Aquel grupo de «viejos jóvenes urbanos» se mostró sumamente amigable con nosotros. Tras obsequiarnos con un espléndido almuerzo a base de caza, se ofrecieron para averiguar dónde se ocultaba el registrador. Mientras un par de ellos partían a buscarle, nosotros nos quedamos charlando con el resto, sentados en su amplio porche rodeado de pinos frente al que se deslizaba un rugiente río conocido con el nombre de Agua Negra. Sobre las elevadas rocas que lo remataban, varias garcetas se balanceaban sobre una de sus delgadas patas al tiempo que alzaban la otra en diversas posturas de ballet. Algunas alzaban el vuelo, desplegando briosamente sus espléndidas alas, blancas como la nieve. Anteriormente, nunca había visto a aquellas elegantes danzarinas disfrutar de su libertad en estado salvaje.
Nuestros anfitriones nos señalaron la presencia de una oscura cueva abierta en la margen opuesta del río, de cuyo techo colgaba una espada de bronce de aspecto enmohecido. La cueva era inaccesible debido a su proximidad a las turbulentas aguas. Según la leyenda, la espada había sido abandonada allí por el célebre y sabio primer ministro del antiguo reino de Sichuan, el marqués Zhuge Liang, del siglo III. Se decía que había encabezado siete expediciones que habían partido de Chengdu para intentar conquistar las tribus bárbaras de la región de Xichang. Aunque conocía bien la historia, me produjo una intensa emoción ver las pruebas de su autenticidad con mis propios ojos. Aparentemente, había capturado siete veces al jefe de las tribus y le había dejado en libertad otras tantas en la esperanza de conquistarle con su magnanimidad. Las seis primeras, el cabecilla había continuado impasible con su rebelión, mas tras la séptima se había convertido en un leal seguidor del rey sichuanés. La moraleja de la leyenda era que para conquistar a un pueblo uno debía conquistar sus mentes y sus corazones, estrategia que Mao y los comunistas afirmaban suscribir. Vagamente, pensé que aquél era el motivo por el que debíamos someternos a sus «reformas del pensamiento»: para que no tuviéramos inconveniente en seguir sus órdenes. A ello se debía que presentara a los campesinos como modelo, ya que no había subditos más sumisos y obedientes. Al reflexionar acerca de ello hoy en día, llego a la conclusión de que la versión de Charles Colson -consejero de Nixon- venía a resumir el auténtico mensaje oculto: Cuando los tienes agarrados por los cojones, sus mentes y sus corazones seguirán por sí solos.
El curso de mis pensamientos se vio interrumpido por nuestros anfitriones. Lo que debíamos hacer, afirmaban con entusiasmo, era aludir indirectamente a las posiciones de nuestros padres cuando nos halláramos frente al registrador.
– Le faltará tiempo para poner el sello -aseguró un joven de aspecto alegre.
Todos ellos sabían ya que éramos hijas de altos funcionarios debido a la reputación de mi escuela. Sus consejos, sin embargo, no me convencieron del todo.
– Pero nuestros padres ya no gozan de esa posición. Han sido denunciados como seguidores del capitalismo -aventuré en tono vacilante.
– ¿Qué importa eso? -se apresuraron a inquirir varias voces intentando disipar mis dudas-. Tu padre es un comunista veterano, ¿no es cierto?
– Sí -murmuré.
– Y ha sido un alto funcionario, ¿verdad?
– Algo así -tartamudeé-, pero eso fue antes de la Revolución Cultural. Ahora…
– Ahora no importa. ¿Acaso alguien ha anunciado su destitución? No. Así pues, no pasa nada. ¿No comprendes? Resulta claro como la luz del día que el mandato de los funcionarios del Partido no ha concluido. El mismo podría decirte eso -exclamó el alegre joven señalando en dirección a la espada del viejo y sabio primer ministro. En aquel momento no me daba cuenta de que, consciente o inconscientemente, el pueblo consideraba la estructura de poder personal edificada por Mao como una alternativa impracticable frente a la antigua administración comunista. Los funcionarios destituidos habrían de regresar-. Entretanto -continuó el risueño joven mientras sacudía la cabeza para prestar mayor énfasis a sus palabras-, ninguno de nuestros funcionarios osaría ofenderte y arriesgarse con ello a crearse problemas en el futuro.
Pensé en las espantosas venganzas de los Ting. Era evidente que en China la gente siempre se mantendría alerta frente a la posibilidad de sufrir la venganza de quienes ejercieran el poder.
Al marcharnos, les pregunté cómo podría aludir a la posición de mi padre cuando me hallara frente al registrador sin parecer vulgar. Ellos se echaron a reír de buena gana.
– ¡Si es como los campesinos! Los campesinos no son tan susceptibles. En cualquier caso, no sería capaz de distinguir la diferencia. Limítate a decirle de buenas a primeras: «Mi padre es jefe de tal cosa…»
Me sentí herida por el tono de desdén que reflejaban sus voces, pero más tarde descubrí que la mayor parte de los jóvenes urbanos -ya antiguos o recientes- habían desarrollado un profundo desprecio hacia los campesinos tras instalarse entre ellos. Mao, ni que decir tiene, había confiado en la reacción opuesta.
El 20 de junio, tras recorrer desesperadamente las montañas durante varios días, dimos por fin con el registrador. Mis ensayos acerca de cómo aludir a la posición de mis padres demostraron ser completamente innecesarios, ya que el propio registrador tomó la iniciativa preguntándome: «¿Qué hacía su padre antes de la Revolución Cultural?» Tras numerosas preguntas personales que obedecían más a su curiosidad que a la necesidad de conocer las respuestas, extrajo un pañuelo sucio del bolsillo de su chaqueta y lo desdobló. En su interior había un sello de madera y una alargada caja de estaño que contenía una esponja de tinta encarnada. Solemnemente, impregnó el sello con el contenido de la esponja y lo depositó sobre nuestras cartas.
Con aquel sello vital -y casi por los pelos, ya que apenas nos quedaban veinticuatro horas- habíamos conseguido llevar a cabo nuestra misión. Aún teníamos que localizar al funcionario que estaba a cargo de nuestros libros de registro, pero sabíamos que ello no sería un problema grave. La autorización ya había sido obtenida. Inmediatamente, me sentí más relajada… aunque nuevamente asaltada por la diarrea y los dolores digestivos.
Como pude, regresé con los demás hasta la capital del condado. Para cuando llegamos ya era de noche, y nos encaminamos a la casa de huéspedes del Gobierno, un edificio destartalado que se alzaba en medio de un recinto vallado. El pabellón del portero estaba vacío, y no se veía a nadie en los terrenos que comprendía. La mayor parte de las habitaciones estaban cerradas, pero algunos de los dormitorios de la planta superior permanecían entreabiertos.
Entré en uno de ellos tras asegurarme de que no había nadie en su interior. Una ventana abierta daba a los campos que se extendían tras el muro de ladrillo semiderruido. A lo largo del costado opuesto del pasillo había otra hilera de habitaciones. No se veía ni un alma. La presencia en la estancia de algunos objetos personales y una taza de té a medio beber me indicó que alguien había estado ocupando aquel dormitorio recientemente. Sin embargo, me sentía demasiado fatigada para investigar por qué él o ella había huido del edificio en compañía del resto de sus ocupantes. Desprovista casi de la energía necesaria para cerrar la puerta, me arrojé sobre la cama y me quedé dormida sin desnudarme.
Desperté sobresaltada por un altavoz que entonaba diversas citas de Mao, una de las cuales rezaba: «¡Si nuestros enemigos no se rinden, los eliminaremos!» Súbitamente, me sentí completamente despierta, y advertí que nuestro edificio estaba siendo asaltado.
El siguiente sonido que distinguí fue el zumbido de algunas balas cercanas y el estrépito de algunas ventanas al romperse. El altavoz profirió el nombre de cierta organización Rebelde a la que exhortaba a rendirse. De otro modo, chillaba, los atacantes dinamitarían el edificio. Jin-ming irrumpió en el dormitorio. Varios hombres armados y protegidos por cascos fabricados con juncos penetraban apresuradamente en las habitaciones situadas frente a la mía, desde las que podía dominarse la entrada principal. Sin una palabra, corrieron a las ventanas, rompieron los cristales con las culatas de sus fusiles y comenzaron a disparar. Un hombre que parecía ser su comandante nos dijo con tono de urgencia que el edificio había albergado hasta entonces el cuartel general de la facción y que estaba siendo atacado por sus opositores. Más nos valía abandonarlo de inmediato, pero no por la escalera principal, pues ésta conducía a la puerta delantera. ¿Por dónde, entonces?
Frenéticamente, rasgamos las sábanas y edredones de la cama y construimos una especie de cuerda. Tras atar un extremo de ella al marco de la ventana, nos deslizamos hasta alcanzar el suelo, situado dos plantas más abajo. Apenas habíamos tocado el suelo cuando las balas comenzaron a silbar y a zumbar, incrustándose en el duro terreno embarrado que se extendía a nuestro alrededor. Doblados por la cintura, echamos a correr hacia el muro derruido y, tras salvarlo, continuamos corriendo durante largo rato hasta que nos sentimos lo bastante seguros como para detenernos. El firmamento y los campos de maíz comenzaban a dibujar pálidamente sus rasgos. Decidimos dirigirnos al domicilio de un amigo que vivía en una comuna próxima a donde nos encontrábamos con objeto de recuperar el aliento y decidir qué haríamos a continuación. A lo largo del camino nos enteramos por unos campesinos de que la casa de huéspedes había sido volada con explosivos.
Al llegar a su casa, descubrí que me estaba aguardando un mensaje. Poco tiempo después de marcharnos del pueblo de Nana en busca del paradero del registrador había llegado un telegrama dirigido a mí y procedente de Chengdu. Era mi hermana quien lo enviaba. Dado que ninguno de mis conocidos sabía dónde me hallaba, habían decidido abrirlo y transmitirse su contenido unos a otros de tal modo que el primero que me viera pudiera transmitírmelo.
Fue así como me enteré de que mi abuela había muerto.