El gobernador Lee dijo a mi padre que no pensaba enviar la carta. Nada de lo que en ella se expresaba era nuevo, dijo. «El Partido lo sabe todo. Ten confianza en él.» Mao había dicho que la moral de la gente no debía sufrir bajo ningún concepto. El Gran Salto Adelante había modificado la actitud psicológica de los chinos convirtiendo su antigua pasividad en un espíritu osado y entusiasta que no debía verse descorazonado.
El gobernador Lee reveló también a mi padre que le habían aplicado el peligroso apodo de Oposición entre los líderes provinciales, ante los que en alguna ocasión había expresado su desacuerdo. Si mi padre continuaba sin tener problemas se debía tan sólo a las demás cualidades que poseía, a su absoluta lealtad hacia el Partido y a su severo sentido de la disciplina. «Te salva -dijo el gobernador- que sólo has expresado tus dudas ante el Partido, y no en público.» Advirtió a mi padre que podría meterse en serias dificultades si insistía en sacar a relucir aquellas inquietudes, y lo mismo podía sucederle a su familia y a «otros» (esto último constituía una clara referencia a sí mismo como amigo de mi padre). Mi padre no insistió. Se hallaba casi convencido por los argumentos esgrimidos, y el riesgo era demasiado alto. Para entonces, había alcanzado una etapa en la que era capaz de transigir con ciertas cosas.
Sin embargo, tanto a él como a la gente que trabajaba en los departamentos de Asuntos Públicos llegaban gran número de quejas. Parte de su trabajo consistía en recogerlas y transmitirlas a Pekín. Tanto entre los funcionarios como entre la gente corriente reinaba un descontento general. De hecho, el Gran Salto Adelante desencadenó la más grave división entre los líderes desde que los comunistas tomaran el poder diez años antes. Mao tuvo que ceder el menos importante de sus dos puestos -el de presidente del Estado- en favor de Liu Shaoqi. Liu se convirtió en el número dos del país, pero su prestigio apenas alcanzaba una pequeña fracción del de Mao, quien conservaba su cargo clave de presidente del Partido.
Las voces de disidencia se hicieron tan fuertes que el Partido se vio obligado a convocar una conferencia especial cuya celebración tuvo lugar a finales de junio de 1959 en Lushan, estación de montaña de China central. En la conferencia, el ministro de Defensa, mariscal Peng De-huai, escribió una carta a Mao criticando lo sucedido en el Gran Salto Adelante y recomendando que se enfocara la economía desde una perspectiva realista. De hecho, se trataba de una carta notablemente reprimida, y concluía con una obligada nota de optimismo (en este caso, preveía ponerse a la altura de Gran Bretaña en el plazo de cuatro años). Sin embargo, aunque Peng era uno de los más antiguos camaradas de Mao a la vez que una de las personas más cercanas a él, el presidente no podía aceptar ni siquiera aquellas débiles críticas, especialmente en un momento en que, consciente de sus propias equivocaciones, se hallaba a la defensiva. Utilizando el tono dolido que tanto le gustaba, Mao calificó la carta de «bombardeo destinado a arrasar Lushan». Afianzándose en su postura, alargó la conferencia durante más de un mes, atacando ferozmente al mariscal Peng. Tanto éste como los pocos que aún le defendían abiertamente fueron tildados de «oportunistas de derecha». Peng fue obligado a cesar como ministro de Defensa, sometido a arresto domiciliario y posteriormente forzado a un retiro prematuro en Sichuan, donde se le relegó a un cargo de menor importancia.
Mao había tenido que organizar cuidadosas confabulaciones para salvaguardar su poder. Su lectura favorita, que siempre recomendaba al resto de los líderes del Partido, era una colección clásica de intrigas cortesanas y complots desde el poder que comprendía varios tomos. De hecho, a lo que más se asemejaba la estructura de poder de Mao era a una corte medieval en la que el líder ejercía un poder hipnotizador sobre sus subditos y cortesanos. Era asimismo un maestro del «divide y vencerás» y de la manipulación de las inclinaciones humanas para forzar a quienes le rodeaban a arrojarse mutuamente a los lobos. Al final, y pese a sentirse íntimamente desencantados con las políticas de Mao, hubo pocas autoridades superiores que apoyaran al mariscal Peng. El único que evitó tener que participar en la votación fue el secretario general del Partido, Deng Xiaoping, convaleciente de una pierna rota. La madrastra de Deng no había cesado de gruñir desde su casa: «¡He sido una campesina toda mi vida y jamás había oído hablar de semejante modo de cultivar la tierra!» Cuando Mao supo cómo Deng se había roto la pierna (jugando al billar), comentó: «Desde luego, qué oportuno…»
Tras asistir a la conferencia, el comisario Li, primer secretario de Sichuan, regresó a Chengdu con un documento que contenía las observaciones realizadas por Peng en Lushan. Dicho documento se distribuyó entre los funcionarios de nivel 17 y superior, a los que se ordenó que manifestaran formalmente hasta qué punto estaban de acuerdo con su contenido.
Mi padre había oído algo referente a la disputa de Lushan de labios del gobernador de Sichuan. En su reunión de «examen», aventuró algunos comentarios vagos acerca de la carta de Peng y, a continuación, hizo algo que jamás había hecho antes: advirtió a mi madre de que se trataba de una trampa. Ella se sintió profundamente agradecida. Era la primera vez que anteponía sus intereses a las normas del Partido.
Le sorprendió comprobar que muchas otras personas parecían haber sido igualmente avisadas. En su «examen» colectivo, la mitad de sus colegas mostraron una ardiente indignación ante la carta de Peng, al tiempo que aseguraban que las críticas que contenía eran «totalmente falsas». Otros parecían haber perdido la capacidad de hablar, y se limitaron a murmurar frases evasivas. Uno de ellos se las arregló para no comprometerse con nadie diciendo: «No me encuentro en situación de mostrarme de acuerdo ni en desacuerdo debido a que ignoro si los argumentos del mariscal Peng se encuentran o no basados en la realidad. De ser así, yo le defendería, pero no, por supuesto, en caso contrario.»
Los jefes del departamento de grano y de la oficina de correos de Chengdu eran veteranos del Ejército Rojo que habían luchado a las órdenes del mariscal Peng. Ambos se manifestaron de acuerdo con lo que había dicho su antiguo y admirado comandante, y habían añadido un relato de sus propias experiencias en el campo para apoyar las observaciones de éste. Mi madre se preguntó si aquellos viejos soldados serían conscientes de la trampa que se les había tendido. De ser así, su sinceridad resultaba heroica. Deseó tener el valor que ellos mostraban, pero pensó en sus hijos: ¿qué sería de ellos? Ya no poseía la libertad de espíritu de la que había gozado cuando era una estudiante. Cuando llegó su turno, dijo: «Las opiniones que refleja la carta no están en la línea de la política desarrollada por el Partido durante los dos últimos años.»
Su jefe, el señor Guo, le dijo más tarde que sus observaciones se habían considerado profundamente insatisfactorias, ya que no había manifestado claramente su postura. Durante días, vivió en un estado de aguda ansiedad. Los veteranos del Ejército Rojo que habían apoyado a Peng fueron denunciados como oportunistas de derecha, obligados a cesar y enviados a trabajos forzados. Mi madre fue convocada a participar en una reunión en la que se criticaron sus tendencias derechistas. El señor Guo aprovechó la misma para describir algunos otros de sus graves errores. En 1959, había surgido en Chengdu una especie de mercado negro dedicado a la venta de gallinas y huevos. Dado que las comunas, que se habían apropiado de las aves de corral de los campesinos, se mostraban incapaces de criarlas adecuadamente, tanto las gallinas como los huevos habían desaparecido de los comercios, entonces propiedad del Estado. De un modo u otro, unos pocos campesinos se las habían arreglado para conservar un par de gallinas ocultas bajo las camas, y ahora procedían a venderlas junto con los huevos que habían puesto a algo así como veinte veces su precio anterior. Todos los días salían destacamentos de funcionarios a la caza de aquellos campesinos. En cierta ocasión en que el señor Guo había pedido a mi madre que se incorporara a uno de ellos, ella había respondido: «¿Qué hay de malo en suministrar los bienes que la gente necesita? Si existe una demanda debería existir asimismo una oferta.» Aquella observación le valió una advertencia acerca de sus tendencias derechistas.
Aquella purga de «oportunistas de derecha» sometió al Partido a una nueva sacudida, ya que numerosos altos funcionarios se mostraron de acuerdo con Peng. La lección resultante fue que no cabía desafiar la autoridad de Mao aunque éste estuviera claramente equivocado. Los funcionarios comprobaron que, independientemente de lo elevado de su categoría (Peng, después de todo, había hablado siendo ministro de Defensa) y de su situación personal (Peng estaba considerado como el favorito de Mao) cualquiera que ofendiera al líder se hallaba destinado a caer en desgracia. Supieron asimismo que no cabía decir lo que se pensaba y dimitir a continuación, ni siquiera de un modo discreto: la dimisión se entendía como una forma inaceptable de protesta. No había posibilidad de retirada. Las bocas del Partido habían sido tan firmemente selladas como las de la propia población. Después de aquello, el Gran Salto Adelante acometió excesos todavía mayores, y las autoridades superiores impusieron objetivos económicos aún más descabellados. Se movilizó a un número mayor de campesinos para la fabricación de acero, y el campo se vio inundado de órdenes aún más arbitrarias que terminaron por imponer el caos.
A finales de 1958, en pleno auge del Gran Salto Adelante, se inició un masivo proyecto de construcción consistente en diez grandes edificios que habrían de ser completados en la capital, Pekín, en el curso de diez meses para conmemorar el día 1 de octubre de 1959, décimo aniversario de la fundación de la República Popular.
Uno de ellos era el Gran Palacio del Pueblo, un edificio de columnas al estilo soviético situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. Su frontispicio de mármol había de extenderse a lo largo de cuatrocientos metros, y su salón principal de banquetes -adornado con múltiples candelabros- daría cabida a varios miles de personas. Allí se celebrarían las reuniones más importantes, y allí recibirían las autoridades a los dignatarios extranjeros. Las estancias, diseñadas todas ellas a gran escala, serían bautizadas con los nombres de las provincias chinas. Mi padre fue encargado de la decoración del Salón Sichuan, y una vez completada la labor invitó para su inspección a diversos líderes del Partido relacionados con dicha provincia. Acudió Deng Xiaoping, oriundo de la misma, al igual que el mariscal Ho Lung, un célebre personaje al estilo Robin Hood, íntimo amigo de Deng a la vez que uno de los fundadores del Ejército Rojo.