Durante más de dos años Ganesh y Léela vivieron en Fuente Grove sin que pasara nada importante ni esperanzados
Desde el principio, Fuente Grove parecía poco prometedora. La Gran Eructadora había dicho que era un sitio dejado de la mano de Dios. Era una verdad a medias. Fuente Grove prácticamente no existía. Era tan pequeña, tan remota y tan despreciable que sólo aparecía en los mapas grandes del Instituto Cartográfico; el Ministerio de Obras Públicas la trataba con desprecio, y ninguna aldea pensaba siquiera en pelearse con ella. Fuente Grove no podía gustarle a nadie. Durante la estación seca, la tierra se cocía, se cuarteaba, se calcinaba, y durante la estación de las lluvias era un auténtico barrizal. Siempre hacía calor. Con árboles, habría sido diferente, pero el único árbol que existía era el mango de Ganesh.
Los aldeanos iban a trabajar a las plantaciones de caña en la oscuridad del amanecer para no sufrir el calor del día. Cuando regresaban, mediada la mañana, el rocío se había secado en la hierba, y se ponían a trabajar en sus huertos como si no supieran que lo único que podía crecer en Fuente Grove era la caña de azúcar. Pocas emociones tenían. La población era escasa y no había nacimientos, bodas ni muertes suficientes como para mantenerlos entretenidos. Un par de veces al año, los hombres hacían una excursión, todos alborotados, a un cine de San Fernando, aquel lugar lejano y de perversión. Aparte de eso, poca cosa ocurría. Una vez al año, en la fiesta de la cosecha, cuando ya se había recogido la caña de azúcar, Fuente Grove osaba hacer un despliegue de alborozo. Adornaban la media docena escasa de carros tirados por bueyes con serpentinas de crespón de color rosa, amarillo y verde; incluso ponían a los bueyes, con sus tristes ojos de siempre, cintas de colores vivos en los cuernos, y hombres, mujeres y niños golpeaban los carros con las piquetas y tamborileaban sobre las cacerolas, cantando sobre la generosidad de Dios. Era como la alegría de un niño medio muerto de hambre.
Los hombres se reunían todos los sábados por la tarde en la tienda de Beharry y se atiborraban de ron barato. Se ponían lo suficientemente contentos con sus mujeres como para darles una paliza aquella misma noche. El domingo se despertaban malos, echaban pestes contra el ron de Beharry, seguían malos todo el día, y el lunes se levantaban estupendamente, frescos como una rosa, preparados para el trabajo de la semana.
Eran esas borracheras del sábado lo que mantenía la tienda de Beharry. El no bebía porque era buen hindú y porque, como le dijo a Ganesh: "Mira, no hay nada como tener la cabeza clara." Y además, a su mujer no le parecía bien.
Beharry era la única persona de Fuente Grove de la que Ganesh se hizo amigo. Era un hombrecillo de aspecto intelectual, con una ligera tripita y el pelo gris y escaso. En Fuente Grove, sólo él leía los periódicos. Le llegaba todos los días un ejemplar del día anterior de The Trinidad Sentinel, con un ciclista de Princes Town, y se lo leía de cabo a rabo, sentado en un alto taburete delante del mostrador. Detestaba estar detrás del mostrador. "Es que me da la impresión de estar en un redil."
Al día siguiente de llegar a Fuente Grove, Ganesh fue a ver a Beharry y descubrió que estaba enterado de lo del Instituto.
– Es justo lo que le hace falta a Fuente Grove -dijo Beharry-. Vas a escribir libros y cosas, ¿no?
Ganesh asintió, y Beharry gritó: "¡Suruj!"
Un niño de unos cinco años entró corriendo en la tienda.
– Suruj, trae los libros. Están debajo de la almohada.
– ¿Todos, papá?
– Todos.
El niño llevó los libros, y Beharry se los fue dando uno a uno a Ganesh: El libro del destino de Napoleón, una edición escolar de Eothen sin tapas, tres números del Almanaque de Bookers's Drug Stores, el Gita y el Ramayana.
– A mí no me engaña nadie -dijo Beharry-. Seré cateto, pero no tonto. ¡Suruj!
El niño volvió a aparecer a todo correr.
– Cigarrillos y cerillas, Suruj.
– Pero papá, si están en el mostrador.
– ¿Es que te crees que no lo veo? Me los traes. El niño obedeció, y salió corriendo de la tienda.
– ¿Qué te parecen los libros? -preguntó Beharry, señalándolos con un cigarrillo sin encender.
Cuando Beharry hablaba, parecía un ratón. Se ponía nervioso y movía la boquita como si estuviera mordisqueando algo.
– Bien.
Entró en la tienda una mujer grandona de cara cansada.
– Poopa de Suruj, ¿es que no has oído que te estoy llamando para comer?
Beharry se mordisqueó los labios.
– Le estaba enseñando al pandit los libros que leo.
– ¡Leer! -Su rostro cansado se avivó con el desdén-. ¡Leer! ¿Quieres saber qué lee?
Ganesh no sabía adonde mirar.
– Como no esté yo al tanto, cierra la tienda y se mete en la cama con los libros. Todavía no le he visto terminar un libro, pero eso sí, no se conforma si no lee cuatro o cinco al mismo tiempo. Para algunos es peligroso aprender a leer.
Beharry volvió a meter el cigarrillo en el paquete.
– Este mundo será diferente y mejor el día que hagas un niño -dijo la mujer, saliendo a toda prisa de la tienda-. La vida ya es bastante difícil contigo, por no hablar de tus tres hijos, que no valen para nada.
Después de que se hubo marchado se produjo un breve silencio.
– La mooma de Suruj -explicó Beharry.
– Así son ellas -replicó Ganesh.
– Pero la verdad es que tiene razón. Si todos empezaran a hacer lo mismo que tú y yo, sería un mundo de locos. -Beharry se mordisqueó los labios y le guiñó un ojo a Ganesh-. Te lo digo yo. Esto de la lectura es muy peligroso.
Suruj volvió a entrar a todo correr en la tienda.
– Ella te está llamando, papá.
Tenía el tono irritado de su madre.
Cuando Ganesh salía de la tienda oyó decir a Beharry:
– ¿Cómo que ella? ¿Así llamas a tu madre? ¿Quién es ella? ¿La gata?
Ganesh oyó un bofetón.
Iba con frecuencia a la tienda de Beharry. Beharry le caía bien y le gustaba la tienda. Beharry la alegraba con anuncios de colores para artículos que él no ofrecía, y estaba tan seca y limpia como la de Ramlogan grasienta y sucia.
– No entiendo qué le ves a ese Beharry -le dijo Léela-. Piensa que puede llevar una tienda, pero a mí me da risa. Tengo que escribir a papá para contarle qué tiendas tienen en Fuente Grove.
– Hay una cosa que tienes que decirle a tu padre que haga. Montar un puesto en el mercado de San Fernando. Léela se echó a llorar.
– ¡Hay que ver lo que te mete en la cabeza ese Beharry! Ese hombre es mi padre.
Y otra vez se echó a llorar.
Pero Ganesh siguió yendo a la tienda de Beharry.
Cuando Beharry se enteró de que Ganesh iba a establecerse como sanador se mordisqueó los labios nerviosamente y movió la cabeza.
– Mira, has elegido algo bien difícil. Hoy día das una patada y te sale un sanador o un dentista. Mismamente uno de mis primos (bueno, en realidad es primo de la mooma de Suruj, pero la familia de la mooma de Suruj es como mi propia familia), un chico bien majo, también va a empezar con esto.
– ¿Qué? ¿Otro sanador?
– Un momento, espera. Las Navidades pasadas la mooma de Suruj se llevó a los niños a donde la abuela y este chico le dijo, como si tal cosa, que se iba a meter a lo de dentista. Figúrate la sorpresa de la mooma de Suruj. Y después, vamos y nos enteramos de que ha pedido dinero para comprar una de esas máquinas de dentista y que le saca las muelas a la gente, así, sin más. El muchacho va matando gente a mansalva, y le siguen yendo. La gente de Trinidad es así.
– Yo no quiero sacar muelas. Pero al chico le va bien, ¿no?
– Pues de momento sí. Ya ha pagado la máquina. Pero acuérdate de que en Tunapuna hay mucha gente. Veo que llegará un día en que a los sacamuelas les va a costar trabajo sacar dos centavos para comprar pan y un poco de mantequilla colorada.
La mooma de Suruj entró del patio acalorada y llena de polvo con una escoba de cocoye.
– Venía yo decidida a barrer la tienda, y mira lo primero que oigo. ¿Por qué llamas sacamuelas al chico? No es que no lo esté intentando. -Miró a Ganesh-. ¿Sabes que le pasa al poopa de Suruj? Pues que le tiene envidia al chico. Él no puede ni cortar las uñas de los pies, y ese chiquillo saca las muelas a personas crecidas. Le tiene una envidia tremenda al chico.
Ganesh dijo:
– Algo de razón llevas, maharaní. Es como yo y lo de ser sanador. No me voy a meter en eso así como así. Estudio y aprendo un montón, de mi padre. No es una cosa de sacamuelas.
A la defensiva, Beharry se mordisqueó los labios.
– No quería decir eso. Sólo le estaba explicando al pandit que si se establece como sanador en Fuente Grove lo va a tener difícil.
Ganesh no tardó mucho en descubrir que Beharry tenía razón. En Trinidad había demasiados sanadores, y resultaba inútil anunciarse. Léela se lo dijo a sus amigos, la Gran Eructadora a los suyos, Beharry prometió escribir a cuantos conocía, pero pocos se molestaron en ir con sus achaques hasta un sitio tan alejado como Fuente Grove. Y los aldeanos estaban muy sanos.
– Oye -dijo Léela-. Creo que no se te da bien lo de ser sanador.
Y llegó un momento en que él mismo empezó a dudar de sus poderes. Podía curar una nara, una simple dislocación de estómago, como cualquier sanador, y también la rigidez de articulaciones. Pero no se animaba a acometer operaciones más arriesgadas.
Un día fue a verle una chica con un brazo torcido. Ella parecía tan contenta, pero su madre estaba hundida, llorando.
– Lo hemos intentado con todos y con todo, pandit. No ha pasado nada. Y la chica se va haciendo mayor, pero, ¿quién va a querer casarse con ella?
Era una chica guapa, con unos ojos muy vivos en un rostro impasible. Sólo miraba a su madre; ni una sola vez miró a Ganesh.
– Veinte veces le han roto el brazo a la chica, por falta de una -añadió la madre-. Pero no se le arregla.
Ganesh sabía lo que habría hecho su padre. Le habría dicho a la chica que se tumbara, le habría puesto un pie en el codo, levantado el brazo haciendo palanca hasta que se rompiera y después lo habría vuelto a colocar. Pero tras examinarla, Ganesh se limitó a decir:
– A la chica no le pasa nada, maharaní. Sólo tiene un poquito de sangre mala, nada más. Y además. Dios la hizo así y no es cosa mía interferir en la obra de Dios.