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Cuando llegó el momento de partir, me sentí terriblemente indecisa, puesto que ello implicaba dejar a mi abuela en el hospital. Ella me animó a marchar, diciendo que no tardaría en volver a casa para cuidar de mis hermanos pequeños. Yo no intenté disuadirla, ya que el hospital era un lugar espantosamente deprimente. Además del repugnante olor que reinaba en él, era increíblemente ruidoso: tanto de día como de noche podían oírse gemidos, golpes y conversaciones en voz alta en los pasillos. Los altavoces despertaban a todo el mundo a las seis de la mañana, y en numerosas ocasiones los enfermos fallecían en presencia del resto de los pacientes.

La tarde en que fue dada de alta, mi abuela experimentó un agudo dolor en la base de la columna. Le fue imposible sentarse en el portaequipajes de la bicicleta, por lo que Xiao-hei condujo el vehículo hasta casa con sus ropas, toallas, palanganas, termos y utensilios de cocina y yo fui caminando junto a ella para prestarle apoyo. Hacía una tarde de bochorno. Por muy lentamente que avanzáramos, caminar le dolía, lo que resultaba fácil de advertir por sus labios fuertemente apretados y el temblor que le asaltaba al intentar ahogar sus gemidos. Yo le relataba historias y cotilleos en un intento por distraerla. Los plátanos que solían dar sombra a las aceras apenas conservaban unas cuantas ramas patéticas, pues no habían sido podados ni una sola vez durante aquellos tres años de Revolución Cultural. Aquí y allá, los edificios mostraban las cicatrices sufridas durante los feroces combates librados por las distintas facciones Rebeldes.

Tardamos casi una hora en recorrer la mitad del camino. De pronto, el cielo se oscureció. Un violento vendaval levantó una nube de polvo y de fragmentos de carteles, y mi abuela se tambaleó. Yo la sostuve con fuerza. Comenzó a caer un chaparrón que nos empapó en pocos instantes. No había lugar en el que resguardarse, por lo que continuamos andando. Nuestras ropas, pegadas al cuerpo, entorpecían nuestros movimientos y yo jadeaba, casi sin aliento. Sentía la delgada y diminuta figura de mi abuela cada vez más pesada. La lluvia silbaba y arreciaba a nuestro alrededor, el viento azotaba nuestros cuerpos calados y yo comencé a experimentar un frío intenso. Mi abuela sollozaba: «¡Por todos los cielos, déjame morir! ¡Déjame morir!» También yo sentía ganas de llorar, pero me limité a decir: «Abuela, pronto estaremos en casa…»

En ese momento oí el repiqueteo de una campana. «¡Eh! ¿Quieren que las lleve?» Un carro de pedales se había detenido junto a nosotros, conducido por un joven de camisa abierta a quien el agua resbalaba por las mejillas. Acercándose a nosotras, ayudó a mi abuela a subir al carro descubierto, sobre el que se veía a un anciano acurrucado que nos hizo un gesto con la cabeza. El joven dijo que se trataba de su padre, a quien había ido a recoger al hospital. Nos dejó frente a la puerta de casa, y ante mis profusas muestras de agradecimiento se limitó a agitar la mano como diciendo «No ha sido molestia alguna», tras lo cual desapareció en la oscuridad de la tormenta. La fuerza del chaparrón me impidió oír su nombre.

Dos días después, mi abuela ya se había levantado y trajinaba por la cocina preparando envolturas de masa para hacernos una comida especial. Comenzó asimismo a limpiar las habitaciones con su habitual ritmo incansable. Advertí que se estaba esforzando demasiado y le pedí que se quedara en la cama, pero ella se negó a hacerme caso.

Nos hallábamos a comienzos de junio. Constantemente me decía que debía partir, y recordando lo enferma que había estado durante mi última estancia en Ningnan insistía en que Jin-ming me acompañara para cuidar de mí. Aunque mi hermano acababa de cumplir dieciséis años, aún no le había sido asignada ninguna comuna. Envié un telegrama a mi hermana pidiéndole que regresara de Ningnan para cuidar de nuestra abuela. Xiao-hei, que entonces contaba catorce años, me prometió que podía fiarme de él, y el pequeño Xiao-fang, de siete años, realizó una solemne declaración en términos similares.

Cuando acudí a despedirme de ella, mi abuela rompió en sollozos. Dijo que ignoraba si volvería a verme alguna vez. Yo le acaricié el dorso de la mano, ya huesudo y cubierto de venas, y lo oprimí contra mi mejilla. Esforzándome por reprimir las lágrimas, le dije que regresaría en muy poco tiempo.

Tras una larga búsqueda, había logrado hallar un camión que se dirigiera a la región de Xichang. Desde mediados de los sesenta, Mao había ordenado que numerosas e importantes fábricas (entre ellas la que daba empleo a Lentes, el novio de mi hermana) fueran trasladadas a Sichuan, y en especial a Xichang, donde se estaba llevando a cabo la construcción de un nuevo centro industrial. La teoría de Mao era que las montañas de Sichuan constituirían la mejor defensa en caso de un ataque de los rusos o los norteamericanos. Había camiones de cinco provincias distintas ocupados en transportar material a aquella base. A través de un amigo común, encontré un conductor de Pekín que aceptó llevarnos a todos, esto es, Jin-ming, Nana, Wen y yo. Hubimos de viajar sentados en la caja descubierta, ya que la cabina estaba reservada para el conductor de apoyo. Cada camión pertenecía a un convoy cuyas unidades se reunían al atardecer.

Al igual que sus colegas del resto del mundo, aquellos conductores tenían fama de no mostrar inconveniente en llevar a chicas, aunque sí a chicos. Dado que el suyo constituía prácticamente el único medio de transporte, muchos jóvenes se sentían irritados por dicha actitud. A lo largo del camino pudimos ver consignas pegadas sobre los troncos de los árboles: «¡Oponeos con firmeza a los conductores que transportan a las chicas pero no a los chicos!» Otros muchachos, más atrevidos, se instalaban en mitad de la calzada en un intento por detener a los camiones. Uno de mis compañeros de escuela no consiguió saltar a un lado a tiempo y resultó muerto.

Entre las «afortunadas» autoestopistas se había producido algún que otro caso de violación, aunque las historias de romances eran más frecuentes. De aquellos viajes surgieron numerosos matrimonios. Los conductores que trabajaban para la construcción de la base estratégica gozaban de ciertos privilegios, entre los que se hallaba el poder transferir el registro de su esposa a su ciudad de residencia. Algunas muchachas no dudaron en aprovechar la oportunidad.

Nuestros conductores eran sumamente amables, y se comportaron de un modo impecable. Cuando nos deteníamos para pasar la noche solían ayudarnos a buscar un hotel antes de acompañarles a su casa de huéspedes, y nos invitaban a cenar con ellos para que pudiéramos compartir gratuitamente sus alimentos especiales.

Tan sólo hubo una ocasión en la que creí adivinar cierta sombra de deseo sexual en sus mentes. En una de las paradas, otra pareja de conductores nos invitaron a Nana y a mí a viajar en su camión a lo largo del tramo siguiente. Cuando se lo dijimos al nuestro, su rostro se ensombreció visiblemente y dijo con voz malhumorada: «Marchaos, pues. Marchaos con esos chicos tan guapos si os gustan más.» Nana y yo nos miramos y balbuceamos llenas de turbación: «No hemos dicho que nos gusten más. Vosotros habéis sido muy amables con nosotras.» Al final, optamos por quedarnos con ellos.

Wen no nos perdía de vista a Nana y a mí. Nos prevenía constantemente acerca de los conductores, los ladrones, los hombres en general y lo que debíamos comer y lo que no, a la vez que nos aconsejaba que no saliéramos después de oscurecer. Asimismo, nos llevaba las maletas y se encargaba de traernos agua caliente. A la hora de la cena solía decirnos a Nana, Jin-ming y a mí que nos uniéramos a los conductores para comer mientras él se quedaba en el hotel para vigilar nuestro equipaje, ya que abundaban los robos. Nosotros, a cambio, le llevábamos comida a nuestro regreso.

Wen nunca nos hizo proposiciones sexuales. La tarde en que atravesamos la frontera de Xichang, Nana y yo fuimos a lavarnos al río. Hacía mucho calor, y los atardeceres eran espléndidos. Wen encontró para nosotras una tranquila curva del río en la que pudimos bañarnos en compañía de patos salvajes y juncos entrelazados. La luna arrojaba sus rayos sobre el agua, y su imagen aparecía fragmentada en miles de brillantes anillos de plata. Wen se sentó junto al camino y se dispuso a montar guardia con la espalda significativamente vuelta hacia nosotras. Al igual que otros muchos jóvenes, había aprendido a comportarse de un modo caballeroso durante la época anterior a la Revolución Cultural.

Para acceder a los hoteles teníamos que presentar una carta de nuestra unidad. Wen, Nana y yo habíamos conseguido sendas cartas de nuestros equipos de producción, y Jin-ming tenía una carta de su colegio. Los hoteles no eran caros, pero apenas teníamos dinero ya que los sueldos de nuestros padres se habían visto drásticamente reducidos. Nana y yo solíamos compartir una cama en uno de los dormitorios, y los muchachos hacían lo propio. Los establecimientos solían ser sucios y rudimentarios. Antes de acostarnos, Nana y yo levantábamos la colcha e investigábamos la presencia de pulgas y chinches. Las palanganas solían mostrar viejos círculos negros o amarillentos producidos por la suciedad. El tracoma y las infecciones por hongos eran padecimientos habituales, por lo que siempre utilizábamos las nuestras.

Una noche, a eso de las doce, nos despertaron unos fuertes golpes en la puerta: todos los residentes del hotel tenían que levantarse y preparar un «informe vespertino» para el presidente Mao. Aquella absurda actividad resultaba comparable a las «danzas de lealtad», y consistía en reunirse frente a una estatua o un retrato de Mao y canturrear citas del Pequeño Libro Rojo, tras lo cual todos lo blandíamos rítmicamente gritando «¡Larga vida al presidente Mao, larga larga vida al presidente Mao y larga larga larga vida al presidente Mao!».

Nana y yo abandonamos la habitación medio dormidas. El resto de los viajeros salían de sus respectivos dormitorios en grupos de dos y de tres, frotándose los ojos, abotonándose las chaquetas y tirando hacia arriba de las orejas de algodón de sus zapatos. No se oía una sola protesta, ya que nadie se hubiera atrevido a emitirla. A las cinco de la mañana tuvimos que repetir el proceso, denominado esta vez «solicitud matutina de instrucciones» a Mao. Más tarde, cuándo ya nos encontrábamos en camino, Jin-ming dijo: «El jefe del Comité Revolucionario de esta ciudad debe de sufrir de insomnio.»

Aquellos grotescos métodos de adoración a Mao -los cantos, las insignias «Mao» y la exhibición del Libro Rojo- habían formado parte de nuestras vidas durante algún tiempo. La idolatría, sin embargo, había experimentado a finales de 1968 un desarrollo creciente con el establecimiento formal de los comités revolucionarios en todo el país. Sus miembros advirtieron que el curso de acción más seguro y eficaz consistía en no hacer nada que no fuera ensalzar la figura de Mao y, por supuesto, continuar con las persecuciones políticas. En cierta ocasión en que me encontraba en una farmacia de Chengdu, un viejo ayudante de mirada sobrecogedora y gafas de montura gris había murmurado sin mirarme: «Para navegar por los océanos es preciso contar con un timonel…» A sus palabras siguieron unos tensos instantes de silencio, y tardé unos segundos en darme cuenta que esperaba que yo completara la frase, que no era sino una observación aduladora realizada por Lin Biao y referida a Mao. No hacía mucho que aquellos intercambios habían sido oficialmente impuestos como saludo formal. Así pues, me vi obligada a balbucir: «Para hacer la revolución es preciso contar con el pensamiento de Mao Zedong.»

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