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Un nostálgico manantial debe fluir de la mujer, espera el joven, y, tumbado satisfecho boca abajo, hostiga a las hormigas en su hormiguero con un palito. Los ágiles animalillos salen y echan a volar en todas direcciones. Son difíciles de atrapar, pero a veces, como los sueños, vienen sin ser llamados. Entonces se puede meter el tosco bloque y depositar una carga. Los cuerpos deben arder siempre. De eso nos encargamos con todo lo que tenemos, sólo para que el sexo vibre un poco; no podemos dejarlo en paz, hay que andar prendiendo siempre con el mechero. Los troncos que antes parecían seguros han de ser abatidos sólo para que abramos los brazos y podamos recalentar y tragar una y otra vez la vida, que de todas formas nos han regalado. Y los exiguos ríos de vida de la mujer, que pronto terminan, buscan siempre una segunda corriente, con el mayor arrastre posible, con la que poder fluir en común, una hermosa serie de señales de amor, tendidas como banderas; y pilas en las que los animales meten la lengua o son engañados por la electricidad con sus propios fluidos.

A Gerti se le quita de los hombros la materia con la que estaban hechos sus sueños, y se echa en el suelo en un montón. Ella agita su ruina vital sobre este hijo de hombre, que no quiere otra cosa que palparla y llenarla lo antes posible. Testaruda, se queda pegada a este nido de luz que la iluminación interior del coche difunde sobre ella. Intenta no obstante levantarse, saltar hacia la vida de la que acaba de venir. En el techo que cubre sus dos cuerpos, está atado e inamovibles un par de esquíes. Juntos están los más amados, y siempre están dispuestos a caerse de la escalera de sus sentimientos, porque en los felices ojos de la pareja les molesta algo que no habían elegido en el menú. Enseguida se conocerán más de cerca, y manipularán hábilmente los platos de sus destinos.

En el coche hace un calor tan dulce que la sangre relumbra por el cuerpo. En la naturaleza se ha hecho entretanto un bostezante vacío. A lo lejos no gritan los niños. En este instante gruñen amordazados en las severas habitaciones de las granjas, donde sus padres han tronado al atardecer, así que a las mujeres se les pone en las manos la grandeza de los hombres en efectivo. Fuera, el aliento se hiela en la mandíbula. Sin embargo, esta madre ya está siendo buscada intensamente por sus nada allegados. Su omnipotente, el director de la fábrica, este caballo con su gigantesco abdomen, que echa humo antes de ser asado, querría poner sobre ella unos brazos y piernas desmesurados, pelar impaciente su fruta y chuparla enérgicamente, antes de penetrar con su permanente. Esta mujer está ahí para picar y morder. Él querría arrancar la piel a su mitad inferior y engullirla, todavía humeante, espaciada con su buena salsa. El miembro espera diestro entre sus muslos. Junto al pesado saco se apiña el pelo, ¡enseguida se descargará en su cabeza doblegada! Una sola mujer basta cuando el hombre, hinchado por el hambre, sigue su camino recto. Le gustaría golpear fuerte contra su vientre con los intestinos, para saber si hay alguien en casa. Y, aún de mala gana, los labios deberían separarse para, constreñidos en unas enjuagadas braguitas rosas, poderse comparar con otros, similares, conocidos con anterioridad. Además, este hombre prefiere el comercio oral y anal a todos los demás jardines de infancia del comercio carnal. ¿Qué más puede hacerse, sino refrescarse, retirar el capuchón protector, agitar los rizos y dejarse ir alegremente? Nadie se pierde, y no se oye ningún ruido.

La directora es envidiada por la mayoría de las mujeres de aquí, que tienen que arrastrar consigo su amplio cuenco, en el que los hombres, con los pies metidos en agua caliente, abren sus esclusas y sus venas. Estas pesadas yeguas campesinas sólo tienen una posibilidad de hacerse elegir: cocinar un hogar para la familia a base de ruinas y desechos. Hasta en el patio crecen sus higos, pero los hombres gustan de ir a regar surcos ajenos. Y las mujeres se quedan en casa y esperan a que las revistas ilustradas les muestren lo bien que están, porque están recogidas y secas en los pañales de usar y tirar de sus feos trabajos domésticos. Pero qué suerte… ¡sus amables jinetes gustan de montarlas!

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