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En 1989, un funcionario que había estado colaborando en el esfuerzo por combatir la escasez me dijo que calculaba que en Sichuan debieron de morir de hambre siete millones de personas. Ello equivalía al diez por ciento de la población de una provincia rica. El cálculo admitido referente al número de muertes ocurridas en todo el país se eleva a unos treinta millones de habitantes.

Un día, en 1960, desapareció la hija de tres años de la vecina de mi tía Jun-ying. Unas semanas después, la vecina vio una niña jugando en la calle. Llevaba un vestido que le pareció el de su hija. Se acercó y lo examinó: tenía una marca que lo identificaba sin posibilidad de dudas, por lo que informó de ello a la policía. Se averiguó que los padres de aquella niña estaban vendiendo carne seca. Habían secuestrado y asesinado a cierto número de niños y se dedicaban a venderlos a precios exorbitantes como si se tratara de carne de conejo. Ambos fueron ejecutados y se echó tierra sobre el asunto, pero todo el mundo sabía que se continuaban matando niños.

Años después, me encontré con un antiguo colega de mi padre, un hombre sumamente bondadoso y capaz, en absoluto dado a la exageración. Sin poder ocultar su emoción, me relató lo que había visto en una comuna en particular durante la época del hambre. El treinta y cinco por ciento de los campesinos había muerto en una zona en la que la cosecha había sido buena. Sin embargo, apenas se había recolectado nada debido a que los hombres habían sido desviados para la producción de acero. La cantina comunal, por su parte, había consumido la mayor parte de lo poco que había. Un día, un campesino irrumpió en su habitación y se arrojó al suelo gritando que había cometido un horrible crimen y suplicando que se le castigara por ello. Por fin, se averiguó que había matado a su propio hijo pequeño y lo había devorado. El hambre había sido como una fuerza incontrolable que le había impulsado a blandir el cuchillo. Con lágrimas resbalando por sus mejillas, el funcionario ordenó que arrestaran al campesino, quien fue posteriormente fusilado como advertencia a los asesinos de niños.

Una de las explicaciones oficiales de la escasez fue que Kruschev había forzado súbitamente a China a devolver una elevada deuda que había contraído durante la guerra de Corea para poder acudir en auxilio de Corea del Norte. El régimen se servía de la experiencia de gran parte de la población, campesinos sin tierra que recordaban la persecución a que habían sido sometidos por despiadados acreedores para que pagaran el alquiler o devolvieran los préstamos. Asimismo, al identificar a la Unión Soviética, Mao había logrado también crear un enemigo externo al que echarle la culpa y frente al cual aunar a la población.

Otra de las causas invocadas era la existencia de catástrofes naturales sin precedentes. China es un país inmenso en el que no hay año en que el mal tiempo no cause daños y escasez de comida en un lugar u otro. A nivel nacional, únicamente los líderes supremos tenían acceso a los informes meteorológicos. De hecho, dada la inmovilidad de la población, pocos sabían lo que sucedía en la región contigua o incluso al otro lado de los montes que le circundaban. Muchos pensaron entonces -y aun hoy lo creen- que el hambre imperante fue consecuencia de desastres naturales. Yo no poseo información completa al respecto, pero de todas las personas con las que he hablado, procedentes de distintas partes de China, pocos habían conocido catástrofes naturales en sus regiones. Las únicas historias que podían contar se referían a muertes por inanición.

En una conferencia celebrada a comienzos de 1962 ya la que acudieron siete mil funcionarios de alto rango, Mao afirmó que la hambruna había sido consecuencia en un setenta por ciento de desastres naturales y en un treinta por ciento de errores humanos. El presidente Liu Shaoqi apuntó -de un modo aparentemente improvisado- que había que atribuirla más bien a un setenta por ciento de errores humanos y a un treinta por ciento de causas naturales. Mi padre, que había asistido a la conferencia, dijo a mi madre al regresar: «Mucho me temo que el camarada Shaoqi va a tener problemas.»

En la transcripción de los discursos que llegó a manos de los funcionarios de grado medio -como mi madre-, no aparecía la intervención del presidente Liu. La población en general ni siquiera fue informada de las estadísticas propuestas por el presidente Mao. La ocultación de información ayudó a acallar a la gente, y no se advirtieron protestas perceptibles contra el Partido Comunista. Aparte del hecho de que a lo largo de los últimos años la mayoría de los disidentes habían sido ejecutados o eliminados, la población ignoraba hasta qué punto cabía echar las culpas al Partido Comunista. No existía la clásica corrupción en el sentido de que los funcionarios acapararan grano. La situación de los funcionarios del Partido apenas era mejor que la del resto de la gente. De hecho, en algunas poblaciones fueron los primeros en pasar hambre… y en morir. La hambruna era peor que todo lo previamente sufrido con el Kuomintang, pero mostraba un aspecto diferente: en los días del Kuomintang, la gente había muerto de hambre al mismo tiempo que otros derrochaban de un modo extravagante.

Antes de la escasez, numerosos funcionarios comunistas procedentes de familias de terratenientes habían llevado a sus padres a vivir con ellos a las ciudades. Cuando comenzó el hambre, el Partido ordenó que aquellos ancianos y ancianas fueran enviados de regreso a sus poblados para enfrentarse por su cuenta a los tiempos duros -esto es, a la muerte por inanición- junto a los campesinos locales. Algunos abuelos de amigos míos hubieron de abandonar Chengdu y murieron al poco tiempo.

La mayor parte de los campesinos vivían en un mundo en el que apenas conocían nada más allá de los límites de su poblado, y echaron la culpa de la penuria a sus jefes por haberles dado órdenes tan catastróficas. Surgieron coplas populares en las que se afirmaba que el liderazgo del Partido era positivo, y que tan sólo los funcionarios de poca monta eran un desastre.

El Gran Salto Adelante y aquella impresionante hambruna trastornaron profundamente a mis padres. Aunque no poseían una visión de conjunto de la situación, no podían creer que las catástrofes naturales fueran la única explicación. Su sentimiento imperante era de culpa. Dado que trabajaban en los servicios de propaganda, se encontraban en el mismo núcleo de los mecanismos de desinformación. Para acallar su conciencia y evitar tener que enfrentarse con su deshonesta rutina cotidiana, mi padre se ofreció a ayudar en las labores de lucha contra el hambre que se realizaban en las comunas. Ello implicaba vivir -y morir de hambre- con los campesinos, y hacerlo equivalía a «compartir el bienestar y la desdicha con las masas» de acuerdo con las instrucciones de Mao. No pudo evitar, sin embargo, el reproche de sus empleados, quienes se vieron obligados a fijar un sistema de turnos para acompañarle, cosa que detestaban porque significaba pasar hambre.

Desde finales de 1959 hasta 1961, durante lo que fue la peor época de escasez, casi no vi a mi padre. Supe que en el campo comía hojas de batata, hierbas y cortezas de árboles al igual que los campesinos. Un día en que caminaba a lo largo del banco que separaba las parcelas de cultivo de unos arrozales vio en la distancia a un campesino esquelético que se desplazaba con suma lentitud y evidente dificultad. De pronto, el hombre desapareció. Cuando mi padre se aproximó corriendo, el campesino yacía inerte sobre el campo. Había muerto de hambre.

No había día en que mi padre no se horrorizara ante lo que veía, a pesar de que rara vez era testigo de lo peor ya que los funcionarios locales, al modo tradicional, le rodeaban allí donde fuera. Sufrió edemas y una grave hepatomegalia, así como una profunda depresión. En varias ocasiones fue ingresado inmediatamente en el hospital nada más regresar de sus viajes. Durante el verano de 1961, pasó tres meses hospitalizado. Había cambiado. Ya no era el aplomado puritano de antaño. El Partido se mostraba contrariado con él. Fue criticado por «permitir que decayera su voluntad revolucionaria» y expulsado del hospital.

Dedicó cada vez más tiempo a la pesca. Frente al hospital había un río encantador conocido como el arroyo del Jade. Los renuevos de los sauces que se curvaban desde la orilla acariciaban la superficie de sus aguas y las nubes se derretían y solidificaban en sus múltiples reflejos. Yo misma solía sentarme en sus empinadas márgenes, contemplando las nubes y viendo pescar a mi padre. Olía a excrementos humanos. Sobre la ribera se extendían los terrenos del hospital, en otro tiempo macizos de flores convertidos para entonces en huertos destinados al suministro de alimentos adicionales para los empleados y los enfermos. Aún hoy, cuando cierro los ojos, me parece ver las larvas de mariposa devorando las hojas de las coles. Mis hermanos las capturaban para que mi padre las utilizara como cebo. Los campos mostraban un aspecto patético. Resultaba evidente que los médicos y las enfermeras no eran en absoluto expertos en labores agrícolas.

A lo largo de la historia, los eruditos y mandarines chinos se habían dedicado tradicionalmente a pescar cuando estaban desilusionados por las acciones del Emperador. La pesca sugería el regreso a la naturaleza, la huida de la política cotidiana. Constituía una especie de símbolo del desencanto y la falta de cooperación.

Mi padre rara vez pescaba nada, y en cierta ocasión escribió un poema uno de cuyos versos rezaba: «No es para pescar por lo que voy de pesca.» Su compañero de excursiones, sin embargo -otro de los directores adjuntos del departamento- siempre le daba parte de su captura. Ello se debía a que en 1961, en plena época del hambre, mi madre volvía a estar embarazada, y los chinos consideraban el pescado como un elemento esencial para el desarrollo del pelo de los niños. No había sido su intención quedar de nuevo en estado. Entre otras cosas, tanto ella como mi padre vivían entonces de sus salarios, lo que significaba que el Estado ya no les suministraba nodrizas ni niñeras. Obligados a mantener a cuatro hijos, a mi abuela y a parte de la familia de mi padre, apenas les sobraba dinero. Mi padre dedicaba una buena porción de su sueldo a la adquisición de libros, especialmente de gruesos volúmenes de obras clásicas de los que cada colección costaba el equivalente a dos meses de salario. A veces, mi madre protestaba levemente. Otras personas de su posición dejaban caer las adecuadas indirectas en las editoriales y obtenían sus ejemplares gratis «por motivos de trabajo». Mi padre insistía en pagarlo todo.

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