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– ¡Dios mío! -gritó Ganesh-. Yo también la veo. ¡Dios mío!

– ¿La ve? ¿La ve? -El chico abrazó a Ganesh-. ¿Lo ve, cómo me persigue? ¿Ve esas manos que tiene? ¿No oye lo que dice?

– Tú y yo es uno -dijo Ganesh, todavía un poco agitado, pero sin preocuparse por la corrección del idioma-. ¡Dios mío! ¿No oyes los latidos de mi corazón? Sólo tú y yo lo vemos porque tú y yo es uno. Pero mira qué te voy a decir. Tú tienes miedo de la nube, pero la nube tiene miedo de mí. Fíjate, yo llevo años y años dando palizas a nubes como esa. O sea, que mientras estés conmigo, no te hará daño.

Al chico se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó con más fuerza a Ganesh.

– Sé que es un buen hombre.

– No puede hacerte nada mientras yo esté a tu lado. Verás: tengo poderes sobre estas cosas. Mira todos esos libros que hay en la habitación, y los escritos de las paredes y todo. Me ayudan a conseguir el poder que tengo y la nube les tiene miedo. Así que tú no te asustes. Y ahora, dime cómo pasó.

– Mañana es el día.

– ¿Qué día?

– Viene a por mí mañana.

– No digas bobadas. Vale, viene mañana, ¿pero cómo te va a llevar si estás conmigo?

– Lo lleva diciendo un año.

– ¿Cómo? ¿Qué llevas un año viéndola?

– Y cada vez es más grande.

– Bueno, vamos a ver. Tenemos que dejar de hablar de ella como si nos diera miedo. Estas cosas saben cuándo les tienes miedo, ¿sabes?, y entonces se ponen como fieras. ¿Qué tal vas en el colegio?

– Lo he dejado.

– ¿Y tus hermanos y hermanas?

– No tengo hermanas.

– ¿Y tus hermanos?

El chico emitió un fuerte grito.

– Mi hermano está muerto. El año pasado. Yo no quería verle muerto. Yo no quería que Adolphus se muriese.

– Eh, un momento. ¿Quién dice que querías que se muriese?

– Todo el mundo. Pero no es verdad.

– ¿Murió el año pasado?

– Mañana hará un año justo.

– Cuenta cómo murió.

– Le dio un golpe un camión. Le aplastó contra una pared y le hizo pedazos. Pero todo el rato intentó escaparse. Intentó salir y lo único que pudo hacer fue sacar un pie del zapato, el izquierdo. El tampoco quería morirse. Y el hielo se derretía al sol y corría por la acera al lado de la sangre.

– ¿Tú lo viste?

– Yo no lo vi, yo tendría que haber ido a por el hielo, no él. Mamá me pidió que fuera a comprar hielo para el zumo de pomelo y yo se lo pedí a mi hermano, y fue y le pasó eso. El sacerdote y todo el mundo dice que fue culpa mía y que tengo que pagar por mis pecados.

– ¿Pero quién es el imbécil que te dice eso? Bueno, es igual. Ahora no debes hablar de ello. Pero acuérdate: tú no eres el responsable. No fue culpa tuya. Yo veo más claro que el agua que tú no querías que tu hermano muriese. Y a esa nube, mañana mismo le arreglamos las cuentas, cuando se acerque tanto a ti que yo la cogeré, y se va a enterar.

– ¿Sabe una cosa, señor Ganesh? Creo que la nube le está cogiendo miedo a usted.

– Mañana la vamos a hacer correr, ya lo verás. ¿Quieres dormir aquí esta noche?

El chico sonrió, un tanto perplejo.

– Vale. Pues te vas a casa. Mañana ajustamos las cuentas a la señora Nube. ¿A qué hora dices que viene a por ti?

– No se lo he dicho. A las dos.

– A las dos y cinco vas a ser el chico más feliz del mundo. Puedes creerme.

La madre del chico y el taxista estaban sentados en la galería, el taxista en el suelo, con los pies en los escalones.

– El chico se va a poner bien -dijo Ganesh.

El taxista se levantó, se sacudió los fondillos del pantalón y escupió en el patio: por poco no le dio a los libros de Ganesh que estaban expuestos. La madre del chico también se levantó, y rodeó con un brazo los hombros de su hijo. Miró inexpresiva a Ganesh.

Cuando se marcharon, Léela dijo:

– Oye, a ver si puedes ayudar a esa señora. Me da mucha lástima. Ha estado aquí todo el rato, sin decir ni media palabra, con una carita de tristeza…

– Mira, chica, es el caso más importante que te puedes encontrar en el mundo. Sé que ese chico se muere mañana a menos que yo haga algo. Es una sensación muy rara, como si estuvieras viendo una obra de teatro y luego te das cuenta de que están matando de verdad a la gente en el escenario.

– ¿Pues sabes lo que he estado pensando? Que no me cae nada bien el taxista. O sea, viene aquí, ve todos los libros, y no dice nada. Va y me pide agua y esto y lo otro y ni siquiera me dice un triste "gracias". Y resulta que está ganando un montón de dinero trayendo aquí a esa pobre gente.

– Vamos a ver, ¿por qué tienes que ser como tu padre? ¿Por qué quieres distraerme de lo que estoy haciendo? ¿Es que prefieres que me ponga de taxista?

– No, si yo sólo estaba pensando.

Una vez que se hubo lavado las manos, después de comer, Ganesh dijo:

– Léela, tráeme la ropa, o sea, la occidental.

– ¿Adonde vas?

– Tengo que ver a alguien en lo del petróleo.

– ¿Y para qué?

– ¡Tonnerre! Anda que no preguntas cosas. Beharry y tú sois igualitos.

Léela no preguntó nada más y obedeció. Ganesh se cambió de ropa: pantalones y camisa en lugar de dhoti y koortah. Y antes de salir dijo:

– Pues mira, a veces me alegro de haber estudiado.

Volvió horas más tarde, radiante, y se puso de inmediato a recoger el dormitorio. Lo que decía Léela le daba igual. Colocó la cama en el cuarto de estar, el estudio, y la mesa del estudio en el dormitorio. Puso la mesa boca abajo y un biombo de tres hojas alrededor de las patas. Le dijo a Léela que colgara una gruesa cortina en la ventana, y revisó minuciosamente las paredes de madera para tapar todas las rendijas por las que pudiera colarse la luz. Colocó de otra forma las estampas y las citas, y le dio lugar de preferencia a la diosa Lakshmi, por encima de la mesa patas arriba, tapada con el biombo. Debajo de la diosa colocó una palmatoria.

– Da mucho susto -dijo Léela.

Ganesh recorrió la habitación en penumbra, frotándose las manos y tarareando una canción de una película hindú.

– No importa si dormimos en el estudio.

Después decidieron qué iban a hacer al día siguiente.

Quemaron alcanfor e incienso durante toda la noche en el dormitorio, y muy de mañana, Ganesh se levantó para ver cómo olía la habitación.

Léela todavía estaba dormida. Ganesh la sacudió por un hombro.

– Niña, huele bien y todo parece bien. Anda, levántate y ordeña la vaca. La ternera está mugiendo.

Se bañó mientras Léela ordeñaba la vaca y limpiaba el establo; hizo puja mientras Léela preparaba el té y roti, y cuando Léela empezó a arreglar la casa, se fue a dar un paseo. El sol no había empezado a picar; las hojas de las hierbas altas aún estaban escarchadas de rocío y los dos o tres hibiscos polvorientos de la aldea tenían flores rosas, frescas, que se encogerían antes de mediodía.

– Hoy es el gran día -dijo Ganesh en voz alta, y volvió a rezar por el éxito.

Poco después de las doce llegaron el chico, su madre y su padre, en el mismo taxi del día anterior. Vestido de nuevo con sus prendas hindúes, Ganesh le saludó en hindi, y Léela tradujo, como habían acordado. Se quitaron los zapatos en la galería y Ganesh los acompañó hasta el dormitorio en penumbra, con aroma a alcanfor e incienso e iluminado únicamente por la vela bajo la representación de Lakshmi en el loto. Las demás estampas apenas se veían en la semioscuridad: un corazón sangrante atravesado por cuchillos, supuesto retrato de Cristo, dos o tres cruces y otros dibujos de dudoso significado.

Ganesh sentó a sus clientes ante la mesa tapada por el biombo y a continuación se sentó tras el biombo, de modo que no le vieran. Con el largo y negro pelo suelto, Léela se sentó delante de la mesa, frente al chico y sus padres. En la oscuridad de la habitación resultaba difícil ver algo más que las camisas blancas del chico y su padre.

Ganesh empezó a salmodiar en hindi.

Léela le dijo al chico:

– Pregunta si crees en él.

El chico asintió, sin convicción.

Léela le dijo a Ganesh en inglés:

– Me parece que en realidad no cree en ti.

Y a continuación lo repitió en hindi. Le dijo al chico:

– Dice que tienes que creer. Ganesh continuó salmodiando.

– Dice que tienes que creer, aunque sea dos minutos, porque si no crees en él completamente, él también morirá.

El chico gritó en medio de la oscuridad. La vela se consumía lentamente.

– ¡Creo en él! ¡Creo en él! Ganesh siguió salmodiando.

– Creo en él. No quiero que se muera también.

– Dice que sólo será lo suficientemente fuerte para matar la nube si crees en él. Necesita toda la fuerza que puedes darle. El chico dejó la cabeza colgando.

– No dudo de él. Léela dijo:

– Ha cambiado la nube. Ya no te sigue a ti. Le persigue a él. Si no crees, la nube le matará, y después te matará a ti, y a mí y a tu madre y a tu padre.

La madre del chico gritó:

– ¡Ya estás creyendo, Héctor! ¡Ahora mismo! Léela insistió:

– Tienes que creer, tienes que creer.

Ganesh dejó de salmodiar de repente y el silencio estremeció la habitación. Se levantó de detrás del biombo y, otra vez salmodiando, se acercó al chico y le pasó las manos de una forma curiosa por la cara, la cabeza y el pecho.

Léela repitió:

– Tienes que creer. Estás empezando a creer. Le estás dando tu fuerza. Está tomando tu fuerza. Estás empezando a creer, está tomando tu fuerza, y la nube está asustada. La nube sigue avanzando, pero está asustada. Viene, pero está asustada.

Ganesh volvió tras el biombo.

Léela dijo:

– La nube llega. Héctor dijo:

– Sí que creo en él.

– Se acerca. Ya casi está aquí. Todavía no está en la habitación, pero se acerca. No se le puede resistir. Ganesh salmodiaba con frenesí.

Léela dijo:

– Está empezando la lucha entre ellos. Ya ha empezado. ¡Ay, Dios mío! La nube va a por él, no a por ti. ¡Dios mío! ¡La nube se está muriendo! -gritó Léela, y al mismo tiempo se oyó un ruido, como una explosión sofocada, y Héctor exclamó:

– ¡Dios mío! Lo veo. Me está dejando. Lo noto: me está dejando.

La madre dijo:

– Ay, Héctor, Héctor. No es una nube. Es el diablo. El padre de Héctor dijo:

– Y yo veo cuarenta diablillos con él.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó Héctor-. ¿Veis cómo matan la nube? Mira, mamá, la están rompiendo. ¿Lo ves?

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