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– ¿No ha habido suerte? -preguntó Beharry, mordisqueándose los labios.

– Qué manía tienes de preguntar idioteces. Pero no te creas que estoy preocupado. Lo que tiene que ser, será.

Beharry se metió una mano debajo de la camiseta. Como bien sabía Ganesh, era la señal de que iba a dar algún consejo.

– Creo que vas a cometer un error pero que muy grande si no escribes la segunda parte del libro. En eso es en lo que te equivocas.

– Mira, Beharry. Hace ya un montón de tiempo que me juzgas como un magistrado de mierda, y me dices en qué me equivoco. Pues ¿sabes una cosa? Que leo un montón de libros de psicología sobre gente como tú, y que lo que dicen esos libros sobre ti no es precisamente agradable, te lo aseguro.

– Si yo sólo me preocupo por ti -dijo Beharry, sacando la mano de debajo de la camiseta.

La mooma de Suruj entró en la tienda.

– Ah, Ganesh. ¿Qué tal?

– ¿Cómo que qué tal? -espetó Ganesh-. ¿Es que no se ve? Beharry dijo:

– Te tengo que proponer algo.

– Pues vale, te escucho. Pero no me hago responsable de lo que pase después de oírte.

– En realidad, es idea de la mooma de Suruj.

– Ya.

– Sí, Ganesh. El poopa de Suruj y yo hemos pensado mucho en ti últimamente. Creemos que no debes llevar pantalones y camisa.

– A un místico no le quedan bien -dijo Beharry.

– Tienes que ponerte dhoti y koortah, como es debido. Anoche, sin ir más lejos, lo hablé con Léela, que vino a comprar aceite. A ella también le parece buena idea.

El enfado de Ganesh empezó a esfumarse.

– Sí, es una idea. ¿Crees que me traerá suerte?

– Eso dice la mooma de Suruj.

A la mañana siguiente, Ganesh se envolvió las piernas en un dhoti y llamó a Léela para que le ayudara a ponerse el turbante.

– Es bonito -dijo Léela.

– Era de mi padre. Me siento raro con él.

– Algo me dice que te va a traer suerte.

– ¿De verdad lo crees? -exclamó Ganesh, y estuvo a punto de besarla.

Ella se apartó.

– Oye, cuidado con lo que haces.

Después Ganesh, una figura vestida de blanco, extraña y chocante, fue a la tienda.

– Pareces un auténtico maharajá -dijo la mooma de Suruj.

– Sí, te queda muy bien -dijo Beharry-. Me pregunto por qué no hay más indios que lleven esta ropa. La mooma de Suruj le advirtió:

– No empieces, ¿me oyes? Ya tienes las piernas lo bastante flacas y parecen ridiculas incluso con pantalones.

– Queda bien, ¿eh? -dijo Ganesh sonriendo. Beharry contestó:

– Nadie diría que fuiste al colegio cristiano de Puerto España. Vamos, si pareces un brahmán de primera.

– Bueno, tengo un presentimiento. Que mi suerte va a cambiar desde hoy mismo.

Dentro, un niño se puso a llorar.

– Pues mi suerte no cambia -dijo la mooma de Suruj-. Cuando no es el poopa de Suruj, son los niños. Mira mis manos, Ganesh. ¿Ves lo gastadas que están? Ya no dejan ni huellas.

Suruj entró en la tienda.

– La niña está llorando, mamá.

La mooma de Suruj se marchó y Beharry y Ganesh se enzarzaron en una discusión sobre la ropa en el transcurso del tiempo. Beharry estaba defendiendo una atrevida opinión, que la ropa no era necesaria en un sitio tan caluroso como Trinidad, cuando se interrumpió bruscamente y dijo:

– Escucha eso.

Por encima del susurro del viento entre las cañas de azúcar se oyó el traqueteo de un automóvil por la carretera llena de baches. Ganesh se puso nervioso.

– Es alguien que viene a verme.

Después se quedó muy tranquilo.

Ante la tienda se detuvo un Chevrolet verde claro de 1935. En el asiento de atrás había una mujer que intentaba hacerse oír por encima del ruido del motor. Ganesh dijo:

– Ve tú a hablar con ella, Beharry.

El motor se apagó antes de que Beharry bajara la escalera de la tienda. La mujer dijo:

– ¿Quién es ese tal Ganesh?

– Ese es el tal Ganesh -contestó Beharry. Y Ganesh estaba de pie, digno y sin sonreír, en el umbral de la tienda.

La mujer le miró de hito en hito.

– Vengo a verle desde Puerto España. Ganesh se dirigió lentamente hacia el coche.

– Buenos días -dijo, pero en su afán de ser correcto resultó un poco brusco y desconcertó a la mujer.

– Buenos días. La mujer titubeó al decirlo.

Hablando con lentitud, porque quería hacerlo debidamente, Ganesh añadió:

– No vivo aquí y no puedo hablar con usted aquí. Vivo más abajo.

– Suba al coche -dijo el taxista.

– Prefiero andar.

Le producía tensión hablar correctamente, y la mujer observó, con evidente satisfacción, que movía los labios en silencio antes de cada frase, como si musitara una oración.

La satisfacción de la mujer se tornó en respeto cuando el coche se detuvo a la puerta de la casa de Ganesh y vio el cartel de GANESH, místico en el mango y la exposición de libros en el cobertizo.

– ¿Lo que vende ahí son libros o qué? -preguntó el taxista.

La mujer le miró de reojo y señaló el cartel con la cabeza. Empezó a decir algo pero, el taxista, al parecer sin motivo alguno, tocó el claxon y ahogó sus palabras.

Léela salió corriendo, pero Ganesh le indicó con una mirada que no se metiera en aquello. A la mujer le dijo:

– Entre en el estudio.

La palabra ejerció el efecto deseado.

– Pero primero, quítese los zapatos aquí, en la galería.

El respeto se tornó en temor. Y cuando la mujer entró en el estudio rozando las cortinas de encaje y vio todos los libros adoptó una expresión de abatimiento.

– Mi único vicio -dijo Ganesh. La mujer se limitó a mirar.

– No fumo. No bebo.

La mujer se sentó torpemente sobre una manta, en el suelo.

– Es una cuestión de vida o muerte, señor, o sea que diga lo que diga, no debe reírse.

Ganesh la miró a la cara.

– Yo jamás me río. Escucho.

– Es por mi hijo. Le sigue una nube. Ganesh no se rió.

– ¿Cómo es la nube?

– Negra. Y cada día se acerca más. Ahora incluso habla con él. El día que la nube lo coja, el chico se muere. Lo he intentado todo. Los médicos de verdad quieren meter al chico en el manicomio de St Ann's, pero ya sabe usted que en cuanto meten a alguien en el manicomio se vuelve loco de remate. Así que, ¿qué hago? Le he llevado al sacerdote. Dice que el chico está poseído, que está pagando por sus pecados. Hace mucho que he visto su anuncio, pero no sabía qué podía hacer usted.

Mientras hablaba, Ganesh garabateaba en uno de sus cuadernos. Escribió: Chico negro bajo una nube negra, y dibujó una gran nube negra.

– No debe preocuparse. Muchas personas ven nubes. ¿Desde cuándo ve su hijo la suya?

– Pues, a decir verdad, la fiesta empezó poco después de la muerte de su hermano.

Ganesh añadió esto a lo de la nube negra en el cuaderno y dijo:

– ¡Hum! -A continuación entonó un breve cántico en hindi, cerró el cuaderno de golpe y tiró el lápiz-. Traiga al chico mañana. Y nada de sacerdotes. Dígame una cosa: ¿usted ve la nube?

La mujer parecía angustiada.

– No. Esa es la historia, que ninguno de nosotros ve la nube. Sólo el chico.

– Bueno, no se preocupe. Lo malo sería que usted realmente viera la nube.

La acompañó hasta el taxi. El taxista estaba durmiendo con The Trinidad Sentinel sobre la cara. Le despertaron, y Ganesh vio cómo se alejaba el coche.

– Mira, yo lo veía venir -dijo Léela-. Te lo dije, que te iba a cambiar la suerte.

– Chica, todavía no sabemos qué va a pasar. Deja que me lo piense.

Se quedó largo rato en el estudio, consultando los libros de su tío. Empezaban a formársele lentamente las ideas cuando entró Beharry, hecho una furia.

– ¿Cómo puedes ser tan desagradecido, Ganesh?

– ¿Pero qué pasa?

Estaba tan enfadado, que Beharry parecía impotente. Se mordisqueó los labios con tal fuerza que no pudo hablar durante unos minutos. Cuando lo consiguió, dijo tartamudeando:

– No me digas que no lo sabes. A ver, ¿por qué no has subido a la tienda a contarme lo que pasaba, eh? Llevas venga y venga de semanas yendo allí, pero hoy se te ha antojado que deje la tienda, con el pequeño Suruj para encargarse de ella, y te tengo que venir a ver yo.

– Venga, hombre, si pensaba ir más tarde.

– A ver, dime: ¿qué va a pasar si entra alguien en la tienda y le da una paliza a Suruj y a la mooma de Suruj y se lo lleva todo?

– Que iba a ir, Beharry. Es que primero estaba pensando un poco.

– Qué va. Estás hecho un presumido, nada más. Ese es el problema con los indios en todo el mundo.

– Pero es que he empezado con esto nuevo, y es muy importante.

– ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? Pero si seré tonto… ¡Encima voy y me preocupo por tus cosas! ¿Puedes hacerlo?

– Dios me ayudará un poco.

– Vale, vale. Me puedes contar lo que quieras, pero no me vengas a pedir nada, ¿te enteras?

Y se marchó.

Ganesh se pasó todo el día y la mayor parte de la noche leyendo y pensando, muy concentrado.

– No sé por qué dedicas tanto tiempo a un niño negro -dijo Léela-. Cualquiera diría que estás haciendo los deberes del colegio.

Cuando Ganesh vio al chico a la mañana siguiente pensó que nunca había visto a nadie tan atormentado. Un tormento agudizado por un profundo desamparo. Aunque el chico estaba delgado y tenía los brazos huesudos y frágiles, era evidente que antes estaba fuerte y sano. Tenía los ojos como muertos, sin brillo. No reflejaban un miedo pasajero, sino un miedo constante, tan intenso que ya no le producía ninguna sensación.

Lo primero que le dijo Ganesh al chico fue lo siguiente:

– Mira, hijo, no tienes que preocuparte. Quiero que sepas que puedo ayudarte. ¿Tú crees que puedo ayudarte?

El chico no hizo nada, pero a Ganesh le dio la impresión de que retrocedía un poco.

– ¿Cómo voy a saber que no se está riendo de mí, como en el fondo hace todo el mundo?

– ¿Yo me estoy riendo? Yo te creo, pero tú también tienes que creerme.

El chico miró los pies de Ganesh.

– Algo me dice que eres buen hombre, y te creo. Ganesh le pidió a la madre del chico que saliera de la habitación, y cuando hubo salido, preguntó:

– ¿Ahora ves la nube?

El chico miró a Ganesh a la cara por primera vez.

– Sí. -Su voz estaba a medio camino entre el susurro y el grito-. Está aquí mismo, y sus manos se me acercan, cada vez más grandes.

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