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Nada se pierde, el Estado trabaja con lo que nosotros no vemos. ¿Adonde va nuestro dinero cuando por fin nos hemos librado de él? Las manos se sienten cálidas sobre los billetes, las monedas se funden en el puño, que sin embargo tiene que separarse de ellas. El tiempo debería detenerse a primeros de mes, para que pudiéramos mirar un poco más nuestro caliente montoncillo de dinero, que apesta y exhala el vapor de nuestro trabajo, antes de meterlo en nuestras cuentas para que haga crecer babosamente nuestras necesidades. Lo mejor es reposar en nuestro cálido y dorado estiércol. Pero el amor inquieto ya mira en torno nuestro, donde hay algo mejor que lo que ya tenemos. El esquí es algo que las personas que crecen como la hierba aquí, en su origen (¡en Mürz-zuschlag/Estiria, está el museo del esquí más famoso del mundo!), conocen sólo de vista. Están tan profundamente inclinados sobre el frío suelo que no encuentran el rastro. Otros se deslizan por delante de ellos constantemente, dejando a sus espaldas su miseria en los bosques.

Como un caballo, la mujer tira de sus riendas. Con desconcertada ropa de viaje, los extraños atraídos por los anuncios en las revistas especializadas están repantigados en su sofá, la mayoría de ellos por parejas. Ante sus vasos, las mujeres sonríen con disimulo a los que tienen enfrente, y también los miembros de sus hombres requieren esa intención: ¡pero después, adelante! Los caballeros no tienen complejos, e intercambian con gusto la bolsa de la comida. Con habilidad, se quedan de pie ante la mesa del salón y se echan las piernas de las mujeres a izquierda y derecha sobre los hombros, porque en casa ajena gusta salir, pasajeramente, de las propias costumbres, sólo para después, consolados, volver a los viejos hábitos en casa. Allí sus camas están en tierra firme, y a las mujeres, que van una vez a la semana a la peluquería, se les pasa por ellas para que florezcan. Los cuerpos acolchados rebotan en el acolchado paramento, como si nos hubiera tocado a la lotería una ilimitada provisión de vivencias. La ropa más íntima es vendida, para que la experiencia -como nosotras, las mujeres, gustamos de intentar sin resultado- sea siempre distinta cuando vienen a visitarnos para reencontrarnos y conservarnos en el sueño.

El director se ve incansablemente aguijoneado por su cuerpo y por las frivolidades de la prensa. Se toma libertades, por ejemplo gusta de orinar, como los perros, contra su mujer, después de haber hecho con ella y sus vestidos una montañita que poder descender más empinadamente. La escala del placer está abierta por arriba, para eso no necesitamos árbitros. El hombre utiliza y ensucia a la mujer como al papel que fabrica. Se cuida del bienestar y del dolor en su casa, saca ansioso su rabo de la bolsa antes aun de haber cerrado la puerta. Se lo mete en la boca a la mujer, reciente aún del carnicero, con tal fuerza que los dientes le crujen. Incluso cuando hay invitados a cenar que llevan luz a su espíritu, susurra al oído de su mujer futilidades sobre sus partes sexuales. Brutal, le mete mano por debajo del mantel, cultiva el surco de su arado, y delante de los socios juega con su terror gimiente, que tira de su cadena. La mujer no debe poder girar en torno a él, por eso la ata corto. No debe poder por menos de pensar siempre cómo podría embeberla con su solución de fuerte olor. La coge por el escote delante de los invitados, ríe y sirve los fiambres. ¿Quién de ellos no necesita papel? y el cliente satisfecho es el rey. ¿Quién no tiene sentido del humor?

La mujer sigue adelante. Durante un tiempo, ese gran perro desconocido la acompaña, esperando a ver si la puede morder en un pie, porque no lleva unos buenos zapatos. La asociación de alpinistas lo ha advertido, la Muerte espera en las montañas. La mujer da una patada al perro. Nadie más debe poder esperarla. En las casas pronto se encenderá la luz, sucederá entonces lo verdadero y lo cálido, y en las cajas de las mujeres empezarán a repicar los pequeños martillos.

El valle, atravesado por los deseos de los campesinos subarrendados, que son hijos del cielo, pero no de su jefe de personal, se estrecha cada vez más, para recoger los pasos de la mujer como una pala excavadora. Pasa de largo ante las almas inmortales de los parados, que, como ordenó el Papa, son más de año en año. Los jóvenes huyen de sus padres, y son perseguidos por sus maldiciones, agudas como hachazos, por los establos y pajares vacíos. La fábrica besa la tierra, de donde ha tomado a sus hombres, demasiado codiciosos. Tenemos que aprender a tratar racionalmente los recursos forestales y las subvenciones federales. El papel siempre será necesario. Fíjese: sin mapas, nuestros pasos conducirían al abismo. Confusa, la mujer aprieta las manos dentro de los bolsillos del pijama. Su marido se ocupa de los desocupados, créame, piensa en ellos y los entierra.

El arroyo de la montaña, en el que aquí, en su curso alto, todavía no saben nadar los productos químicos -tan sólo algunas veces, míseros desechos fecales humanos-, se agita junto a la mujer en su lecho. Las laderas se hacen más empinadas. Allá delante, tras la curva, el quebrado paisaje vuelve a soldarse. El viento se vuelve más frío. La mujer se dobla profundamente sobre sí misma. Hoy, su marido la ha levantado ya dos veces a patadas. Después su batería pareció quedar por fin vacía, y ansioso, a zancadas, abatió con sus neumáticos todos los obstáculos hasta la fábrica. El suelo cruje, pero la tierra mantiene los colmillos cerrados. A esta altura, apenas echa más que guijarros por sus bocas de volcán. Hace mucho que la mujer ya no siente los pies. Este camino lleva como mucho una pequeña serrería, cerrada la mayor parte del tiempo. Quien no tiene nada que morder, tampoco tiene nada que serrar. Estamos solos. Las pocas chozas y casitas al lado del camino son indiferentes, pero parecidas. De los tejados sale un humo antiguo. Los propietarios secan el torrente de sus lágrimas junto a la estufa. Los desperdicios se apilan junto a las letrinas, desgastadas cubetas de esmalte agotadas durante cincuenta años, y más. Montones de leña, cajas viejas, jaulas para conejos de las que salen chorros de sangre. Si el hombre mata, también matan el lobo y el zorro, sus grandes modelos. Rondan los gallineros, taimados. Sólo avanzan de noche. Muchos animales domésticos cogen por su culpa la rabia, y atentan contra los hombres, sus superiores. Se miran, comida el uno para el otro.

Muy pequeña desde nuestra perspectiva, vemos a la mujer perderse al final de su camino. El sol está ya muy bajo. Se hunde torpemente en las paredes de roca. El corazón del niño palpita en otro lugar, y lo hace por el deporte. Este hijo de hombre, el hijo de la mujer, es en realidad cobarde, huye con su instrumento hacia la planicie, y hace mucho que ya no se le oye. Ahora, como muy tarde, esta mujer tendría que regresar, delante sólo cuelga uno en la cruz, un dolor que desde entonces ha ensombrecido, grandioso, todos los demás padecimientos. En vista de la hermosa panorámica, no se sabe si habría que dilatar infinitamente el instante, y renunciar al resto del tiempo que a uno le queda. Las fotografías despiertan a menudo esa impresión, pero después nos alegramos de seguir viviendo y poder mirarlas. No es que podamos enviar ese tiempo restante que nos queda y recibir a cambio un regalo publicitario. Todo debe volver a empezar siempre, nunca debe acabar algo. La gente va al campo, y quiere traerse una impresión, arrancada al suelo por sus pies cansados. Incluso los niños no quieren otra cosa que existir, y subir lo más rápido posible al telesilla, en cuanto han saltado fuera del coche. Cobramos aliento, inocentes.

El hijo de esta mujer no ve más allá de sus narices. Sus padres tienen que hacerlo en su lugar, en su ciudad, en cuyas carreteras de salida rezan porque su hijo pueda superar a todos los demás. A punto de llorar, a veces vuelve la boca hacia la madre, el rostro desembridado, liberado ya del yugo del violín. Y después su padre. En los bares de los hoteles de la ciudad, habla del cuerpo de su mujer como de la fundación de una asociación que patrocine su fábrica, aunque pronto tenga que descender en la liga racional. De los labios del padre salen palabras punzantes y malolientes que no figuran en ningún libro. ¡No puede ser que una persona viva desgaste de ese modo y ni siquiera lea! Los siglos no consiguen someter a este hombre, que se levanta una y otra vez. ¡Jesús, que no se le pueda matar!

Esta mañana temprano, la mujer ha estado paseando arriba y abajo, confusa, por el cuerpo de guardia, un puesto de su casa en el que espera a que su marido la olfatee y venga a besuquearla. ¿Quiere zumo de naranja o de pomelo? Furioso, él señala veloz las mermeladas. Está previsto que ella le espere hasta la noche, hasta que venga a reclinar su cabeza en ella. Todos los días pone su técnica en aplicación, como lleva haciendo muchos años, y ¿no ha madurado un primoroso resultado? ¡Que alguien pueda alcanzar su objetivo como él quiere! Los hombres nacen con la diana en el pecho, y dejan que sus padres los envíen a cruzar las montañas sólo para después disparar a su vez sobre otros.

El suelo está completamente helado. Un cansado cascajo salpica las planchas, como si alguien hubiera perdido algo en este clima. El ayuntamiento ha mandado esparcir grava, para que los vehículos no se rompan las ruedas. Las aceras no han sido cubiertas. El paseo ocioso de los parados sobre sus ligeras suelas pesa sobre el presupuesto, pero apenas sobre la nieve. Y su destino conmueve a alguien cuyas manos están repletas de vasos de vino y platos del abundante buffet frío. Así, los políticos tienen que llenarse la boca de sus corazones desbordados. La mujer afirma el pie contra la acera. Aquí reina la ley del catalizador: sin añadir dinero, el entorno no reacciona ante nosotros, ambiciosos paseantes. E incluso el bosque tendría que morir. ¡Abrir las ventanas y meter dentro los sentimientos! La mujer muestra de qué está enfermo el mundo de los hombres.

Manoteando desvalida, Gerti está parada sobre una placa de hielo y se ofrece. El pijama ondula en torno a ella. Tiende las manos como para aferrar el aire. Las cornejas chillan. Lanza los miembros hacia adelante, como si hubiera sembrado tempestades y no comprendiera el viento que sopla en torno a ella en el día de la madre, o en el abrevadero de su sexo cuando la boca del hombre aparece bajo el mantel para recoger la nata. La mujer va siempre hacia la tierra, con la que a menudo es comparada para que se abra y engulla el miembro del hombre. ¿Quizá tumbarse un poco en la nieve? ¡No creería usted la cantidad de pares de zapatos que esta mujer ha dejado en casa! ¿Quién la anima siempre a comprar aún más vestidos? Para este director, las personas cuentan simplemente en tanto que son personas y son consumidas o pueden ser convertidas en consumidores. De este modo se habla a los desempleados de esta región, que han sido pensados como alimento para la fábrica y sin embargo quieren comer ellos mismos. Cuentan doble para el director si tocan un instrumento o saben cantar un gorgorito. Trémolos y armónica. El tiempo pasa, pero aún debe dirigirse a nosotros. Ni un instante de paz. El equipo estereofónico canta eternamente, ¡escúchelo si tiene paciencia, pero no un violín! La habitación se eleva, un rayo de luz llega hasta nosotros, los gastos para deporte y tiempo libre crecen beatíficamente hasta el cielo, y la gente es moldeada de nuevo sobre las mesas de operaciones hasta que se vuelve soportable.

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