Los comunistas habían instituido un sistema bajo el cual todo el mundo debía registrar su lugar de residencia (hu-kou). Sólo aquellos que quedaban registrados como habitantes de ciudad tenían derecho a raciones alimenticias. Nuestra criada estaba registrada como campesina, por lo que mientras estuviera con nosotros no dispondría de fuente alguna de alimentos. Sin embargo, con las raciones de toda la familia había más que de sobra para alimentarla también a ella. Un año después, mi madre le ayudó a cambiar su registro al de Chengdu.
Igualmente, era mi familia la encargada de pagar su salario. El sistema de subsidios del Estado había sido abolido a finales de 1956, época en que mi padre perdió asimismo los servicios de su guardaespaldas, al que sustituyó un mayordomo compartido que le prestaba algunos servicios en la oficina, tales como servirle el té o cuidar de los automóviles. Para entonces, mis padres ganaban sueldos previamente fijados de acuerdo con sus niveles de funcionariado. Mi madre poseía un nivel 17, y mi padre un nivel 10, lo que implicaba el doble de sueldo que ella. Dado que los productos básicos eran baratos y que no existía concepto de sociedad de consumo, la combinación de ambos salarios resultaba más que suficiente. Mi padre pertenecía a una categoría especial conocida con el nombre de gao-gan o «altos funcionarios», término que se aplicaba a las personas de nivel 13 y superiores, de las cuales había unas doscientas en Sichuan. En toda la provincia, con una población total que entonces ya alcanzaba los setenta y dos millones de personas, había menos de veinte que alcanzaran o sobrepasaran el nivel 10.
En primavera de 1956, Mao anunció una política bautizada como la de las Cien Flores, nombre extraído de la frase «que florezcan las cien flores» (bai-hua qi- fang), lo que en teoría significaba una mayor libertad para las artes, la literatura y la investigación científica. El Partido quería obtener el apoyo de los ciudadanos más cultivados del país, cosa que éste necesitaba urgentemente a medida que iniciaba su etapa de industrialización y post-recuperación.
El nivel educativo general del país siempre había sido muy bajo. La población era enorme -para entonces, más de seiscientos millones de personas- y la inmensa mayoría jamás había disfrutado de nada parecido a un nivel de vida digno. El país siempre había vivido bajo una dictadura basada en mantener a la población en estado de ignorancia y, con ello, de obediencia. Existía también el problema del lenguaje: la grafía china es extraordinariamente difícil. Se basa en decenas de miles de caracteres individuales que no se encuentran relacionados con los sonidos, y cada uno de ellos se forma con complicados trazos y necesita ser recordado por separado. Había cientos de millones de personas analfabetas.
Cualquiera que poseyera una mínima educación recibía el apelativo de intelectual. Con los comunistas, acostumbrados a basar sus políticas en categorías de clase, los intelectuales se convirtieron en una categoría tan específica como vaga en la que se incluían enfermeras, estudiantes y actores junto a ingenieros, técnicos, escritores, maestros, médicos y científicos.
Bajo la política de las Cien Flores, el país disfrutó de un año de relativa tranquilidad. A continuación, en primavera de 1957, el Partido exhortó a diversos intelectuales a que expresaran sus críticas de todos los rangos del funcionariado. Mi madre pensó que el propósito de ello era estimular una mayor liberalización. Al conocer el contenido de un discurso que Mao pronunció al respecto y que fue transmitiéndose de nivel en nivel hasta llegar a ella, se sintió tan conmovida que no pudo dormir en toda la noche. Sentía que China iba a disfrutar realmente de un partido moderno y democrático, un partido que aceptaría gustosamente las críticas con objeto de revitalizarse. Se sintió orgullosa de ser comunista.
Cuando los miembros del nivel de mi madre fueron informados del discurso en el que Mao había solicitado la expresión de críticas a los funcionarios, nadie les dijo nada de otros comentarios que había realizado aproximadamente en aquella misma época y en los que se refería a sacar a las serpientes de sus madrigueras y a desenmascarar a cualquiera que osara oponerse a él o a su régimen. Un año antes, el líder soviético, Kruschev, había denunciado a Stalin en su «discurso secreto», y ello había anonadado a Mao, quien se identificaba personalmente con Stalin. Mao se había visto nuevamente turbado por la rebelión húngara de aquel otoño, el primer intento con éxito -si bien de corta vida- por derrocar un régimen comunista establecido. Aún peor, Mao sabía que gran parte de las personas cultivadas de China se mostraba a favor de la moderación y la liberalización. Quería, pues, prevenir una «revuelta húngara a la china». De hecho, reveló posteriormente a los líderes húngaros que su petición de críticas había sido una trampa que decidió prolongar incluso cuando sus colegas sugirieron que pusiera fin a ella, con objeto de asegurarse que había descubierto hasta el último disidente en potencia.
Los obreros y campesinos no le inquietaban, ya que confiaba en su gratitud hacia los comunistas por haberles llenado el estómago y haberles proporcionado una existencia estable. Asimismo, mostraba un desprecio básico por ellos: no creía que tuvieran la suficiente capacidad mental como para desafiar su mandato. Sin embargo, Mao siempre había desconfiado de los intelectuales. Los intelectuales habían desempeñado un papel fundamental en Hungría, y se mostraban más aficionados que el resto de las personas a pensar por sí mismos.
Inconscientes de las maniobras secretas del líder, tanto funcionarios como intelectuales se dedicaron a solicitar y a ofrecer críticas. Según Mao, debían «decir todo aquello que quisieran, sin ocultar nada». Mi madre repitió aquello con entusiasmo en las escuelas, los hospitales y los grupos de entretenimiento que tenía a su cargo. En los seminarios y los carteles callejeros se aireaban toda suerte de opiniones. Numerosos personajes célebres aportaron su ejemplo publicando críticas en la prensa.
Como casi todo el mundo, mi madre también recibió ciertas críticas. La principal de ellas, procedente de los colegios, fue que mostraba favoritismo hacia los colegios «clave» (zhong-dian). En China existía cierto número de escuelas y universidades oficialmente designadas en las que el Estado concentraba sus limitados recursos. En ellas se contaba con mejores maestros e instalaciones, y de ellas se seleccionaban los alumnos más brillantes, lo que garantizaba un elevado nivel de acceso de éstos a instituciones de enseñanza superior, y especialmente a universidades «clave». Algunos maestros de las escuelas ordinarias protestaron. afirmando que mi madre había estado prestando demasiada atención a los colegios «clave» a sus expensas.
Los maestros también estaban clasificados en niveles. A los mejores se les concedían niveles honorarios que les daban derecho a salarios muy superiores, raciones alimenticias especiales en tiempos de escasez, mejores viviendas y entradas gratuitas para los teatros. En la jurisdicción de mi madre, la mayor parte de los maestros de alto nivel parecían contar con antecedentes familiares «indeseables», y algunos de los maestros desprovistos de nivel protestaron diciendo que mi madre daba demasiada importancia a los méritos profesionales y muy poca a los antecedentes de clase. Mi madre realizó autocríticas acerca de su falta de ecuanimidad en lo que se refería a las escuelas «clave», pero insistió en que no creía estar equivocada al basarse en los méritos profesionales como criterio para determinar la oportunidad de los ascensos.
Hubo una crítica a la que mi madre, asqueada, hizo oídos sordos. La directora de una de las escuelas de primaria se había unido a los comunistas en 1945 -antes que mi madre- y se sentía molesta por tener que obedecer sus órdenes. En consecuencia, aquella mujer se dedicó a atacar a mi madre afirmando que si había obtenido aquel puesto había sido únicamente gracias a la influencia de mi padre.
Hubo otras quejas: los directores de las escuelas querían disfrutar del derecho a escoger a sus propios maestros en lugar de verse obligados a aceptar a aquellos que les eran asignados por las autoridades. Los directores de hospital querían que se les permitiera comprar hierbas y otras medicinas personalmente, ya que el suministro que recibían del Estado no bastaba para sus necesidades. Los cirujanos querían gozar de mayores raciones alimenticias: consideraban su labor tan ardua como la de los actores de kung-fu de la ópera tradicional china, y sin embargo sus raciones eran una cuarta parte más reducidas que las de aquéllos. Un funcionario de menor rango se lamentaba de que de los mercados de Chengdu hubieran desaparecido algunos célebres artículos tradicionales tales como las «tijeras Wong» o los «cepillos Hu» para verse reemplazados por sustitutos de inferior calidad fabricados al por mayor. Mi madre se mostraba de acuerdo con muchas de aquellas opiniones, pero nada había que pudiera hacer al respecto, ya que se trataba de políticas de Estado. Todo lo que podía hacer era informar de ello a las autoridades superiores.
Aquel estallido de críticas -que a menudo no eran otra cosa que quejas personales o sugerencias prácticas y apolíticas de posibles mejoras- floreció durante aproximadamente un mes del verano de 1957. A comienzos de junio, el discurso pronunciado por Mao acerca de «sacar a las serpientes de sus guaridas» llegó verbalmente a oídos de los funcionarios del nivel de mi madre.
En aquella arenga, Mao había dicho que los derechistas habían desencadenado un ataque sin cuartel del Partido Comunista y del sistema socialista de China. Afirmó que dichos derechistas suponían entre el uno y el diez por ciento de los intelectuales del país… y que debían ser aplastados. Para simplificar las cosas, se había escogido la cifra del cinco por ciento -a medio camino entre ambos extremos propuestos por Mao- como proporción establecida de derechistas que debían ser capturados. Para alcanzar dicha cifra, mi madre debía desenmascarar a más de cien derechistas en las organizaciones a su cargo.
Estaba un poco disgustada por algunas de las críticas que ella misma había recibido, pero pocas de ellas podían considerarse ni remotamente anticomunistas o antisocialistas. A juzgar por lo que había leído en los periódicos, parecía que se habían producido algunos ataques al monopolio comunista del poder y al sistema socialista, pero en sus escuelas y hospitales nadie se había mostrado tan osado. ¿Dónde demonios iba a localizar a tantos derechistas? Además, pensó, era injusto castigar a gente a la que previamente se había invitado -incluso exhortado- a hablar. Por si fuera poco, Mao había garantizado explícitamente que no se tomarían represalias contra los que hablaran. Ella misma, con gran entusiasmo, había animado a la gente a hacerlo.