Los vagos gritos de guerra de Mao produjeron una intensa confusión entre la población y la mayoría de los funcionarios del Partido. Pocos sabían cuál era su propósito, ni quiénes eran exactamente sus enemigos aquella vez. Al igual que otros antiguos funcionarios, tanto mi madre como mi padre advirtieron que Mao había decidido castigar a algunos, pero ignoraban quiénes serían los desdichados. Bien podían ser ellos mismos. Ambos se sintieron presas del desconcierto y la aprensión.
Mao, entretanto, llevó a cabo su más importante iniciativa desde el punto de vista organizativo: dispuso una cadena personal de mando que operaba desde el exterior del aparato del Partido de la que, sin embargo, afirmó que se hallaba sometida al Politburó y al Comité Central, lo que le permitía fingir que actuaba bajo las órdenes del propio Partido.
En primer lugar, nombró como colaborador más directo al mariscal Lin Biao, quien tras suceder a Peng Dehuai como ministro de Defensa en 1959 se había encargado de reforzar inmensamente el culto personal de Mao entre las fuerzas armadas. Asimismo, instituyó un nuevo cuerpo bautizado con el nombre de Autoridad de la Revolución Cultural al que colocó a las órdenes de su antiguo secretario Chen Boda, si bien se hallaba liderado de jacto por su jefe de inteligencia -Kang Sheng- y la propia señora Mao. Dicho cuerpo se convirtió en el núcleo del liderazgo de la Revolución Cultural.
A continuación, Mao intervino en los medios de comunicación, y muy especialmente en el Diario del Pueblo, sobre el que recaía la máxima autoridad dado que se trataba del periódico oficial del Partido y la población se había habituado a considerarlo la voz del régimen. El 31 de mayo situó a Chen Boda al frente del mismo, asegurándose así un canal a través del cual podía dirigirse directamente a cientos de millones de chinos.
A partir de junio de 1966, el Diario del Pueblo descargó sobre el país un estridente editorial tras otro en los que reclamaba el establecimiento de la autoridad absoluta del presidente Mao y el aniquilamiento de todos los bueyes y serpientes demoníacos (enemigos de clase) a la vez que exhortaba a la gente a seguir a Mao y a unirse a la vasta puesta en marcha de una Revolución Cultural sin precedentes.
En mi escuela, las clases se interrumpieron por completo desde comienzos de junio, si bien tuvimos que continuar acudiendo a la misma. Los altavoces atronaban con los editoriales del Diario del Pueblo, y la portada del periódico, de estudio obligatorio todos los días, solía aparecer ocupada casi en su totalidad por un retrato de Mao a toda página. Todos los días aparecía una columna de citas de Mao. Aún recuerdo sus consignas en negrita, cuyos textos terminaron profundamente grabados en mi memoria a base de su constante lectura durante las clases: «¡El presidente Mao es el rojo sol de nuestros corazones!» «¡El pensamiento de Mao Zedong es la señal que guía nuestras vidas!» «¡Pulverizaremos a quienes se opongan al presidente Mao!» «¡Nuestro Gran Líder, el presidente Mao, cuenta con el afecto de gente procedente de todo el mundo!» Había páginas de comentarios admirativos atribuidos a extranjeros y fotografías de muchedumbres europeas intentando hacerse con las obras de Mao. El orgullo nacional chino estaba siendo movilizado para reforzar el culto al líder.
De la lectura cotidiana del diario no tardamos en pasar a la declamación y memorización de «Las citas del presidente Mao», reunidas en un libro de bolsillo de tapas rojas conocido como El Pequeño Libro Rojo. A cada uno de nosotros le fue entregado un ejemplar, instruyéndonos al mismo tiempo para que lo atesoráramos como a nuestros propios ojos. Todos los días, cantábamos una y otra vez al unísono pasajes extraídos del mismo. Aún recuerdo muchos de ellos.
Un día leímos en el Diario del Pueblo que un viejo campesino había colgado treinta y dos retratos de Mao en las paredes de su dormitorio «para, independientemente de la dirección en que estuviera mirando, poder ver el rostro de su presidente nada más abrir los ojos». Así, nosotros también nos apresuramos a empapelar los muros de nuestras aulas con retratos de un Mao que mostraba su más benigna sonrisa. Sin embargo, no tardamos en vernos obligados a retirarlos a toda prisa. Había comenzado a circular el rumor de que en realidad el campesino había utilizado los retratos para empapelar sus muros, ya que éstos solían imprimirse en papel de primera calidad y podían obtenerse gratuitamente. Se decía que el periodista que había escrito la historia había sido desenmascarado como un enemigo de clase que recomendaba la ridiculización del presidente Mao. Por primera vez, me sentí inconscientemente asaltada por una sensación de temor hacia el Presidente.
Al igual que El mercado del buey, mi escuela contaba con un equipo de trabajo instalado permanentemente en ella. Aunque sin mucho entusiasmo, sus miembros habían calificado ya a algunos de los mejores profesores como autoridades burguesas reaccionarias, si bien lo habían ocultado a los alumnos. En 1966, no obstante, aterrorizado ante el avance de la Revolución Cultural y enfrentado a la necesidad de crear algunas víctimas, el equipo de trabajo anunció súbitamente los nombres de los acusados ante toda la escuela.
El equipo organizó a los alumnos y a aquellos profesores que aún no habían sido acusados para que escribieran carteles y consignas de denuncia que no tardaron en adornar todos los rincones de sus instalaciones. Los profesores colaboraron por diversos motivos: conformismo, lealtad a las órdenes del Partido, envidia del prestigio y los privilegios de algunos de sus colegas… y miedo.
Entre las víctimas se encontraba mi profesor de lengua y literatura chinas, el señor Chi, a quien yo adoraba. Según uno de los carteles colgados en las paredes, a comienzos de los sesenta había dicho: «Por mucho que gritemos “¡Viva el Gran Salto Adelante!”, eso no servirá para llenarnos los estómagos, ¿no os parece?» Dado que yo ignoraba que el Gran Salto había sido el causante de la hambruna, no comprendía entonces el sentido de su supuesta frase, aunque sí podía captar su tono irreverente.
Había algo en el señor Chi que lo hacía distinto de los demás. En aquella época no podía determinar qué era, pero hoy creo que se trataba de cierto aire de ironía que destilaba. A veces dejaba escapar unas risitas secas e inconclusas que sugerían que había algo que prefería callar. En cierta ocasión respondió con una de ellas a cierta pregunta mía. Una de las lecciones de nuestro libro de texto era un extracto de las memorias de Lu Dingyi, entonces jefe del Departamento Central de Asuntos Públicos, acerca de su experiencia en la Larga Marcha. El señor Chi atrajo nuestra atención sobre una vivida descripción de la tropa recorriendo un zigzagueante sendero de montaña iluminado por las antorchas que portaban sus componentes y del fulgor de las llamas frente a la negrura del cielo sin luna. Cuando llegaban a su destino, todos «se lanzaban a la búsqueda de un cuenco de comida con que llenar sus estómagos». Aquello me desconcertaba profundamente, ya que siempre había oído que los soldados del Ejército Rojo ofrecían a sus camaradas hasta el último bocado aunque ello les supusiera morir de hambre. Me resultaba imposible imaginarlos «lanzándose» a nada. Por fin, acudí al señor Chi en busca de respuesta. Éste soltó una de sus risitas secas, me dijo que yo ignoraba lo que significaba estar hambrienta y cambió rápidamente de tema. Pero yo no me hallaba del todo convencida.
A pesar de aquello, continué sintiendo el mayor respeto por el señor Chi. Me destrozó el corazón verle a él y al resto de los profesores que tanto admiraba salvajemente condenados e insultados. Detestaba las ocasiones en las que el equipo de trabajo pedía a todos los alumnos de la escuela que escribieran carteles murales «desenmascarándoles y denunciándoles».
En aquella época tenía catorce años de edad, sentía una aversión instintiva hacia toda actividad militante y no sabía qué escribir. Me asustaban las sobrecogedoras manchas de la tinta negra sobre las gigantescas hojas de papel que formaban los carteles y el lenguaje violento y extravagante que empleaban, proclamando cosas como «Aplastemos la cabeza de perro de fulano» o «Aniquilemos a mengano si no se rinde». Comencé a hacer novillos y a quedarme en casa, actitud que me reportó constantes críticas por «anteponer a la familia» durante las interminables asambleas que habían pasado a constituir la mayor parte de nuestra vida escolar. Yo odiaba aquellas reuniones, en las que me sentía acosada por una sensación de imprevisible peligro.
Un día, mi director delegado, el señor Kan, un hombre alegre y rebosante de energía, fue acusado de ser un seguidor del capitalismo y de proteger a los profesores condenados. Toda su labor en la escuela a lo largo de los años fue tachada de capitalista, incluida su dedicación a las obras de Mao, ya que había empleado menos horas en ella que en sus estudios académicos.
Similar conmoción me produjo ver al alegre secretario de la Liga Juvenil Comunista de la escuela, el señor Shan, acusado de ser anti-presidente Mao. El señor Shan era un hombre arrebatador cuya atención me había esforzado por atraer, ya que podría haberme ayudado a ingresar en la Liga Juvenil cuando alcanzara los quince años de edad mínima requerida para ello.
Hasta entonces, había estado impartiendo un curso de filosofía marxista a los jóvenes de dieciséis a dieciocho años de edad, a los que había encargado escribir ciertas redacciones. Posteriormente, había subrayado algunas partes de las mismas que consideró especialmente bien escritas, y sus alumnos habían unido aquellas partes desconectadas entre sí para formar un pasaje -evidentemente sin sentido- que los carteles proclamaron como anti-Mao. Años después, me enteré de que aquel método de fabricar acusaciones a base de unir arbitrariamente frases no relacionadas entre sí se remontaba nada menos que a 1955, año en que mi madre había sido detenida por los comunistas por primera vez. Ya entonces, algunos escritores se habían servido de él para atacar a sus colegas.
También algunos años después, el señor Shan me dijo que el verdadero motivo por el que tanto él como el tutor habían sido escogidos como víctimas era que no habían estado presentes en aquel momento, ocupados como estaban por su condición de miembros de otro grupo de trabajo. Ello los había convertido en chivos expiatorios sumamente propicios. El hecho de que no se llevaran bien con el director, quien había permanecido en su puesto, empeoraba las cosas. «De haber estado nosotros allí y él fuera, ese hijo de mala madre no hubiera sido capaz de subirse los pantalones de tanta mierda como iba a tener en ellos», me dijo el señor Shan en tono apesadumbrado.