, chicas, basta de peleas! -dijo mi padre, como si Waverly y yo aún fuésemos niñas discutiendo por un triciclo o unos lápices de colores.
– Tiene razón. Este no es el momento de hablar de esas cosas -dijo Waverly en voz baja.
– Bueno, ¿qué creéis que van a hacer los Giants en el próximo partido? -intervino Vincent, tratando de hacer gracia. Nadie se rió.
Esta vez no estaba dispuesta a dejarla escapar.
– Pero cada vez que te llamo por teléfono, tampoco puedes hablar del asunto -le dije.
Waverly miró a Rich, que se encogió de hombros. Ella se volvió hacia mí y suspiró.
– Mira, June, no sé cómo decírtelo… Ese texto que escribiste… en fin, la empresa decidió que era inaceptable.
– Estás mintiendo. Me dijiste que estaba muy bien.
Waverly suspiró de nuevo.
– Sí, te lo dije, porque no quería herir tus sentimientos.
Trataba de ver si podíamos arreglarlo de algún modo, pero no hay manera.
Y así, de improviso, empecé a debatirme, arrojada sin previo aviso a unas aguas profundas, ahogándome, desesperada.
– La mayor parte de los textos publicitarios necesitan una depuración -comenté-. Es… normal que no salgan perfectos a la primera. Debería haber explicado mejor el proceso que siguen.
– June, no creo que sea necesario…
– Las nuevas redacciones son gratuitas. Estoy tan interesada como tú en que el trabajo sea perfecto.
Waverly no pareció haberme escuchado.
– Estoy tratando de convencerles para que te paguen por lo menos parte del tiempo empleado. Sé que has trabajado mucho en ello… Te debo eso por lo menos, por haberte sugerido que lo hicieras.
– Dime simplemente lo que quieren cambiar. Te llamaré la semana próxima para que podamos revisarlo, línea por línea.
– June… no puedo -dijo Waverly con fría determinación-. No es… sofisticado. Estoy segura de que lo que haces para otros clientes es maravilloso, pero la nuestra es una gran empresa, necesitamos a alguien que comprenda… nuestro estilo. -Dijo esto último llevándose la mano al pecho, como si se refiriese a su estilo. Entonces se rió alegremente-. En fin, June, lo que has hecho… -y empezó a hablar con una voz profunda de presentadora de televisión-: Tres beneficios, tres necesidades, tres razones para comprar… Satisfacción garantizada… para sus necesidades impositivas de hoy y de mañana…
Dijo esto de una manera tan curiosa que todos lo tomaron por un buen chiste y se rieron. Y entonces, para empeorar las cosas, oí que mi madre le decía:
– Cierto, ella no puede dar lecciones de estilo. June no es sofisticada como tú. Debe de haber nacido así.
Me sorprendió comprobar lo humillada que me sentía. Una vez más, Waverly se había burlado de mí, y ahora me había traicionado mi propia madre. Hice tal esfuerzo por sonreír que el labio inferior me temblaba a causa de la tensión. Intenté buscar alguna otra cosa en la que concentrarme, y recuerdo que cogí mi plato y luego el del señor Chong, como si estuviera recogiendo la mesa, viendo nítidamente a través de las lágrimas las desportilladuras en los bordes de los viejos platos, preguntándome por qué mi madre no había puesto la nueva vajilla que le compré cinco años atrás.
La mesa estaba cubierta de caparazones de cangrejo. Waverly y Rich encendieron cigarrillos y pusieron un caparazón entre ellos a modo de cenicero. Shoshana se había acercado al piano y aporreaba las teclas con una pinza de cangrejo en cada mano. El señor Chong, que con el paso de los años se había vuelto totalmente sordo, miró a Shoshana y aplaudió diciendo: «¡Bravo! ¡Bravo!». Y, aparte de sus extraños gritos, nadie más dijo nada. Mi madre fue a la cocina y regresó con una bandeja de naranjas cortadas en porciones. Mi padre rebañaba los restos de su cangrejo. Vincent se aclaró la garganta dos veces y luego palmeó la mano de Lisa.