Mi abuela recibió la orden de acudir al templo en un día determinado. Para demostrar su reverencia por Buda, tomó baños perfumados y pasó largas horas meditando frente a un pequeño santuario aromatizado con incienso. La oración en el templo exigía un estado de máximo sosiego y la ausencia de cualquier emoción perturbadora. Acompañada por una sirvienta, partió en una carreta alquilada tirada por un caballo. Vestía una chaqueta de color azul huevo de pato con los bordes adornados por un bordado de hilo de oro que destacaba la sencillez de sus líneas y una hilera de botones de mariposa que recorría el costado derecho. Completaba su atavío una falda plisada de color rosado adornada con flores bordadas. Sus largos y oscuros cabellos habían sido peinados en una trenza, de cuya parte superior asomaba una peonía fabricada en seda verdinegra, la variedad menos frecuente. No llevaba maquillaje, pero sí iba ricamente perfumada, tal y como se consideraba apropiado para las visitas a los templos. Una vez en su interior, se arrodilló ante la gigantesca estatua del Buda. Tras realizar varios kowtow [2] ante la imagen de madera, permaneció de rodillas frente a ella con las manos unidas en oración.
Mientras rezaba, llegó su padre acompañado por el general Xue. Los dos hombres contemplaron la escena desde la oscuridad de la nave. Mi bisabuelo había trazado su plan acertadamente. La posición en la que se hallaba arrodillada mi abuela revelaba no sólo sus calzones de seda, rematados en oro al igual que la chaqueta, sino también sus diminutos pies, calzados por zapatos de satén bordado.
Cuando concluyó su oración, mi abuela realizó tres kowtow más frente al Buda. Al ponerse en pie, perdió ligeramente el equilibrio, lo que no era difícil con los pies vendados, y extendió la mano para apoyarse en su doncella. El general Xue y su padre acababan de iniciar su avance. Mi abuela se ruborizó e inclinó la cabeza. A continuación, dio media vuelta y se dispuso a partir, lo que constituía la actitud adecuada. Su padre avanzó un paso y la presentó al general. Ella realizó una pequeña reverencia sin alzar el rostro en ningún momento.
Tal y como correspondía a un hombre de su posición, el general apenas comentó brevemente el encuentro con Yang, quien al fin y al cabo no era sino un subordinado de poca monta, pero mi bisabuelo pudo adivinar que se encontraba fascinado. El siguiente paso consistía en organizar un encuentro más directo. Un par de días después, Yang, corriendo el riesgo de arruinarse, alquiló el mejor teatro de la ciudad y contrató la representación de una ópera local, al tiempo que solicitaba la presencia del general Xue como invitado de honor. Al igual que la mayor parte de los teatros chinos, éste se hallaba construido alrededor de un espacio rectangular abierto al cielo y provisto de estructuras de madera en tres de sus costados; el cuarto constituía el escenario, el cual aparecía completamente desnudo y desprovisto tanto de telones como de decorados. La zona destinada al público se parecía más a un café que a un teatro occidental. Los hombres se sentaban en torno a varias mesas dispuestas en el patio central, comiendo, bebiendo y hablando en voz alta a lo largo de la representación. A un lado, algo más arriba, se hallaba el «círculo de los vestidos», donde las damas aparecían recatadamente sentadas ante mesas más pequeñas. Tras ellas esperaban sus doncellas. Mi bisabuelo lo había organizado todo de manera que su hija estuviera en un lugar en el que el general Xue pudiera verla con facilidad.
Esta vez, su atuendo era mucho más complicado que el día de la visita al templo. Llevaba un vestido de satén ricamente bordado y los cabellos adornados con joyas. Asimismo, podía dar rienda suelta a su vivacidad y energía naturales riendo y charlando con sus amigas. El general Xue apenas dirigió una mirada al escenario.
Después de la representación, se celebró un juego tradicional chino llamado adivinanzas de farol. Se llevaba a cabo en dos estancias separadas, una para los hombres y otra para las mujeres. En cada sala había docenas de farolillos de papel cuidadosamente elaborados, sobre los que se habían adherido una serie de adivinanzas escritas en verso. La persona que adivinaba el mayor número de respuestas obtenía un premio. Ni que decir tiene que el ganador masculino fue el general Xue. Entre las mujeres, el premio recayó en mi abuela.
Con ello, Yang había proporcionado al general Xue la ocasión de admirar la belleza y la inteligencia de su hija. La cualidad final era su talento artístico. Dos noches después, invitó al general a cenar a su casa. Era una noche clara y templada, y había luna llena: una atmósfera perfecta para escuchar el qin. Después de cenar, los hombres se sentaron en el mirador, y mi abuela recibió la orden de interpretar música en el patio. Su actuación encantó al general Xue, sentado bajo un emparrado en el que flotaba el aroma de las jeringuillas. Más tarde, el general habría de revelar a mi abuela que con aquella representación a la luz de la luna le había arrebatado el corazón. Cuando nació mi madre, la bautizó con el nombre de Bao Qin, que significa «Preciosa cítara».
Antes de que concluyera la velada ya había pedido su mano; no directamente a ella, claro está, sino a su padre. No realizó una propuesta de matrimonio, sino que sugirió que mi abuela se convirtiera en su concubina. Pero era todo lo que había esperado Yang. Para entonces, la familia Xue habría ya dispuesto para el general un matrimonio basado en consideraciones de tipo social. En cualquier caso, los Yang eran demasiado humildes para dotarle de una esposa. Sin embargo, se esperaba que un hombre como el general Xue dispusiera de concubinas. Eran ellas, y no las esposas, quienes se hallaban destinadas al placer. Las concubinas podían llegar a adquirir un poder considerable, pero su categoría social era muy distinta de la de una esposa. Una concubina era una suerte de querida oficial que el hombre adquiría y abandonaba a voluntad.
La primera noticia que tuvo mi abuela acerca del destino que se le avecinaba fue cuando su madre se lo comunicó, pocos días antes del acontecimiento. Mi abuela inclinó la cabeza y lloró. Detestaba la idea de ser una concubina, pero su padre ya había tomado la decisión, y a nadie se le hubiera ocurrido enfrentarse a sus progenitores. Discutir una decisión paterna se consideraba «antifilial», y el comportamiento antifilial equivalía a una traición. Incluso si rehusaba someterse a los deseos de su padre, nadie la tomaría en serio. Su acción se interpretaría como una indicación de que quería permanecer con ellos. El único modo de negarse de un modo verosímil habría consistido en suicidarse, por lo que mi abuela se mordió los labios y no dijo nada. De hecho, no había nada que pudiera decir. Incluso decir que sí se hubiera considerado impropio de una dama, pues hubiera implicado que ansiaba separarse de sus padres.
Al advertir cuan desdichada se sentía, su madre le aseguró que se trataba de la mejor unión posible. Su esposo le había hablado del poder del general Xue: «En Pekín dicen, “Cuando el general Xue da una patada en el suelo, tiembla toda la ciudad”.» Lo cierto es que mi abuela se había sentido considerablemente impresionada por el porte apuesto y marcial del general, a la vez que se sentía adulada por las palabras de admiración que había pronunciado ante su padre acerca de ella, palabras que ahora eran repasadas y embellecidas. Ninguno de los hombres de Yixian poseía el empaque del general, y a sus quince años de edad ignoraba lo que significaba realmente ser una concubina y confiaba en que podría conquistar el amor del general Xue y llevar una vida feliz.
El general Xue había dicho que podía quedarse en Yixian, en una casa que compraría especialmente para ella. Ello significaba que podría conservar la proximidad con su familia y, más importante aún, que no tendría que vivir en la residencia del general, donde habría tenido que someterse a la autoridad de su esposa y del resto de las concubinas, todas las cuales habrían tenido derechos de antigüedad sobre ella. En la residencia de un potentado como el general Xue, las mujeres eran prácticamente unas prisioneras viviendo en un estado de murmuración y calumnia permanentes provocado en gran parte por la inseguridad. La única seguridad de que gozaban era el favor de su esposo. La oferta del general Xue de comprarle una casa significaba mucho para mi abuela, al igual que su promesa de solemnizar la unión con una ceremonia nupcial completa. Ello suponía que ella y su familia adquirirían una importancia considerable. Asimismo, existía una consideración final sumamente importante para ella: ahora que su padre se hallaba satisfecho, confiaba en que mejorara el trato que daba a su madre.
La señora Yang sufría epilepsia, lo que la convertía en despreciable a los ojos de su marido. A pesar de mostrarse siempre humilde, él la trataba como si fuera una basura, sin mostrar inquietud alguna por su salud. Durante años, le reprochó no haberle dado un hijo. Mi bisabuela sufrió una larga serie de abortos tras el nacimiento de mi abuela, hasta que, en 1917, nació una nueva criatura. Una vez más, era una niña.
Mi bisabuelo se mostraba obsesionado por la idea de tener el dinero suficiente como para disponer de concubinas. La «boda» le permitió ver cumplido este deseo, pues el general Xue obsequió a la familia con espléndidos presentes nupciales de los que fue él el principal beneficiario. Los regalos eran realmente magníficos, tal y como correspondía a la categoría del general.
El día de la boda, llevaron a casa de los Yang una silla de mano tapizada con un grueso tejido de seda bordada con brillantes colores. Junto a ella, acudió una procesión en la que se portaban letreros, estandartes y farolillos de seda decorados con doradas imágenes del fénix, el símbolo más grandioso para una mujer. De acuerdo con la tradición, la ceremonia nupcial tuvo lugar al atardecer, entre una multitud de faroles rojos que alumbraban el crepúsculo. Había una orquesta de tambores, címbalos y penetrantes instrumentos de viento que interpretaron alegres melodías. El ruido se consideraba parte esencial de una buena boda, ya que el silencio habría sugerido que el acontecimiento tenía algo de vergonzoso. Mi abuela apareció espléndidamente ataviada de brillantes bordados, con un velo de seda roja cubriendo su cabeza y su rostro. Ocho hombres la transportaron hasta su nueva casa en la silla de mano. En el interior de ésta hacía un calor sofocante y, discretamente, retiró la cortinilla unos pocos centímetros. Atisbando bajo el velo, se alegró de ver la gente que contemplaba la procesión desde la calle. Aquello era muy distinto a lo que hubiera podido esperar una simple concubina: apenas una pequeña silla de mano tapizada con algodón simple de un soso color índigo y transportada por dos o, cuando más, cuatro personas, todo ello sin procesiones ni música. La comitiva recorrió toda la población, visitando sus cuatro entradas, tal y como exigía el ritual completo, y exhibiendo los lujosos regalos en carretas y en grandes cestos de mimbre transportados a su paso. Una vez hubo sido exhibida por toda la ciudad, llegó por fin a su nuevo hogar, una residencia grande y elegante. Al verla, se sintió satisfecha. La pompa y la ceremonia le hacían sentir que había ganado prestigio y estima. Ninguno de los habitantes de Yixian recordaba haber visto un acontecimiento semejante.