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Existían normas estrictas acerca de cómo debíamos dirigirnos a los marinos. No se nos permitía hablar con ellos a solas más allá de unas pocas frases intercambiadas sobre el mostrador del Almacén de la Amistad. Si nos preguntaban el nombre y dirección, bajo ningún concepto podíamos darles los auténticos. Después de cada conversación teníamos que escribir un informe detallado de todo cuanto se había dicho (práctica habitual para todos aquellos que tenían contacto con extranjeros). Se nos advirtió una y otra vez de la importancia de observar la «disciplina en los contactos con extranjeros» (she wai ji-lu). De otro modo, nos decían, no sólo tendríamos serios problemas sino que se prohibiría que acudieran más estudiantes.

De hecho, nuestras oportunidades de practicar el inglés eran escasas y muy espaciadas entre sí. No todos los días llegaban barcos, y no todos los marinos descendían a tierra. La mayor parte de ellos no eran ingleses nativos, sino griegos, japoneses, yugoslavos, africanos y también numerosos filipinos, la mayoría de los cuales apenas hablaban un poco de inglés. No obstante, conocimos también a un capitán escocés y a su mujer, así como a algunos escandinavos que hablaban un inglés magnífico.

Cuando aguardábamos en el bar la llegada de nuestros anhelados marinos, yo solía sentarme en el porche trasero, y allí me dedicaba a leer y a contemplar los bosquecillos de cocoteros y palmeras dibujados contra el cielo de color azul zafiro. Teníamos tantas ganas de conversar que, tan pronto como entraban nuestros interlocutores, nos poníamos en pie de un salto y prácticamente saltábamos sobre ellos intentando, eso sí, mantener la mayor compostura posible. A menudo advertía en sus rostros una expresión de extrañeza cuando rechazábamos sus invitaciones para tomar una copa. Teníamos prohibido aceptar bebidas de ellos. De hecho, no se nos permitía beber en absoluto: las elegantes botellas y latas occidentales que se alineaban en las estanterías se hallaban destinadas exclusivamente a los extranjeros. Nos limitábamos a permanecer allí sentados en grupos de cuatro o cinco jóvenes de distinto sexo y expresión solemne e intimidatoria. Yo ignoraba entonces lo extraña que aquella situación debía de resultar para los marinos… y lo distinta de su alegre concepto de vida portuaria.

Cuando llegaron los primeros marineros negros, las muchachas fuimos discretamente prevenidas por nuestros maestros de que debíamos tener cuidado: «Se encuentran menos desarrollados, y aún no han aprendido a controlar sus instintos, por lo que son propensos a demostrar abiertamente sus sentimientos siempre que pueden, ya sea por medio de caricias, abrazos… incluso besos.» Ante un auditorio de rostros sorprendidos y asqueados, nuestros maestros nos contaron que una de las mujeres del último grupo se había puesto a gritar en medio de una conversación porque un marinero gambiano había intentado abrazarla. Había pensado que iba a ser violada (rodeada como estaba por una muchedumbre de chinos), y se asustó tanto que no fue capaz de hablar con ningún otro extranjero durante el resto de su estancia.

Los miembros masculinos del alumnado -y, sobre todo, los funcionarios estudiantiles- eran responsables de nuestra protección. Cada vez que un marinero negro se dirigía a una de nosotras, nuestros compañeros intercambiaban fugaces miradas y corrían al rescate, desviando el tema de conversación y situándose entre nosotras y nuestros interlocutores. Es posible que sus precauciones pasaran desapercibidas para los marineros negros, especialmente si se tiene en cuenta que rápidamente comenzaban a hablar de «la amistad entre China y los pueblos de Asia, África y Latinoamérica». «China es un país en vías de desarrollo -declamaban, siguiendo el libro de texto al pie de la letra-, que siempre se mantendrá del lado de las masas oprimidas y explotadas del mundo en su lucha contra los imperialistas norteamericanos y los revisionistas soviéticos.» Ante aquello, los negros solían mostrarse a la vez desconcertados y conmovidos, y a veces abrazaban a los estudiantes de sexo masculino, quienes correspondían con gestos de camaradería.

Siguiendo la «gloriosa teoría» de Mao, el régimen solía insistir en que China formaba parte del grupo de países en vías de desarrollo. Sin embargo, el líder intentaba presentarlo como si ello no equivaliera al reconocimiento de un hecho sino que se tratara de una actitud magnánima por la que China se permitía descender a dicho nivel. Su modo de decirlo no dejaba lugar a dudas con respecto a la noción de que habíamos ingresado en las filas del Tercer Mundo para guiarlo y protegerlo, lo que nos proporcionaba una presencia tanto más grandiosa frente al mundo.

Aquella actitud arrogante me irritaba profundamente. ¿Por qué motivo habíamos de considerarnos superiores? ¿Por nuestra tasa de población? ¿Por nuestro tamaño? En Zhanjiang pude comprobar que los marinos del Tercer Mundo -equipados con elegantes relojes, cámaras y bebidas que jamás habíamos visto antes- se encontraban en una posición infinitamente mejor e incomparablemente más libre de la que, con la excepción de unos pocos, disfrutaban los chinos.

Los extranjeros me inspiraban una tremenda curiosidad, y me sentía impaciente por descubrir cómo eran realmente. ¿Qué diferencias tenían con los chinos, y qué similitudes? Sin embargo, me veía obligada a disimular mi interés ya que, aparte de ser una actitud peligrosa, podía contemplarse como una pérdida de prestigio. Bajo el dominio de Mao, al igual que durante los días del Imperio Medio, los chinos daban gran importancia a mantener su dignidad frente a los extranjeros, lo que equivalía a mostrar una actitud distante e inescrutable. Una forma corriente de lograrlo consistía en no mostrar interés alguno por el mundo exterior, por lo que muchos de mis compañeros jamás formulaban preguntas a nuestros visitantes.

Acaso debido en parte a mi irreprimible curiosidad y en parte a mi nivel de inglés -más avanzado que el del resto- todos los marineros parecían especialmente interesados en hablar conmigo, incluso a pesar del hecho de que yo procuraba hablar lo menos posible con objeto de proporcionar a mis compañeros mayores ocasiones para practicar el idioma. Algunos de nuestros visitantes se negaban incluso a hablar con los demás estudiantes. Me convertí asimismo en la preferida del director del Club de Marinos, un tipo enorme y fornido llamado Long. Ello despertó la ira de Ming y de algunos de los supervisores. Para entonces, nuestras asambleas políticas incluían un examen del modo en que cada uno observaba la disciplina en los contactos con extranjeros. Se dijo que yo había violado dicha disciplina debido a que parecía «demasiado interesada», «sonreía demasiado» y «abría demasiado» la boca al hacerlo. Fui asimismo criticada por gesticular con las manos al hablar: se suponía que las estudiantes debíamos mantener las manos bajo la mesa y permanecer inmóviles.

En gran número de sectores de la sociedad china aún se esperaba que las mujeres mantuvieran una actitud recatada, que bajaran la mirada si algún hombre las contemplaba y que restringieran sus sonrisas a una leve curva de los labios que no llegara a descubrir sus dientes. Jamás debíamos gesticular al hablar. Cualquiera que contraviniera aquellas normas de comportamiento era acusada de coqueta y, bajo el régimen de Mao, coquetear con los extranjeros constituía un crimen incalificable.

Aquellas insinuaciones me enfurecían. Eran mis propios padres comunistas quienes me habían proporcionado una educación liberal. Precisamente, siempre habían contemplado las restricciones a que se hallaban sometidas las mujeres como la clase de costumbres a las que la revolución comunista debía poner fin. Ahora, sin embargo, la opresión de las mujeres avanzaba de la mano de la represión política al servicio del resentimiento y de los celos más mezquinos.

Un día, llegó un buque paquistaní. El agregado militar de Pakistán se trasladó desde Pekín, y Long nos ordenó que limpiáramos el club de arriba abajo y organizó un banquete para el que solicitó mis servicios como intérprete, lo que despertó las envidias de muchos otros estudiantes. Pocos días después, los paquistaníes ofrecieron en su barco una cena de despedida a la que yo fui invitada. El agregado militar conocía Sichuan, y habían preparado un plato especial sichuanés en mi honor. Tanto Long como yo nos mostramos encantados ante la invitación.

Sin embargo, ni los ruegos personales del propio capitán ni las amenazas de Long de no admitir más estudiantes en el futuro hicieron cambiar de opinión a mis profesores, quienes dijeron que no se permitiría a nadie subir a bordo de un navio extranjero. «¿Quién asumiría la responsabilidad si alguien se marcha en el buque?», decían. Se me ordenó que adujera que aquella tarde iba a estar ocupada. Por lo que yo sabía entonces, se me estaba obligando a rechazar la única ocasión que jamás tendría de realizar un recorrido por el mar, disfrutar de una comida extranjera, tener una conversación en inglés como es debido y obtener cierta experiencia del mundo exterior.

Aun así, no logré con ello acallar los rumores. «¿Por qué gusta tanto a los extranjeros?», preguntó Ming mordazmente, como si hubiera algo sospechoso en ello. Al concluir el viaje posteriormente, el informe que redactaron acerca de mí calificaba mi conducta de «políticamente dudosa».

En aquel puerto encantador, con su clima soleado, su brisa marina y sus cocoteros, vi todos los momentos que deberían haber sido motivo de júbilo convertidos para mí en experiencias miserables. Contaba en el grupo con un buen amigo que siempre intentaba animarme contemplando mi amargura desde un punto de vista distinto. Evidentemente, decía, lo que me veía obligada a sufrir no eran sino contratiempos de menor importancia si se comparaban con lo que habían padecido las víctimas de la envidia durante los años previos a la Revolución Cultural. Sin embargo, cada vez que pensaba que aquello era lo mejor que jamás podría esperar de la vida me deprimía aún más.

El joven en cuestión era hijo de un colega de mi padre. El resto de los estudiantes procedentes de la ciudad también se mostraban amigables conmigo. No resultaba difícil distinguirlos de los jóvenes procedentes del campesinado, especialmente abundantes entre los funcionarios estudiantiles. Los estudiantes de ciudad se mostraban mucho más firmes y seguros de sí mismos al enfrentarse al ambiente nuevo de un puerto marítimo y, en consecuencia, no se sentían tan ansiosos por mostrar agresividad hacia mí. Zhanjiang constituía un severo cambio cultural para los antiguos campesinos, cuyos sentimientos de inferioridad alimentaban el origen de su permanente obsesión por hacer la vida imposible a los demás.

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