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La mujer se ve obligada a detenerse. Ha estado nevando día y noche. El aire de la montaña duele. Los rayos de sol que caían por entre los árboles han desaparecido ahora. El joven frena tan violentamente, que algunos libros, que hacía mucho que se habían vuelto contra él, le caen encima. Se desparraman por el suelo del asiento delantero. La mujer mira de través la ventanilla y una cabeza que ayer por la tarde, como los hombres sin esperanza a los que aquí les arde el suelo bajo los pies, dejó pasar sin prestarle atención. Se conocen de vista, pero no se han guardado el uno dentro del otro. El estudiante menciona algunos nombres queridos que ella tendría que conocer. Las cumbres en torno brillan bajo su cofia de nieve, que llega hasta muy hondo, hasta el taller de los hombres donde se forjan los deseos de un nuevo equipo de esquí.

Entretanto el director, un hombre a prueba de impuestos, espera en su oficina, y ya no nos sirve de nada llamar a su puerta. Los hijos de los campesinos llegan a él, golpeados en casa por sus padres y rumiados por el ganado, y se arriesgan a dar el paso al grupo de salarios bajos de la Industria. Y pronto ven a las mujeres y las saludan con fuertes ladridos, mientras ellas se pintan las uñas en el coche, con el semáforo en rojo. Son nuestros pequeños invitados a la mesa puesta, para que se den cuenta pronto de que no son bienvenidos a la estructura social. Desde su sitio, ni siquiera pueden ver la mesa llena de cargas sociales, se sientan sobre los fondillos de sus pantalones de cuero y dan gritos porque alguien se presenta como su diputado y quiere beberse su concentrado de zumo vital recién exprimido. Parecen hijos de la tierra, hechos para amar y para sufrir. Pero un año después ya no elogian nada más que el rápido viaje que les pega el cabello a la cabeza, desde la motocicleta al Volkswagen usado. Y el río fluye audaz, y los acoge al fin sin hacer preguntas.

La mujer está tan cansada que parece ir a caer de bruces con toda su aún pasable figura, oculta la mayor parte de las veces por su marido. Los ojos del mundo descansan en ella aunque no haga sino dar un paso. Está enterrada bajo sus posesiones, que se alzan como olas y rompen en espuma de limpiadores suaves, de un horizonte bajo al siguiente. Entonces llegan los diligentes villanos con sus valerosos perros, y la desentierran en mil conversaciones sobre lo que hace y deja de hacer. Casi nadie podría decir qué aspecto tiene, pero lo que lleva, ¡ese canto de alabanza sí que debería oírlo la comunidad el domingo en la iglesia! Mil pequeñas voces y llamas que se elevan al cielo desde el taller sombrío en el que los periódicos han preparado a la gente para eso, y con barro los han modelado para ser recipientes. El director se encarga de la cesta de la compra, y es el gallo en el gallinero. Las mujeres del pueblo sólo son un anexo a la carne de los hombres, no, no os envidio. Y los hombres caen como heno seco sobre los impresos de los ordenadores, donde su destino está apuntado junto con las horas que tienen que hacer para poder tocar felizmente las mejores cuerdas de la vida. No queda tiempo para jugar con los niños después del trabajo. Los periódicos giran al viento como veletas, y cantando los empleados de la fábrica de papel pueden hacerse aire. En el colegio, no sé, allí todos eran buenos. Tienen que olvidarlo cuando, después, se convierten en plazas vacías en las profesiones, el comercio y la industria, o en agujeros negros en el tejido de la competición deportiva. Se les organizan juegos para la juventud del mundo, pero cuando lo saben es demasiado tarde, y resbalan siempre por la sosa pendiente delante de su casa, que por otro camino helado lleva al estanco, donde se enteran de quién ha ganado. Lo ven todo en televisión, y quieren ser cocidos en la misma delicada manera. El deporte es lo más sagrado que pueden alcanzar con sus manos atadas. Es como el vagón restaurante del tren, que no es imprescindible, pero une lo inútil con lo desagradable así se va tirando.

Saliendo de la oscuridad, la mujer del director se ve obligada a subir a ese vehículo para no congelarse. No debe ofrecer resistencia, pero tampoco quedarse a un lado, como gustan de hacer las mujeres cuando, como caminos embarrados, primero sirven la comida a su familia y luego se la amargan con sus quejas. El hombre vive todo el día de su hermosa imagen, y al llegar la noche ellas se lamentan y se quejan. Desde el palco de sus ventanas, en las que las flores y hojas forman una pinchosa defensa hacia el exterior, contemplan los arcos que otros tensan, y dejan flojos, agotados, sus propios afanes. Se visten la ropa de los domingos, cocinan para tres días, salen de la casa y se arrojan -lo que uno se busca es lo que tiene- al río o al pantano.

El estudiante observa las zapatillas de la mujer. Ayudar es su profesión. Esta mujer está quieta sobre las suelas de papel de las mujeres domadas, que, desesperadas, rumian durante horas la comida que sus familias han despreciado. Bebe un trago de una botella en edición de bolsillo que se le pone ante la boca. Ella, y las del pueblo, y todas nosotras: Volvemos el rostro, que gotea y se derrite, hacia el fogón, y contamos las cucharadas con las que nos consumimos. La mujer susurra algo al joven, ha llamado a la puerta adecuada, porque también él suele caerse, borracho, de la mesa de confraternización, de la mesa de los obligadores legales. Él repara en su mirada. Apenas susurran los sentimientos, su cabeza somnolienta se hunde en el hombro de él. En el coche chirrían las ruedas, que quieren avanzar. Un animal se yergue, ha oído el arranque, y también el joven está dispuesto a hurgar en la ropa gastada de esta mujer, en busca de algo de calderilla. Por una vez ha pasado algo distinto, algo nuevo, algo indecente, inesperado, a lo que poder después echar sobre los hombros un capote de conversaciones de apariencia trivial. Hace mucho que sus compañeros de la asociación han capturado sus primeras presas, y se han puesto por los hombros la piel que antaño fuera cepillada por una madre cariñosa. Ahora, por fin, se puede echar a los propios deseos, que tiran impacientes de la cadena, algo que comer que haya sido arrancado de otra persona, para que se hagan grandes y fuertes y un día se vean rodeados por los peces grandes en el océano de la planta del jefe. Sí, la Naturaleza habla en serio, y nos gusta encadenarla para conseguir algo contra su voluntad. ¡En vano se debate el elemento, ya lo hemos montado!

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