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Nunca me había sentido tan feliz desde que comenzara la Revolución Cultural, y ello a pesar de la constante preocupación que alimentaba por mi padre y las terribles incomodidades del viaje. En los trenes, cada centímetro de espacio había sido aprovechado al máximo, incluidas las rejillas para el equipaje. El retrete estaba abarrotado, y nadie podía entrar en él. Tan sólo nos sostenía nuestra determinación por visitar los lugares sagrados de China.

En cierta ocasión, sentí unos desesperados deseos de hacer mis necesidades. Me hallaba acurrucada junto a una ventana, ya que se habían apretado cinco personas en un espacio construido para tres. Con un esfuerzo increíble logré alcanzar el retrete, pero una vez allí decidí que me resultaba imposible utilizarlo. Incluso si el muchacho sentado en la tapa de la cisterna con los pies sobre el retrete pudiera levantar las piernas un instante, incluso si la muchacha sentada entre sus pies pudiera encajarse temporalmente de algún modo entre los demás, los cuales ocupaban ya todo el espacio disponible, jamás habría podido hacerlo frente a todos aquellos muchachos y muchachas. Regresé a mi asiento al borde de las lágrimas. El pánico empeoraba la sensación de encontrarme a punto de estallar, y me temblaban las piernas. Decidí que acudiría a los servicios en la siguiente estación. Tras lo que se me antojó un tiempo interminable, el tren se detuvo en una estación oscura y diminuta. La ventanilla estaba abierta, y pude salir por ella, pero al regresar descubrí que no podía entrar.

Yo era quizá la menos atlética de mi grupo de seis. Hasta entonces, siempre que había tenido que subir a un tren a través de la ventanilla, una de mis amigas me había aupado desde el andén mientras las otras me ayudaban desde el interior. Esta vez, aunque contaba con la ayuda de unas cuatro personas que tiraban de mí, no lograba elevar mi cuerpo lo suficiente como para introducir la cabeza y los codos. Aunque hacía un frío glacial, sudaba desesperadamente. En ese momento, el tren se puso en marcha. Presa del pánico, miré a mi alrededor buscando a alguien que pudiera ayudarme. Mis ojos se posaron en el rostro flaco y oscuro de un chiquillo que se había acercado furtivamente a mí. Su intención, sin embargo, no era prestarme ayuda.

Yo llevaba el bolso en uno de los bolsillos de la chaqueta y, debido a mi postura, su presencia resultaba claramente visible. El muchachito lo extrajo con dos dedos. Era de presumir que había aguardado el momento de la partida para hacerlo. Me eché a llorar. El muchacho se detuvo. Me miró, vaciló, y devolvió el bolso a su lugar. A continuación, me asió por la pierna derecha y me empujó hacia arriba. Aterricé sobre la mesa del compartimento en el momento en que el tren comenzaba a adquirir velocidad.

Aquel episodio despertó en mí una profunda simpatía por los rateros adolescentes. Durante los años venideros de la Revolución Cultural, cuando la economía se vio sumida en el caos más completo, los robos se convirtieron en práctica habitual, y en cierta ocasión perdí los cupones de alimentación correspondientes a todo un año. Sin embargo, cada vez que oía que la policía o cualquier otro custodio de «la ley y el orden» había apaleado a un raterillo experimentaba una punzada de dolor. Aquel muchacho que me ayudó desde el andén en un frío día de invierno había demostrado acaso más humanidad que todos los hipócritas pilares de la sociedad.

En total, recorrimos más de tres mil kilómetros en aquel viaje, y alcancé un estado de agotamiento que nunca había experimentado en mi vida. Visitamos la antigua casa de Mao, que había sido transformada en museo-santuario. Era bastante grande, y muy distinta de la idea que yo tenía de un hogar de campesinos explotados. Bajo una enorme fotografía de la madre de Mao, un letrero explicaba que había sido una persona sumamente bondadosa y que, debido al relativo bienestar de su familia, solía repartir con frecuencia alimentos entre los pobres. ¡Así que los padres de nuestro Gran Líder habían sido campesinos ricos! ¡Pero si los campesinos ricos eran enemigos de clase! ¿Por qué habían sido convertidos en héroes los padres de Mao cuando otros enemigos de clase eran objeto de odio? Aquella pregunta me inspiraba tanto temor que la suprimí inmediatamente de mi pensamiento.

Cuando regresamos a Pekín, a mediados de noviembre, reinaba en la capital un frío espantoso. Las oficinas de recepción ya no estaban en la estación, debido a que se trataba de un espacio demasiado reducido para el enorme número de jóvenes que llegaban a ella. Un camión nos transportó hasta un parque en el que pasamos toda la noche esperando a que se nos asignara un nuevo alojamiento. No podíamos sentarnos, pues el terreno estaba cubierto de escarcha y el frío era insoportable. De pie como estaba, llegué a quedarme amodorrada unos instantes. No estaba habituada al crudo invierno de Pekín, y dado que había partido de mi casa en otoño no había traído conmigo ninguna ropa de abrigo. El viento me atravesaba los huesos, y la noche se hacía tan interminable como la cola que formábamos, la cual describía una curva tras otra alrededor del estanque helado que se extendía en el centro del parque.

Despuntó el alba, y aún seguíamos en la cola, completamente exhaustos. Hasta el anochecer no llegamos a nuestro nuevo alojamiento, instalado en la Escuela Central de Arte Dramático. Nuestra habitación había sido utilizada en otro tiempo como aula de canto. Ahora, había en ella dos hileras de colchones de paja extendidos sobre el suelo y desprovistos de sábanas o almohadas. Nos recibieron unos oficiales de la Fuerza Aérea que dijeron haber sido enviados por el presidente Mao para cuidar de nosotras y proporcionarnos instrucción militar. Todas nos sentimos profundamente conmovidas por el interés mostrado por el presidente Mao.

El entrenamiento militar de los guardias rojos constituía una nueva iniciativa. Mao había decidido poner freno a la destrucción indiscriminada que había desatado. Los oficiales de la Fuerza Aérea habían organizado en un «regimiento» a los cientos de guardias rojos alojados en la Escuela de Arte Dramático. No tardamos en iniciar con ellos una buena relación, en particular con dos que nos gustaban especialmente y cuyos antecedentes familiares, tal y como era habitual, pudimos conocer desde el principio. El comandante de la compañía había sido campesino en el Norte, mientras que el comisario político provenía de una familia de intelectuales de la célebre ciudad-jardín de Suzhou. Un día, nos propusieron llevarnos al cine a las seis, pero nos pidieron que no se lo contáramos a nadie más, ya que su jeep no podía transportar a más personas. Además, insinuaron, no estaría bien visto que nos distrajeran con actividades irrelevantes desde el punto de vista de la Revolución Cultural. Como no queríamos causarles problemas, declinamos su oferta, afirmando que preferíamos atenernos a hacer la revolución. Los dos oficiales nos trajeron sacos de grandes manzanas maduras -muy raras en Chengdu- y de castañas de agua bañadas en café, las cuales habíamos oído todas mencionar como una exquisita especialidad pequinesa. Para corresponder a su amabilidad, nos introducíamos furtivamente en sus dormitorios, recogíamos su ropa sucia y la lavábamos con gran entusiasmo. Recuerdo mis esfuerzos por manejar aquellos enormes uniformes caqui, extremadamente duros y pesados en el agua helada. Mao había dicho a la gente que aprendiera de las fuerzas armadas, pues quería que toda la población se encontrara tan estructurada y dominada por un sentimiento de lealtad exclusiva hacia él como el propio Ejército. La emulación de los militares se había desarrollado de modo paralelo a la estimulación de un sentimiento de afecto por ellos, y en numerosos libros, artículos, canciones y danzas se representaba la figura de jóvenes muchachas que ayudaban a los soldados lavándoles la ropa.

Solía lavar incluso sus calzoncillos, pero mi mente nunca se vio asaltada por pensamiento sexual alguno. Supongo que muchas de las jóvenes chinas de mi generación estábamos demasiado dominadas por nuestras abrumadoras actividades políticas para desarrollar un sentimiento sexual adolescente. Pero no todas. La desaparición del control paterno significó para algunas la llegada de una época de promiscuidad. Cuando regresé a casa oí hablar de una antigua compañera de clase, una hermosa muchacha de quince años de edad, que se había marchado de viaje con algunos guardias rojos de Pekín. Había tenido una aventura durante el trayecto, y había regresado embarazada. Tras recibir una paliza de su padre, verse seguida por las miradas acusadoras de los vecinos y convertirse en objeto de animado chismorreo por parte de sus camaradas, se había ahorcado dejando una nota en la que decía que se sentía demasiado avergonzada para vivir. Nadie se enfrentaba a aquel concepto medieval de la vergüenza, lo que sí habría podido constituir el objetivo de una revolución cultural auténtica. Sin embargo, la cuestión nunca preocupó a Mao, por lo que no se incluyó entre las «antigüedades» que se animaba a los guardias rojos a eliminar.

La Revolución Cultural dio lugar también a la aparición de un gran número de puritanas militantes, en su mayor parte jóvenes. Otra de las muchachas de mi grupo recibió en cierta ocasión una carta de amor de un joven de dieciséis años. Respondió a su misiva con otra en la que le llamaba «traidor a la revolución»: «¡Cómo te atreves a pensar en esas cosas vergonzosas cuando los enemigos de clase aún siguen campando por sus respetos y la gente del mundo capitalista continúa viviendo en un pozo de miseria!» Dicha actitud era compartida por muchas de las chicas que conocía yo entonces. Dado que Mao había apelado a la militancia de las jóvenes, la feminidad se vio condenada durante los años de desarrollo de mi generación. Numerosas muchachas intentaban hablar, caminar, y actuar como hombres duros y agresivos, a la vez que ridiculizaban a quienes no lo hacían. En cualquier caso, apenas existía oportunidad para expresar la feminidad. Para empezar, no se nos permitía vestir nada que no fueran los informes pantalones y chaquetas de color azul, gris o verde.

Nuestros oficiales de la Fuerza Aérea nos entrenaban día tras día en las pistas de baloncesto de la Escuela de Arte Dramático. Junto a ellas se encontraba la cantina. Tan pronto como formábamos, mis ojos se desviaban hacia ella, aunque acabara de desayunar en ese momento. Me sentía obsesionada por la comida, pero ignoraba si se debía a la ausencia de carne, al frío o al tedio de la instrucción. Solía soñar con la variedad de la cocina sichuanesa, con el crujiente pato, con el pescado agridulce, con el «Pollo Borracho» y con decenas de otras suculentas especialidades.

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