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La fábrica ha llegado hasta el bosque, pero hace mucho que ansia otro país en el que poder producir más barato. Los divinos carteles en las carreteras de salida del país atraen a la gente, y ya se lanzan por los railes de sus trenes eléctricos. Se ajustan las agujas, y también el Señor Director está sujeto a una Instancia Superior, mientras engulle fondos públicos. La política del propietario, al que nadie conoce, es imprevisible. A las cinco de la mañana, la gente se duerme en los semáforos, cuando tiene que hacer cien kilómetros para ir a la fábrica, y en el último cruce sucumben a la sagrada luz roja, que juega con ellos, y son muertos por no quitar el pie del acelerador y el sueño de la diversión del sábado por la tarde. Nunca más verán los delicados movimientos en la pantalla de la que, resollando y pateando, han recibido el sustento durante años.

Por eso dejan a sus mujeres resonar una vez más, para no tener que oír las trompetas del Juicio Final por lo menos hasta el próximo primero de mes. En este lugar, los rumores y los tribunales no callan nunca, y los desahuciados por los bancos beben de las canaleras y se comen las últimas migajas. Y detrás de ellos hay una mujer que querría tener dinero para la casa, y libros y cuadernos nuevos para los niños. Todos ellos dependen del director, este niño grande de carácter apacible, pero que puede cambiar de pronto como una vela al viento y estallar, y entonces todos estamos en el mismo barco y nos lanzamos rápido sobre la borda grande y tempestuosa, a la que nos hemos lanzado en el último instante porque no sabemos emplear mejor nuestro canto coral de sirena. Incluso en la cólera se nos olvida, sólo crece la úlcera en nosotros, y crecemos como la mala hierba.

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