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7 El sanador mistico

Muchos años después, Ganesh escribía en Los años de culpa : "Todo ocurre para bien. Si, por ejemplo, mi primer libro hubiera tenido éxito, es probable que ahora fuera un simple teólogo, que escribiera interminables comentarios a las escrituras hindúes. Por el contrario, encontré mi verdadero camino."

En realidad, cuando acabó la guerra, su camino no estaba demasiado claro.

– Es tremendo -le dijo a Beharry-. Tengo la sensación de que estoy destinado para algo grande, pero no sé qué.

– Por eso vas a hacer algo grande. Yo sigo creyendo en ti, y también la mooma de Suruj cree en ti.

Seguían con interés las noticias sobre la guerra y hablaban sobre ellas todos los domingos. Beharry se hizo con un mapa de guerra de Europa y le puso chinchetas. No paraba de hablar sobre estrategia y táctica, y de eso sacó Ganesh la idea de publicar análisis mensuales sobre la marcha de la guerra, "como una especie de libro de historia para más adelante". La idea le animó, persistió una temporada y al final la dejó en el olvido.

– A ver si viene Hitler y se pone a bombardear Trinidad -dijo Ganesh un domingo.

Beharry se mordisqueó los labios, deseoso de discutir.

– Pero hombre, ¿por qué?

– A ver si lo bombardea todo. Entonces, ningún problema con lo de ser sanador ni escritor ni nada de nada.

– No te das cuenta de que somos un puntito en algunos mapas. Si quieres que te diga la verdad, para mí que Hitler ni siquiera sabe que hay un sitio que se llama Trinidad y que aquí vive gente como tú y como yo y como la mooma de Suruj.

– ¡Quia! -insistió Ganesh-. Aquí hay petróleo y los alemanes andan como locos por el petróleo. Como no tengamos cuidado, Hitler se nos presenta aquí.

– Que no se entere la mooma de Suruj. Su primo se ha metido en lo de los voluntarios. El dentista ese que te dije. Como no se gana nada con lo de dentista, pues se ha apuntado. A la mooma de Suruj le ha dicho que es un buen trabajo, y fácil.

– El primo de la mooma de Suruj tiene buen ojo para esas cosas.

– Pero, ¿y si los alemanes se presentan aquí mañana?

– Pues lo único que puedo decirte es que el primo de la mooma de Suruj iba a batir el récord mundial de carreras.

– No, hombre, no. Si llegan los alemanes, a ver, ¿qué pasa con la moneda? ¿Y con mi tienda? ¿Y con el juzgado? Eso es lo que me tiene preocupado a mí.

Y así, discutiendo sobre las consecuencias de la guerra, empezaron a hablar de la guerra en términos generales. Beharry no paraba de soltar citas del Gita, y Ganesh volvió a leer, con actitud más crítica, el diálogo entre Arjuna y Krisna en el campo de batalla.

Las lecturas de Ganesh tomaron otros derroteros. Se olvidó de la guerra; se hizo un gran indólogo y se compró todos los libros de filosofía hindú que encontró en San Fernando. Se los leyó, los subrayó, y los domingos por la tarde se dedicó a tomar notas. Al mismo tiempo, le empezó a tomar el gusto a la psicología aplicada y leyó muchos libros sobre "El arte del éxito". Pero lo que realmente le gustaba era la India. Ya por costumbre, lo primero que miraba en un libro era el índice, para ver si había referencias a la India o al hinduismo. Si eran elogiosas, compraba el libro. Al cabo de poco tiempo tenía una colección bastante curiosa.

– Oye, Ganesh, te estás comprando un montón de libros -le dijo Beharry.

– Mira lo que estaba yo pensando. Suponte que no me conoces y que de repente vas por Fuente Grove con tu Lincoln Zephyr. ¿Pensarías que tengo tantísimos libros en mi casa?

– Hombre, pues no -contestó Beharry. El orgullo que sentía Léela por los libros de Ganesh se equilibraba con su preocupación por el dinero.

– Oye, me parece muy bien todos esos libros que compras, pero a ver cómo se pagan. A ver si empiezas a pensar en ganar algo.

– Mira, chica. Bastantes preocupaciones tengo para que encima me vengas a calentar la cabeza, ¿vale?

Después ocurrieron dos cosas, casi al mismo tiempo, y la suerte de Ganesh cambió para siempre.

Siempre de acá para allá, la Gran Eructadora fue a verlos un día.

– Qué disgusto, Ganesh -dijo-. Pero qué disgusto tan grande. Hoy en día no te puedes fiar de nadie.

Ganesh respetaba el sentido de lo dramático de su tía.

– Bueno, ¿qué ha pasado?

– Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. -Ganesh mostró interés. La mujer hizo una pausa para eructar y pedir agua. Léela se la llevó, y bebió-. Pero que muy mala pasada.

– ¿Qué ha hecho?

La mujer volvió a eructar.

– Ya verás. -Se frotó los pechos-. ¡Dios mío, qué gases! Rey Jorge me ha dejado. Se ha liado con un hombre casado, cerca de Arouca. ¡Qué disgusto, Ganesh!

– ¡Dios, Dios! -exclamó Ganesh, comprensivo-. Menudo disgusto. Pero no te preocupes. Ya encontrarás a alguien.

– No era nadie cuando yo la recogí. Toda la ropa que tenía la llevaba encima. Le compré ropa. La llevé por ahí, para presentarle gente. Le hice unas joyas bien bonitas con mi oro.

– Es como lo que hice yo con este marido que Dios me ha dado -dijo Léela.

La Gran Eructadora se olvidó de sus penas inmediatamente.

– Léela, a ver si te he entendido bien. ¿Es esa forma de hablar de tu marido, chica?

Movió la cabeza lentamente y apoyó la mandíbula en la palma de la mano derecha como si le dolieran las muelas.

– Lo de Rey Jorge me asombra -dijo Ganesh, tratando de apaciguarlas.

Léela se puso chillona.

– ¡Eh, un momento! ¿De modo que tengo un marido que ha perdido todo el sentido de los valores, que está arrastrando mi nombre por el barro y encima quieres que no me queje?

Ganesh se interpuso entre las dos mujeres, pero la Gran Eructadora le empujó.

– No, chico, me dejes. Quiero oír esto hasta el final. -Parecía más herida que enfadada-. Pero, Léela, ¿quién eres tú para preguntarle a tu marido qué hace o deja de hacer? ¡Aja! ¿Esto es lo que llaman e-du-ca-ción?

– ¿Qué tiene de malo la educación? Me han educado, sí, pero no veo por qué todo el mundo se cree que puede insultarme como les venga en gana.

Ganesh se rió sin alegría.

– Léela es buena chica. No tiene mala intención, de verdad. La Gran Eructadora se volvió contra él bruscamente.

– Tiene más razón que un santo la chica. En Trinidad, todo el mundo tiene la idea de que te pasas el día tumbado a la bartola, rascándote los pies. Y rascarse no es como cavar, ¿sabes? No da de comer.

– Oye, yo no me paso el día rascándome los pies. Estoy leyendo y escribiendo.

– Eso dices tú. Yo he venido a contarte lo de Rey Jorge, porque te ayudó mucho con lo de tu boda, pero de verdad te lo digo, chico, que me tienes preocupada. ¿Qué piensas hacer con el futuro?

Léela dijo entre sollozos:

– No dejo de decirle que podía ser pandit. Sabe mucho más que la mayoría de los pandits de Trinidad. La Gran Eructadora eructó.

– Es precisamente lo que venía yo a decirle. Pero Ganesh tiene que ser mucho más que un simple pandit. Si es hindú, ya debería haberse dado cuenta de que tiene que utilizar sus conocimientos para ayudar a otras personas.

– ¿Y qué te crees que hago? -preguntó Ganesh malhumorado-. Pues sentarme a escribir un libro bien gordo. No lo hago por mí, ¿sabes?

– No te pongas así, hombre -le rogó Léela-. Escúchala. La Gran Eructadora añadió, imperturbable:

– Te llevo yo tiempo observando, Ganesh, y desde luego que tienes el poder.

Ganesh se había acostumbrado a que la Gran Eructadora proclamase tales cosas.

– ¿Qué poder?

– Curar a la gente. Curar la mente, curar el alma… ¡Bah! Me estás liando, y sabes muy bien a qué me refiero. Ganesh replicó con acritud:

– ¿Quieres que me ponga a curar a la gente cuando ves que no puedo ni curar una uña del pie? Mimosa, Léela dijo:

– Lo menos que podrías hacer por mí es intentarlo.

– Mira, Ganesh, tiene razón. Es ese poder que no conoces hasta que empiezas a usarlo.

– Bueno, pues vale. Resulta que tengo este gran poder. ¿Cómo empiezo a usarlo? ¿Qué le digo a la gente? "Hoy tienes el alma un poco baja. Venga, te tomes esta oración tres veces al día antes de las comidas."

La Gran Eructadora batió palmas.

– Precisamente. Es justo lo que quería decir.

– ¿Lo ves? ¿Qué te había dicho yo? Que le hicieras un poquito de caso.

La Gran Eructadora añadió:

– Es lo que hacía tu tío, el pobre, hasta que se murió. -A Léela se le entristeció la cara otra vez al oír hablar del difunto, pero la Gran Eructadora se negó a llorar, desdeñándola-. Ganesh, tienes el poder. Lo veo en tus manos, en tus ojos, en la forma de tu cabeza. Eres igualito que tu tío, que Dios lo tenga en su gloria. Si siguiera vivo, sería un gran hombre.

A Ganesh le picó la curiosidad.

– Pero, a ver, ¿qué hago para empezar?

– Te voy a mandar todos los libros de tu tío. Tienen todas las plegarias y de todo, y muchas cosas más. Lo importante no son las plegarias, sino lo demás. Ay, Ganesh, hijo, qué contenta estoy. -Aliviada, se echó a llorar-. Tengo estos libros como una carga, y llevaba tiempo buscando a la persona adecuada para dárselos. Eres tú.

Ganesh sonrió.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

– Si no, ¿por qué crees que Dios te hace llevar la vida que llevas? Si no, ¿por qué te crees que llevas todos estos años sin hacer nada más que leer y escribir?

– Tienes razón -replicó Ganesh-. Siempre he pensado que tenía algo importante que hacer.

A continuación, los tres lloraron un ratito. Léela preparó la comida, comieron, y la Gran Eructadora volvió con sus penas. Mientras se preparaba para marcharse se puso a eructar y a frotarse los pechos, gimiendo:

– ¡Pero qué disgusto, Ganesh! Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. ¡Ay, Ganesh, qué disgusto!

Y se marchó, quejándose.

Dos semanas más tarde apareció con un paquete envuelto en algodón rojo salpicado de pasta de sándalo y se lo entregó a Ganesh con el debido ceremonial. Cuando Ganesh deshizo el paquete vio libros de diversos tamaños y diversos tipos. Todos eran manuscritos: unos en sánscrito, otros en hindi; unos en papel, otros en tiras de hojas de palmera. Las tiras de palmera parecían abanicos plegados.

Ganesh le advirtió a Léela:

– Ni se te ocurra tocar estos libros, chica. Si no, no sé qué te puede pasar.

Léela lo entendió y abrió los ojos de par en par.

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