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Jin-ming nunca le había oído hablar de la muerte. Atónito, intentó reconfortarle, pero mi padre prosiguió lentamente: «Me pregunto si temo la muerte. Creo que no. En estas condiciones, mi vida es aún peor, y no vislumbro posibilidades de que cambien. Algunas veces me encuentro débil: me siento junto al río de la Tranquilidad y pienso: “Tan sólo un salto y todo habría terminado”. A continuación me digo a mí mismo que no debo hacerlo. Si muero sin ser rehabilitado, ninguno de vosotros vería el fin de sus problemas… He pensado mucho últimamente. Pasé una infancia dura en una sociedad llena de injusticia. Me uní a los comunistas para fundar una sociedad más justa, y lo he intentado lo mejor que he sabido durante todos estos años. Sin embargo, ¿de qué le ha servido al pueblo? Y en cuanto a mí, ¿por qué he tenido que convertirme al final en la ruina de mi familia? Aquellos que creen en la recompensa y el castigo afirman que un mal final significa que se tiene un peso en la conciencia, y yo he estado pensando mucho acerca de las cosas que he hecho en mi vida. He ordenado ejecutar a algunas personas…»

Mi padre continuó relatándole a Jin-ming las sentencias de muerte que había firmado, los nombres e historias de los e-ba («déspotas feroces») durante la reforma agraria de Chaoyang y de los jefes de los bandidos de Yibin. «Aquella gente, sin embargo, había hecho tanto mal que el propio Dios les hubiera matado. ¿Qué es, pues, lo que he hecho mal para merecer todo esto?»

Tras una larga pausa, añadió: «Si llego a morir de este modo, no creáis más en el Partido Comunista.»


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