Los guerrilleros contaban con muy pocas armas: se veían obligados a arrebatar la mayor parte a la policía local o a «tomarlas prestadas» de las patrullas a sueldo de los terratenientes. La otra fuente disponible de armamento eran el Ejército y la policía de Manchukuo, a los que los comunistas intentaban especialmente reclutar por sus armas y su experiencia en combate. En la zona de mi padre, el principal objetivo de la política comunista consistía en reducir los alquileres y el interés sobre los préstamos que los campesinos tenían que pagar a los terratenientes. Asimismo, solían confiscar el grano y los tejidos de estos últimos para distribuirlos entre los agricultores más pobres.
Al principio sus progresos eran lentos, pero en julio, cuando el sorgo ya había alcanzado su altura completa previa a la cosecha y era lo bastante espeso como para ocultarles, las distintas unidades de la guerrilla pudieron celebrar una reunión en el Poblado de las Seis Haciendas, bajo un árbol enorme que crecía a la entrada del templo. Mi padre abrió la sesión refiriéndose a El borde del agua, historia china equivalente a Robin Hood: «Éste es nuestro “Palacio de Justicia”. A él hemos acudido para discutir el mejor modo de liberar a la gente del mal y defender la justicia en nombre del cielo.»
En aquella época, las guerrillas de mi padre luchaban básicamente en dirección Oeste, y las zonas que ocupaban incluían numerosos pueblos habitados por mongoles. En noviembre de 1946, cuando el invierno ya casi se había asentado, arreciaron los ataques del Kuomintang. Un día, mi padre estuvo a punto de ser capturado en una emboscada. Tras un feroz tiroteo, logró escapar de milagro. Sus ropas habían quedado hechas jirones y, para regocijo de sus compañeros, el pene le colgaba fuera de los pantalones.
Rara vez dormían dos noches seguidas en un mismo lugar, y a menudo se veían obligados a trasladarse varias veces en una misma noche. Nunca podían quitarse la ropa para dormir, y la vida era para ellos una sucesión ininterrumpida de emboscadas, asedios y huidas. En la unidad había algunas mujeres, y mi padre decidió trasladarlas a ellas, a los heridos y a los imposibilitados a una zona más segura situada al Sur, en las proximidades de la Gran Muralla. Ello requería un largo y peligroso viaje a través de regiones controladas por el Kuomintang. El más mínimo ruido podía ser fatal, por lo que mi padre ordenó que los bebés se dejaran atrás con los campesinos de la zona. Una mujer no lograba hacerse a la idea de abandonar a su hijo por lo que, al final, mi padre hubo de decirle que tendría que elegir entre dejarlo o afrontar un consejo de guerra. Lo dejó.
Durante los meses siguientes, la unidad de mi padre se desplazó hacia el Este, aproximándose a Jinzhou y a la línea ferroviaria clave que unía Manchuria con China propiamente dicha. Hasta la llegada del Ejército comunista regular, lucharon en las colinas situadas al oeste de Jinzhou. El Kuomintang desató sobre ellos cierto número de «campañas de aniquilación», todas sin éxito. Las acciones de la unidad comenzaron a obtener resonancia. Mi padre, que ya contaba veinticinco años de edad, era tan bien conocido que se había puesto precio a su cabeza, y la zona de Jinzhou comenzó a llenarse de carteles de se busca. Mi madre había visto aquellos carteles, y empezó a oír hablar mucho de él y de su guerrilla a sus parientes en el servicio de inteligencia del Kuomintang.
Cuando la unidad de mi padre fue forzada a retirarse, las fuerzas del Kuomintang regresaron y arrebataron a los campesinos la comida y las ropas que los comunistas habían confiscado a los terratenientes. En muchos casos, los campesinos fueron torturados, y algunos fueron asesinados, generalmente aquellos que -hambrientos como estaban- ya habían consumido los alimentos y no podían devolverlos.
En el Poblado de las Seis Haciendas, el hombre que había poseído mayor cantidad de tierras -un tal Jin Ting-quan, que era asimismo jefe de policía- había violado salvajemente a numerosas mujeres de la localidad. Cuando huyó con el Kuomintang la unidad de mi padre fue la encargada de presidir la reunión que decidió la apertura de su casa y de su granero. Cuando Jin regresó con el Kuomintang, los campesinos fueron obligados a humillarse ante él y a devolver cuantos bienes les habían proporcionado los comunistas. Aquellos que ya habían dado cuenta de la comida fueron torturados y sus casas destrozadas. Un hombre que rehusó hacer el kowtow o devolver la comida murió quemado a fuego lento.
Durante la primavera de 1947, comenzaron a cambiar las cosas, y en marzo el grupo de mi padre logró reconquistar la población de Chaoyang. Muy pronto, toda la zona circundante se hallaba en sus manos. Para celebrar su victoria se organizaron un banquete y diversos festejos. Mi padre era sumamente ingenioso inventando acertijos basados en los nombres de las personas, lo que le hacía considerablemente popular entre sus camaradas.
Los comunistas pusieron en práctica la reforma agraria, confiscando las tierras que hasta entonces habían pertenecido a un pequeño número de terratenientes y redistribuyéndola equitativamente entre los campesinos. En el Poblado de las Seis Haciendas, los campesinos se negaron al principio a aceptar las tierras de Jin Ting-quan, incluso a pesar del hecho de que éste había sido arrestado. Aunque permanecía bajo custodia, continuaban inclinándose y humillándose ante él. Mi padre visitó a numerosas familias campesinas y, poco a poco, fue conociendo la horrible verdad acerca de Jin. El Gobierno de Chaoyang lo sentenció a morir ante el pelotón de fusilamiento, pero la familia del hombre que había sido quemado vivo decidió -con el apoyo de las familias de otras víctimas- darle muerte del mismo modo. Cuando las llamas comenzaron a lamer su piel, Jin apretó los dientes y no profirió ni siquiera un gemido hasta que el fuego le rodeó el corazón. Los funcionarios comunistas enviados para llevar a cabo la ejecución no impidieron aquel linchamiento por parte de los campesinos. Aunque los comunistas se oponían a la tortura en teoría y por principio, los funcionarios habían recibido instrucciones de no intervenir si los campesinos querían desahogar su ira en actos arrebatados de venganza.
Las personas como Jin no sólo habían sido ricos terratenientes, sino que habían ejercido deliberadamente un poder absoluto y arbitrario sobre las vidas de los habitantes locales. Recibían el nombre de e-ba («déspotas feroces»).
En algunas zonas, las masacres afectaron incluso a los señores corrientes, a quienes se conocía como «piedras», esto es, obstáculos para la revolución. La política frente a los «piedras» era la siguiente: «En caso de duda, mátalos.» Mi padre no estaba de acuerdo con ello, y dijo a sus subordinados y a quienes acudían a los mítines que tan sólo debían ser condenados a muerte aquellos que incuestionablemente tuvieran las manos manchadas de sangre. En los informes que enviaba a sus superiores afirmaba repetidamente que el Partido debía ser cuidadoso con las vidas humanas, y que un exceso de ejecuciones no haría más que perjudicar a la revolución. Fue en parte la actitud de muchos como mi padre lo que obligó al Partido a promulgar en 1948 urgentes instrucciones destinadas a detener los excesos de violencia.
Durante todo aquel tiempo, las fuerzas del Ejército comunista no dejaban de acercarse. A comienzos de 1948, las guerrillas de mi padre se unieron al Ejército regular, y éste fue puesto a cargo de un sistema de obtención de información que había de abarcar la zona de Jinz-hou-Huludao; su labor consistía en vigilar el despliegue de las fuerzas del Kuomintang e informarse de su situación en lo que a alimentos se refería. Gran parte de dicha información procedía de agentes emplazados en el interior del Kuomintang, entre ellos Yu-wu. Fue a través de aquellos informes como mi padre oyó hablar de mi madre por primera vez.
El delgado hombrecillo de expresión soñadora que mi madre vio aquella mañana de octubre cepillándose los dientes en el patio era célebre entre sus compañeros por su pulcritud. Se cepillaba los dientes todos los días, lo que constituía una novedad para el resto de los guerrilleros y campesinos que habitaban en los poblados en los que había luchado. A diferencia de los demás, que se limitaban a soplar por la nariz sobre el suelo, él se servía de un pañuelo que lavaba siempre que podía. Nunca mojaba su toalla facial en el lavabo público como el resto de los soldados, ya que las enfermedades oculares se hallaban sumamente extendidas. Era también conocido como una persona culta y aficionada a la lectura, y siempre, incluso en acción, solía llevar consigo algunos volúmenes de poesía clásica.
Cuando vio por primera vez los carteles de se busca y oyó a sus parientes hablar acerca de aquel peligroso «bandido», mi madre advirtió que no sólo le temían, sino que también le admiraban, y al verle por primera vez no se sintió en absoluto decepcionada por el hecho de que el legendario guerrillero no tuviera un aspecto batallador en absoluto.
Mi padre también había oído hablar del valor de mi madre, así como del hecho -completamente fuera de lo común- de que ya con diecisiete años tuviera a hombres a sus órdenes. Una mujer emancipada y admirable, había pensado, aunque también él se la había imaginado como un feroz dragón. Para su gran alegría, encontró que era hermosa y femenina, diríase que incluso coqueta. Hablaba con suavidad, persuasión y -cosa rara en China- precisión. Para él, aquello representaba una cualidad extraordinariamente importante, ya que detestaba el lenguaje habitual, florido, indolente y vago.
Mi madre observó que le gustaba reír, y que tenía los dientes blancos y relucientes a diferencia de la mayor parte de los otros guerrilleros, quienes mostraban una dentadura oscura y carcomida. También se sintió atraída por su conversación. Aquel muchacho se le antojó una persona culta e ilustrada: desde luego, no la clase de joven que confundiría a Flaubert con Maupassant.
Cuando mi madre le dijo que estaba allí para realizar un informe de su sindicato de estudiantes, él le preguntó qué libros estaban leyendo éstos. Mi madre le entregó una lista y le preguntó si querría acudir a darles algunas conferencias sobre filosofía e historia marxistas. Él aceptó, y le preguntó cuántas personas había en su facultad, a lo que ella respondió sin titubear con la cifra exacta. A continuación, mi padre le preguntó qué proporción del alumnado apoyaba a los comunistas; una vez más, ella respondió con un cálculo preciso.
Unos días más tarde, el joven se presentó dispuesto a comenzar su ciclo de conferencias. Asimismo, ofreció a los estudiantes un recorrido de la obra de Mao y explicó algunas de sus teorías básicas. Era un excelente orador, y las muchachas -mi madre incluida- estaban deslumbradas.