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– Shemma? Ah, Meimei, ¿eres tú?

Me quedé sin habla. No me había llamado Meimei, el nombre de mi infancia, desde hacía muchos años. Se irguió y reaparecieron las arrugas en su rostro, sólo que ahora parecían menos profundas, como tenues surcos de preocupación.

– ¿A qué has venido? ¿Por qué lloras? ¡Ha ocurrido algo!

No sabía qué hacer ni decir. Me parecía que en cuestión de segundos había dejado de sentirme airada por su fuerza para asombrarme de su inocencia y luego asustarme por su vulnerabilidad. Y ahora me sentía extrañamente débil, como si alguien me hubiera desenchufado y se hubiese interrumpido la corriente que me recorría.

– No ha ocurrido nada, de veras -le dije con la voz ronca-. No sé por qué estoy aquí. Quería hablar contigo… quería decirte… Rich y yo vamos a casamos.

Cerré los ojos con fuerza, esperando oír sus protestas sus lamentos, la voz seca pronunciando algún veredicto doloroso.

– Jrdaule (Ya lo sabía) -dijo ella, como para preguntarme por qué se lo decía de nuevo.

– ¿Lo sabes?

– Claro. Aunque no me lo hubieras dicho lo sabría.

Aquello era peor de lo que había imaginado. Lo había sabido desde el principio, cuando criticó el chaquetón de visón, cuando menospreció las pecas de Rich y se quejó de su manera de beber. Ella no le aprobaba.

– Sé que le odias -dije con la voz temblorosa-. Sé que no te parece lo bastante bueno, pero yo…

– ¿Odiarle? ¿Por qué crees que odio a tu futuro marido?

– Nunca quieres hablar de él. El otro día, cuando empecé a hablarte de él y Shoshana en el Exploratorium, tú… cambiaste de tema… empezaste a hablar de la cirugía explotoria de papá y entonces…

– ¿Qué es más importante, explorar la diversión o explorar la enfermedad?

Esta vez no iba a dejarla escapar.

– Y luego, al verle, dijiste que tenía lunares en la cara.

Ella me miró, perpleja.

– ¿No es eso cierto?

– Sí, pero lo dijiste sólo por malicia, para herirme, para…

– Ai-ya, ¿por qué piensas tan mal de mí? -Su rostro parecía viejo y lleno de aflicción-. Entonces crees que tu madre es muy mala. Crees que tengo una intención secreta, pero eres tú quien la tiene. Ai-ya! ¡Mi hija cree que soy tan mala!

Se sentó en el sofá, erguida y orgullosa, la boca apretada, las manos entrelazadas, los ojos abrillantados por el llanto.

¡Ah, su fuerza!, ¡sus debilidades!, una y otras tirando de mí, desgarrándome. Mi cabeza iba por un lado y mi corazón por otro. Me senté en el sofá, a su lado, cada una conmocionada conducta de la otra.

Me sentía como si hubiera perdido una batalla, aunque sin saber que estaba librando. La fatiga se apoderó de mí.

– Me voy a casa -le dije finalmente-. No me encuentro muy bien.

– ¿Estás enferma? -murmuró ella, poniéndome la mano en la frente.

– No -le dije rotundamente. Quería marcharme-. Es que… No sé lo que ocurre ahora en mi interior.

– Entonces te lo diré. -Me quedé mirándola, sorprendida. Ella continuó en chino-: La mitad de todo lo que hay dentro de ti procede del lado paterno. Eso es natural. Son del clan Jong, gente de Cantón, buena y honesta, aunque a veces tengan mal genio y sean tacaños. Tienes un ejemplo en tu padre, ya sabes cómo puede ser a menos que le llame la atención. -Me pregunté por qué me decía eso, qué relación tenía con mi situación. Pero mi madre siguió hablando, con una ancha sonrisa, agitando la mano-. Y la mitad de lo que hay en tu interior procede de mí, tu lado materno, del clan Sun de Taiyuan.

Escribió los ideogramas en el dorso de un sobre, olvidando que no sé leer el chino.

– Somos inteligentes, muy fuertes, astutos y famosos como guerreros. Conoces a Sun Yat-sen, ¿no? -Asentí-. Pertenece al clan de los Sun, pero su familia se trasladó al sur hace muchos siglos, por lo que no es exactamente del mismo clan. Mi familia siempre ha vivido en Taiyuan, incluso desde antes de la época de Sun Wei. ¿Conoces Sun Wei?

Negué con la cabeza. Aunque seguía sin saber adónde quería ir a parar con todo aquello, me sentía tranquilizada. Parecía ser la primera vez que sosteníamos una conversación casi normal.

– Combatió contra Genghis Khan, y cuando los soldados mongoles dispararon contra los guerreros de Sun Wei… ¡ja!… sus flechas rebotaron en los escudos como la lluvia sobre las piedras. ¡Sun Wei había hecho una especie de blindaje tan fuerte que Genghis Khan creyó que era cosa de magia!

– Entonces Genghis Khan debió de inventar unas flechas mágicas -comenté-. Al fin y al cabo conquistó China.

Mi madre prosiguió como si no me hubiera oído nada.

– Eso es cierto, siempre sabemos cómo ganar. Así pues, ahora sabes lo que hay en tu interior: casi todo es buen material de Taiyuan.

– Supongo que los chinos sólo hemos evolucionado para ganar en el mercado de juguetes y aparatos electrónicos -le dije.

– ¿Cómo sabes eso? -me preguntó ella ansiosa.

– Se ve por todas partes. Made in Taiwan.

– Ai! -exclamó ella, quejumbrosa-. ¡No soy de Taiwan!

Y así, de repente, la frágil conexión que estábamos efectuando empezó a romperse.

– Nací en China, en Taiyuan -puntualizó-. Taiwan no es China.

– Bueno, creí que decías «Taiwan» porque suena del mismo modo -aduje, irritada porque le molestara un error tan poco intencionado.

– ¡Suena de un modo totalmente distinto! -dijo resoplando-. ¡El país es por completo diferente! Los que viven ahí sólo sueñan que eso es China, porque si eres chino nunca puedes apartar a China de tu mente.

Habíamos llegado a un punto muerto. Hubo una pausa de silencio y luego apareció un brillo en sus ojos.

– Escucha bien. También puedes decir que el nombre de Taiyuan es Bing. Todos los habitantes de esa ciudad la llaman así. Te será más fácil decido. Bing es un sobrenombre.

Escribió el ideograma y asentí, como si así quedara todo claro.

– Aquí ocurre lo mismo -añadió en inglés-. Llamáis La Manzana a Nueva York y Frisco a San Francisco.

– Nadie llama así a San Francisco! -repliqué, riendo-. La gente que la llama así es tonta.

– Ahora comprendes lo que quiero decir -dijo mi madre en tono triunfante.

Sonreí. Era cierto, por fin la comprendía. No lo que acababa de decir, sino lo que había sido verdadero desde el principio.

Vi por qué había estado luchando: era por mí, una niña asustada que huyó mucho tiempo atrás hacia un lugar que imaginaba más seguro. Y oculta en aquel lugar, detrás de mis barreras invisibles, sabía lo que había al otro lado: sus ataques laterales, sus armas secretas, su misteriosa habilidad para descubrir mis puntos más débiles. Pero en el breve instante en que me asomé por encima de las barreras, pude ver por fin lo que realmente había allí: una anciana con una freidora por armadura, una aguja de hacer punto por espada, gruñendo un poco mientras esperaba pacientemente a que su hija la invitara a pasar.

***

Rich y yo hemos decidido aplazar nuestra boda. Mi madre dice que julio no es una buena época para ir a China de luna de miel. Lo sabe bien porque ella y mi padre acaban de regresar de un viaje a Pekín y Taiyuan.

– En verano hace demasiado calor. ¡Te saldrán más lunares y entonces toda la cara se te pondrá roja! -le dice a Rich, y éste sonríe, hace un gesto con el pulgar hacia mi madre y me comenta:

– ¿Puedes creer lo que sale de su boca? Ahora sé de dónde de has sacado tu naturaleza dulce y llena de tacto.

– Debéis ir en octubre. Es la mejor época. No hace mucho calor ni mucho frío. Yo también estoy pensando en volver por entonces -dice con firmeza, pero se apresura a añadir-: ¡No con vosotros, por supuesto!

Me río nerviosamente y Rich bromea:

– Eso sería estupendo, Lindo. Podrías traducirnos los menús y asegurarte de que no comemos serpientes o perros por error.

A punto estoy de darle un puntapié.

– No, no es eso lo que quiero decir -insiste mi madre-. No os pido tal cosa.

Y yo sé lo que quiere decir realmente. Le encantaría ir a China con nosotros, y yo lo detestaría. Tres semanas aguantando sus quejas sobre los palillos sucios y la sopa fría, tres comidas al día… No, sería un desastre.

Pero por otro lado la idea me parece muy acertada. Los tres dejaríamos atrás nuestras diferencias, nos sentaríamos lino junto al lado en el avión, despegaríamos, nos alejaríamos de Occidente rumbo al Oriente.

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