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Mi madre se dio cuenta de que lo que ocurría era que la investigación se había atascado. La mayor parte de las acusaciones no podían probarse ni desmentirse, y aunque ello no le resultaba del todo satisfactorio, intentó olvidarlo ante la excitación que le producía pensar que iba a ver a sus hijos por primera vez después de seis meses.

Nosotros, recluidos en nuestros respectivos jardines de infancia, apenas habíamos visto tampoco a nuestro padre. Siempre estaba de viaje por el campo. En las raras ocasiones en que regresaba a Chengdu, solía enviar a su guardaespaldas para que nos recogiera a mi hermana y a mí y nos llevara a pasar el sábado en casa. Nunca envió a recoger a los dos niños porque eran demasiado pequeños y no se consideraba capaz de ocuparse de ellos. Su hogar era su oficina. Cuando íbamos a verle siempre tenía que acudir a alguna reunión, y entonces su guardaespaldas nos encerraba en su despacho, lugar en el que nada podíamos hacer aparte de concursos de pompas de jabón. En cierta ocasión, me sentía tan aburrida que me dediqué a beber agua jabonosa. Pasé varios días enferma.

Cuando mi madre obtuvo permiso para salir, lo primero que hizo fue saltar a lomos de su bicicleta y salir disparada hacia los distintos jardines de infancia. Estaba especialmente inquieta por Jin-ming, que entonces contaba dos años de edad y a quien apenas había tenido tiempo de conocer a fondo. Sin embargo, descubrió que los neumáticos de su bicicleta se habían deshinchado tras seis meses de inactividad por lo que, apenas había traspasado el umbral, se vio obligada a detenerse para hincharlos. Nunca se había sentido tan impaciente en toda su vida como cuando paseaba de un lado a otro esperando a que el hombre repusiera el aire de sus neumáticos a un ritmo que se le antojó insoportablemente lento.

Acudió a ver a Jin-ming en primer lugar. Cuando llegó, la maestra le dirigió una mirada gélida. Jin-ming, dijo, era uno de los pocos niños a los que nadie había ido a buscar los fines de semana. Mi padre apenas había acudido a verle, y nunca le había recogido para llevarle a casa. Alprincipio, Jin-ming había preguntado por «mamá Chen». «Ésa no es usted, ¿verdad?», preguntó. Mi madre confesó que «mamá Chen» había sido su nodriza. Más tarde, Jin-ming comenzó a ocultarse en una esquina de la habitación cada vez que llegaba el momento en que los otros padres venían a recoger a sus hijos. «Usted debe de ser su madrastra», dijo la maestra en tono acusador. Mi madre se sintió incapaz de explicarle la situación.

Cuando trajeron a Jin-ming, éste se alejó hasta un extremo de la habitación y rehusó acercarse a mi madre. Se limitó a quedarse allí, en silencio, negándose a mirar a mi madre con una expresión de rencor en el rostro. Mi madre sacó unos melocotones y, mientras comenzaba a pelarlos, le dijo que viniera a comérselos, pero Jin-ming no se movió. No tuvo más remedio que depositarlos sobre el pañuelo e impulsarlos hacia él por encima de la mesa. El niño esperó a que retirara la mano, y a continuación cogió uno de los melocotones y comenzó a devorarlo. Luego cogió el otro. En pocos segundos, los tres melocotones habían desaparecido. Por primera vez desde que la detuvieran, mi madre dejó correr las lágrimas.

Recuerdo la tarde en que vino a verme. Yo casi había cumplido ya los cuatro años de edad, y estaba en mi cuna de madera, rodeada de barrotes como si fuera una jaula. Bajaron uno de los costados para que mi madre pudiera sentarse y cogerme de la mano mientras me dormía. Yo, sin embargo, quería contarle todas mis aventuras y travesuras. Me preocupaba pensar que si me dormía volvería a desaparecer para siempre. Cada vez que pensaba que ya me había dormido e intentaba retirar la mano, yo la aferraba con más fuerza y comenzaba a llorar. Se quedó hasta casi la medianoche. Cuando se levantó, empecé a gritar, pero ella se marchó de todos modos. Yo entonces ignoraba que su «libertad bajo palabra» tocaba a su fin.


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