Tras meditarlo largamente, se me ocurrió un plan brillante. Ideé una manera para que Rich y mi madre se conocieran y él se ganara su simpatía. Lo arreglé de modo tal que mi madre quisiera preparar una comida especial para él. Tía Suyuan echó una mano. Era amiga de mi madre desde hacía mucho tiempo y estaban muy unidas, lo cual significaba que se atormentaban continuamente con jactancias y secretos. Y yo le ofrecí a tía Su un secreto del cual jactarse.
Un domingo, después de pasear por North Beach, le sugerí a Rich que hiciéramos una visita por sorpresa a tía Su y tío Canning. Vivían en Leavenworth, unas pocas manzanas al oeste del apartamento de mi madre. Caía la tarde, y llegamos cuando tía Su estaba haciendo la cena.
– ¡Cenad con nosotros! -insistió.
– No, no, sólo pasábamos por aquí y…
– Ya he hecho suficiente comida. ¿Veis? Una sopa para cuatro. Si no la tomáis, a la basura. ¡Una pérdida!
¿Cómo podíamos negamos? Tres días después, Rich y yo enviamos una carta de agradecimiento a tía Suyuan. «Rich me ha dicho que fue la comida china más deliciosa que ha probado jamás», le escribí.
Y al día siguiente mi madre me llamó e invitó a una cena para celebrar tardíamente el cumpleaños de mi padre. Mi hermano Vincent iría con su novia, Lisa Lum. Yo también podía ir acompañada de un amigo.
Sabía que iba a hacer eso, porque mediante sus habilidades culinarias mi madre expresaba su amor, su orgullo, suponer, y demostraba que sabía más que tía Su.
– Luego no te olvides de decirle que su comida ha sido la mejor que has probado jamás, mucho mejor que la de tía Su -le dije a Rich-. Créeme.
La noche de la cena me senté en la cocina, mirando cómo trabajaba, esperando el momento apropiado para hablarle de nuestros planes de matrimonio, nuestra decisión de casarnos en julio, unos siete meses después. Ella estaba cortando una berenjena y al mismo tiempo hablaba de tía Suyuan:
– Sólo sabe cocinar mirando una receta. En cambio, yo tengo las instrucciones en los dedos. ¡Me basta el olfato para saber qué ingredientes secretos debo añadir!
Cortaba con tal ferocidad, aparentemente sin prestar atención a la afilada cuchilla, que temía que las puntas de sus dedos se convirtieran en uno de los ingredientes del plato ce cerdo desmenuzado con berenjena.
Confiaba en que ella dijera primero algo sobre Rich. Había visto su expresión cuando abrió la puerta, la forzada sonrisa mientras le miraba de la cabeza a los pies, confrontando su evaluación con la que ya le había dado tía Suyuan. Traté de prever las críticas que le haría.
Rich no sólo no era chino, sino que tenía varios años menos que yo y, por desgracia, parecía mucho más joven con el cabello rojizo y rizado, la piel suave y pálida y las pecas anaranjadas en la nariz. Era más bien bajo y de complexión maciza. Enfundado en su traje de calle oscuro, tenía un aspecto agradable pero fácil de olvidar, como el sobrino de alguien en un funeral. Por eso no me fijé en él durante el primer año que trabajamos juntos. Pero mi madre reparó en todo.
– Bueno, ¿qué te parece Rich? -le pregunté finalmente, reteniendo el aliento.
Ella echó la berenjena en el aceite hirviendo, produciendo un ruido estridente, chirriante, airado.
– Tiene demasiados lunares en la cara -replicó. Sentí como si me clavaran alfileres en la espalda.
– Son pecas, y las pecas son una señal de buena suerte, ¿sabes? -Hablé un tanto acaloradamente, alzando la voz para hacerme oír por encima del estrépito de la cocina.
– ¿Ah, sí? -dijo ella, con tono de inocencia.
– Sí, cuantos más lunares, mejor. Todo el mundo sabe eso.
Ella reflexionó un momento y luego sonrió y habló en chino:
– Tal vez sea cierto. De pequeña tuviste la varicela. Te salieron tantas manchas que tuviste que quedarte diez días en casa, y por eso pensaste que eras afortunada.
No pude salvar a Rich en la cocina, como tampoco pude hacerlo más tarde, en el comedor.
Rich había llevado una botella de vino francés, sin saber que mis padres no serían capaces de apreciarlo. Ellos ni siquiera tenían copas de vino. Luego cometió el error de llenar no una sino dos veces un vaso de vidrio mate, cuando los demás tomaron un dedo, «sólo para probado»,
Cuando le ofrecí a Rich un tenedor, él insistió en usar los resbaladizos palillos de marfil, que sostenía extendidos como las patas patizambas de un avestruz, mientras cogía un gran pedazo de berenjena empapada en salsa. A medio camino entre el plato y su boca abierta, la berenjena le cayó sobre la impecable camisa blanca y se deslizó hacia la entrepierna. Pasaron varios minutos antes de que Shoshana dejara de reír ruidosamente.
Entonces se sirvió grandes porciones de gambas y guisantes, sin darse cuenta de que lo cortés era tomar sólo una cucharada, hasta que todos los demás se hubieran servido un poco. Rechazó las legumbres verdes salteadas, las tiernas y caras hojas de las plantas de habichuelas arrancadas antes de que los brotes se convirtieran en judías, y Shoshana se negó también a comerlas, señalando a Rich: «¡El no las ha comido! ¡El no las ha comido!».
Creyó ser cortés al rechazar segundas porciones cuando debería haber seguido el ejemplo de mi padre, que aceptaba ostentosamente segundas, terceras y hasta cuartas porciones pequeñas, diciendo siempre que no podía resistirse a tomar otro bocado de tal o cual cosa, y luego quejándose porque estaba tan repleto, según él, que iba a reventar.
Pero lo peor fue cuando Rich criticó la comida de mi madre sin saber siquiera lo que estaba haciendo. Como manda la costumbre china, mi madre siempre hacía observaciones en menoscabo de su propia habilidad culinaria. Aquella noche decidió hacer de su famoso cerdo al vapor con verduras confitadas, que siempre servía con especial orgullo, el blanco de su denigración.
– Ai! Este plato no bastante salado, no tiene sabor -se quejó tras probar un bocado-. No se puede comer.
Con esto daba pie a los comensales para que comieran un poco y proclamaran que era el mejor plato que había cocinado jamás. Pero antes de que pudiéramos hacerlo, Rich le dijo:
– Mire, todo lo que necesita es un poco de salsa de soja.
Y procedió a verter un río del salado líquido negro en la fuente del cerdo, ante los ojos horrorizados de mi madre.
Aunque confié durante toda la cena en que ella viera de algún modo la amabilidad de Rich, su sentido del humor y su encanto juvenil, sabía que su comportamiento había sido intolerable para ella.
Rich, por supuesto, tenía una opinión diferente sobre el desarrollo de la velada. Aquella noche, una vez en casa y tras acostar a Shoshana, me dijo humildemente:
– Creo que lo hemos hecho muy bien, cariño.
Tenía el aspecto de un perro dálmata, jadeante, leal, esperando que le den unas palmaditas.
– Humm -repliqué.
Me estaba poniendo una camisa de dormir vieja, señal de que no tenía ganas de atenciones amorosas. Aún me estremecía al pensar en los firmes apretones de mano que Rich, había dado a mis padres, con la misma familiaridad que empleaba con sus nuevos y nerviosos clientes. «Linda, Tim», les dijo. «Estoy seguro de que volveremos a vemos pronto.» Mis padres se llaman Lindo y Tin Jong, y nadie, excepto unos pocos viejos amigos de la familia, les llama jamás por su nombre de pila.
– Dime, ¿cómo reaccionó cuando se lo dijiste?
Supe que se refería a nuestro matrimonio. Anteriormente le había dicho a Rich que primero hablaría con mi madre y dejaría que ella le diera la noticia a mi padre.
– No he tenido ocasión de decírselo -repliqué.
Y era cierto. ¿Cómo podría haberle dicho a mi madre que íbamos a casarnos si cada vez que estábamos a solas ella comentaba cuánto vino caro le gustaba beber a Rich, o lo pálido y enfermizo que parecía, o lo triste que estaba Shoshana?
Rich me sonrió.
– ¿Tanto cuesta decirles: «Mamá, papá, voy a casarme»?
– No lo entiendes. No puedes comprender a mi madre.
Rich meneó la cabeza.
– ¡Uf! En eso tienes razón. Habla un inglés tan malo… ¿Sabes? Cuando hablaba de ese tipo muerto que sale en Dinastía, creí que se refería a algo que sucedió en China hace mucho tiempo.
***
Aquella noche, después de la cena, permanecí despierta en la cama, tensa. Sentía una profunda decepción por el último fracaso, empeorada por el hecho de que Rich no parecía darse cuenta de nada. Era tan patético… Me sobresalté al repetir esas palabras. ¡Tan patético! Mi madre volvía a influir en mí, me hacía ver negro donde antes veía blanco. En sus manos era siempre un peón, sólo podía huir, mientras que ella era la reina, capaz de moverse en todas las direcciones, implacable en su persecución, capaz de descubrir mis puntos débiles.
Me desperté tarde, con los dientes apretados y los nervios de punta. Rich ya se había levantado y duchado, y estaba leyendo el periódico dominical.
– Buenos días, muñeca -me dijo entre los crujidos que hacía al masticar copos de maíz.
Me puse el chándal y los zapatos de correr, salí de casa, subí al coche y me dirigí al piso de mis padres.
Marlene estaba en lo cierto. Tenía que decirle a mi madre… que sabía lo que estaba haciendo, no se me ocultaban sus tretas para que me sintiera desdichada. Cuando llegué a la casa había acumulado suficiente ira para detener un millar de cuchillos lanzados contra mí.
Mi padre abrió la puerta y pareció sorprenderse al verme.
– ¿Dónde está mamá? -le pregunté, procurando ocultar mi agitación. El señaló la sala, al fondo.
La encontré profundamente dormida en el sofá, con la cabeza apoyada en un pequeño tapete blanco bordado. Tenía la boca abierta y todas las arrugas de su rostro se habían esfumado. Con esa suavidad de la cara parecía una muchacha frágil, cándida e inocente. Un brazo le colgaba límpido al lado del sofá, el pecho estaba quieto, toda su fuerza había desaparecido. No tenía armas ni estaba rodeada de demonios. Parecía impotente, derrotada.
Entonces se apoderó de mí el temor de que tuviera aquel aspecto porque era cadáver, que hubiera muerto mientras yo tenía pensamientos terribles acerca de ella. Había deseado apartarla de mi vida y ella accedió, saliendo de su cuerpo para huir de mi odio intenso.
– ¡Mamá! -grité-. ¡Mamá! -Se me quebró la voz y empecé a llorar.
Ella abrió los ojos lentamente y movió las manos.