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Yo siempre había sido un desastre para los deportes, y los odiaba todos con excepción del tenis. Hasta entonces no me había importado, pero ahora la cuestión había adquirido connotaciones políticas, con consignas tales como: «Desarrollemos la fortaleza física para la defensa de la madre patria.» Desgraciadamente, aquella insistencia no hizo sino aumentar mi aversión por ellos. Cuando intentaba nadar, siempre me asaltaba la imagen mental de estar siendo perseguida por invasores norteamericanos hasta la orilla de un río turbulento. Como no sabía nadar bien, sólo podía elegir entre ahogarme o dejarme capturar y torturar por los norteamericanos. El temor me producía frecuentes calambres en el agua, y un día creí ahogarme en aquella piscina. A pesar de las horas de natación obligatorias que había cada semana durante el verano, no logré aprender a nadar durante el tiempo que viví en China.

La práctica en arrojar granadas de mano se consideraba asimismo sumamente importante por motivos evidentes, pero yo siempre era la última de la clase. Tan sólo lograba arrojar las granadas de madera con las que practicábamos a una distancia de unos pocos metros. Sabía que mis compañeros de clase debían de poner en duda la fuerza de mi decisión para combatir a los imperialistas estadounidenses. Un día, durante nuestra asamblea política semanal, alguien comentó mi constante incompetencia en el lanzamiento de granadas de mano. Podía sentir los ojos de toda la clase taladrándome como agujas, como diciendo: «¡No eres más que una lacaya de los norteamericanos!» A la mañana siguiente, me retiré hasta un rincón del campo de deportes y me situé con los brazos extendidos sosteniendo un ladrillo en cada mano. En el diario de Lei Feng -que había llegado a saberme de memoria- había leído que así era como el héroe había endurecido sus músculos para el lanzamiento de granadas. Al cabo de pocos días, tenía los brazos hinchados y enrojecidos, y me rendí. A partir de entonces, cada vez que alguien me alargaba el pedazo de madera que hacía las veces de granada, me ponía tan nerviosa que me acometía un temblor incontrolado.

Un día, en 1965, se nos ordenó inesperadamente salir y arrancar toda la hierba de los jardines. Mao había dicho que la hierba, las flores y los animales domésticos constituían hábitos burgueses que había que eliminar. Los jardines de la escuela poseían un tipo de hierba que nunca he visto crecer fuera de China. Su nombre chino significa «ligada al suelo». Sus hojas se extienden sobre la dura superficie y esparcen miles de raíces que perforan el terreno como garras de acero. Una vez bajo tierra, se abren y producen aún más raíces que se diseminan en todas direcciones. Al cabo de poco tiempo han generado dos entramados, uno superficial y otro subterráneo, cuyos brazos se entrelazan y aferran a la tierra como alambres anudados de metal que hubieran sido clavados al terreno. A menudo, las víctimas eran mis propios dedos, que siempre terminaban acribillados por largos y profundos cortes. Sólo cuando las atacábamos con azadas y palas algunas de las raíces se decidían a ceder a regañadientes. Sin embargo, cualquier resto que quedara atrás volvía triunfalmente a la carga con el más leve aumento de la temperatura o incluso con una leve llovizna, lo que nos obligaba a reanudar la batalla.

Resultaba mucho más fácil enfrentarse a las flores, pero fue mucho más difícil erradicarlas, ya que nadie quería hacerlo. Mao ya había atacado las flores y la hierba en varias ocasiones, diciendo que debían ser sustituidas por coles y algodón. Hasta ahora, sin embargo, no había conseguido ejercer la presión suficiente como para lograr que se pusiera en práctica su orden, y ello tan sólo hasta cierto punto. La gente amaba sus plantas, y algunos macizos de flores pudieron sobrevivir a la campaña de Mao.

Aunque la desaparición de tan hermosas plantas me apenaba profundamente, no experimentaba rencor hacia Mao. Por el contrario, me odiaba a mí misma por alimentar pensamientos tristes. Para entonces, la «autocrítica» ya se había convertido en mí en un hábito, y me reprochaba automáticamente cualquier instinto contrario a las instrucciones de Mao. De hecho, tales sentimientos me atemorizaban. Comentarlos con alguien era algo que estaba fuera de toda cuestión, por lo que intentaba suprimirlos y adquirir una filosofía correcta. Vivía en un estado de autoacusación permanente.

Aquellos autoexámenes y autocríticas constituían un rasgo fundamental de la China de Mao. Se nos decía que nos convertiríamos en personas nuevas y mejores, pero en realidad se trataba de una instrospección destinada al propósito de crear un pueblo desprovisto de pensamiento propio.

El aspecto religioso del culto a Mao no habría sido posible en una sociedad tradicionalmente seglar como China de no haberse obtenido impresionantes logros económicos. El país había experimentado una recuperación espectacular desde la época del hambre, y el nivel de vida mejoraba a pasos agigantados. Aunque en Chengdu aún existía racionamiento de arroz, abundaban la carne, los vegetales y las aves de corral. Frente a las tiendas se apilaban sobre la acera montañas de melones, calabazas y berenjenas debido a que en el interior ya no había lugar para almacenarlas. Aunque se dejaran allí durante la noche, no había casi nadie que se las llevara, y los comercios las vendían a un precio irrisorio. Los huevos, en otro tiempo tan preciados, se pudrían en enormes cestos: había demasiados. Apenas unos años antes había resultado difícil hallar un único melocotón, pero ahora el consumo de melocotones había sido promocionado como patriótico, y los funcionarios recorrían los domicilios de los ciudadanos e intentaban persuadirlos para que los adquirieran a un precio poco menos que simbólico.

Comenzaron a conocerse cierto número de historias optimistas que enardecieron notablemente el orgullo nacional. En octubre de 1964, China hizo detonar su primera bomba atómica, acontecimiento que fue ampliamente difundido y presentado como la demostración de sus avances científicos e industriales, especialmente en lo que se refería al «enfrentamiento con los matones imperialistas». La explosión de la bomba atómica coincidió con la caída de Kruschev, lo que parecía probar que Mao había estado en lo cierto una vez más. En 1964, Francia fue la primera nación occidental que otorgó a China un reconocimiento diplomático completo, y la ocasión fue recibida con delirio por la nación, que la consideró una victoria sobre los Estados Unidos, aún reacios a reconocer el legítimo lugar que el país ocupaba en el mundo.

Por si fuera poco, habían terminado las persecuciones políticas, y la gente gozaba de un relativo bienestar. Todo el mérito de ello recayó sobre Mao. Aunque los otros líderes de la nación sabían en qué había consistido la contribución de éste, el pueblo continuaba ignorándolo. Recuerdo haber escrito a lo largo de aquellos años apasionados elogios en los que agradecía a Mao todos sus éxitos y le juraba lealtad eterna.

En 1965 cumplí los trece años. La tarde del 1 de octubre -décimo sexto aniversario de la fundación de la República Popular – hubo un enorme despliegue de fuegos artificiales en la plaza central de Chengdu. En el costado norte de la plaza se abría una puerta que conducía a un antiguo palacio imperial recientemente restaurado a la grandeza que poseyera en el siglo III, época en la que la próspera ciudad amurallada de Chengdu había sido capital de reino. La puerta era muy similar a la Puerta de la Paz Celeste de Pekín -entonces entrada de la Ciudad Prohibida – si exceptuábamos su color, ya que tenía amplios tejados de tejas verdes que descansaban sobre muros grises. Bajo el tejado barnizado del pabellón se elevaban enormes pilares de secoya. Las balaustradas estaban construidas de mármol blanco. Tras ellas, mi familia y yo, acompañados por los altos dignatarios de Sichuan, ocupábamos un palco de observación y disfrutábamos del ambiente festivo en espera de que comenzaran los fuegos. En la plaza que se extendía frente a nosotros, cincuenta mil personas cantaban y bailaban.

¡Bang! ¡Bang! A pocos metros de nosotros se dio la señal para que comenzaran los fuegos artificiales y, de repente, el cielo se convirtió en un jardín de formas y colores espectaculares, un océano cuyas olas «de esplendor se sucedían sin descanso. La música y el ruido se elevaron desde el pie de la puerta imperial para unirse al espectáculo. Al cabo de un rato, el cielo permaneció claro unos segundos hasta que, de pronto, una súbita explosión desencadenó un magnífico abanico seguido por el despliegue de una inmensa y alargada red de sedosas ramificaciones. Tras extenderse en medio del firmamento oscilando suavemente con la brisa otoñal, las luces que la componían comenzaron a brillar mostrando la leyenda: «¡Larga vida a nuestro gran líder, el presidente Mao!»

Las lágrimas afloraron a mis ojos. «¡Qué afortunada! ¡Qué increíblemente afortunada soy de poder vivir en la era del gran Mao Zedong! -repetía para mí misma una y otra vez-. ¿Cómo pueden los niños de los países capitalistas continuar viviendo sin tener cerca al presidente Mao ni albergar la esperanza de verle algún día en persona?» Sentía deseos de hacer algo por ellos, de salvarles de su situación. Allí y entonces me juré solemnemente a mí misma que trabajaría sin descanso para construir una China más fuerte que pudiera apoyar una revolución mundial. También tendría que trabajar duramente para hacerme merecedora de ver al presidente Mao, objetivo que se convirtió en el propósito de mi vida.


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