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– Creía recordar que eran más grandes -dijo la abuela.

El conejo se la sobó y tiró de ella hasta que logró una medio erección.

– Rogga. Ga rogga -murmuró.

– Creo que intenta deciros que esto es sólo un avance -dijo Clinton-. Para que sepáis lo que podéis esperar.

El conejo seguía trabajándosela. Había encontrado el ritmo y le estaba pegando en serio.

– Quizá podrías ayudarle a acabar -dijo Clinton-. Adelante. Tócasela.

Se me torció el gesto.

– ¿Estás loco? ¡No pienso tocársela!

– Ya se la toco yo -dijo la abuela.

– Kraa -contestó el conejo. Y el pito se le aflojó un poco.

Un coche entró en el aparcamiento y Clinton le dio un tirón del brazo al conejo.

– Vámonos.

Retrocedieron sin dejar de apuntarnos con las pistolas. Los dos hombres se metieron en el Explorer y se marcharon.

– Tal vez tendríamos que haber comprado unos canutillos -dijo la abuela-. De repente me han entrado ganas de comer canutillos.

Metí a la abuela en el CR-V y la llevé a casa.

– Hemos vuelto a ver al conejo -dijo a mi madre-. El mismo que me dio las fotos. Supongo que debe de vivir cerca de la pastelería. Esta vez nos ha enseñado el pajarito.

Mi madre estaba lógicamente horrorizada.

– ¿Llevaba anillo de casado? -preguntó Valerie.

– No me he fijado -dijo la abuela-. No le estaba mirando precisamente a las manos.

– Te han apuntado con una pistola y te han acosado sexualmente -dije a la abuela-. ¿No has pasado miedo? ¿No estás nerviosa?

– No eran armas de verdad -contestó la abuela-. Y estábamos en el aparcamiento de una pastelería. ¿Quién podría tomarse en serio una cosa así en el aparcamiento de una pastelería?

– Las armas eran de verdad -aclaré.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Creo que me voy a sentar un poco -dijo la abuela-. Creía que ese conejo era uno de esos exhibicionistas. ¿Te acuerdas de Sammy el Ardilla? Siempre estaba bajándose los calzones en los patios de los vecinos. A veces le dábamos un sandwich cuando acababa.

El Burg siempre ha tenido unos cuantos exhibicionistas, algunos con problemas mentales, otros borrachos impenitentes, y otros que sólo querían pasar un buen rato. En la mayoría de los casos, la actitud general es de tolerancia resignada. De vez en cuando alguno de ellos se baja los calzones donde no debe y acaba con el culo lleno de perdigones.

Llamé a Morelli y le conté lo del conejo.

– Estaba con Clinton -expliqué-. Y no se llevaban demasiado bien.

– Deberías poner una denuncia.

– Sólo podría reconocer una parte corporal del fulano en cuestión, y no creo que la tengáis en los ficheros policiales.

– ¿Llevas la pistola?

– Sí. Pero no me dio tiempo a sacarla.

– Póntela en la cintura. De todas maneras es ilegal llevarla escondida. Y no sería mala idea que la cargaras con un par de balas de verdad.

– La llevo cargada -las balas se las había puesto Ranger-. ¿Han identificado ya al tipo del maletero?

– Thomas Turkello. También conocido como Thomas Turkey. Matón de alquiler de fuera de Filadelfia. Imagino que era prescindible y que era mejor cargárselo que correr el riego de que hablara. El conejo probablemente sea del círculo interno.

– ¿Algo más?

– ¿Qué más quieres?

– Las huellas de Abruzzi en el arma homicida.

– Lo siento.

No quería colgar, pero no tenía nada más que decir. Lo cierto era que sentía un agujero en el estómago al que no quería poner nombre. Tenía un miedo mortal a que fuera soledad. Ranger era fuego y magia, pero no era real. Morelli era todo lo que yo quería en un hombre, pero él quería que me convirtiera en algo que no era.

Colgué el teléfono y me retiré a la sala de estar. En casa de mis padres, si te sentabas delante de la televisión, no se esperaba que hablaras. Incluso si le hacían una pregunta directa, al televidente se le concedía el privilegio de hacerse el sordo. Esas eran las reglas.

La abuela y yo estábamos juntas en el sofá, viendo el canal meteorológico. Era difícil decir cuál de las dos estaba más consternada.

– Supongo que fue una buena idea no tocarla -dijo la abuela-. Aunque debo admitir que tenía cierta curiosidad. No es que fuera exactamente bonita, pero al final estaba bastante grande. ¿Habías visto alguna tan grande?

Un momento perfecto para invocar el derecho a no contestar de la televisión.

Tras un par de minutos de previsiones meteorológicas me fui a la cocina y me comí el segundo donut. Recogí mis cosas y me asomé al salón.

– Me voy -dije a la abuela-. Bien está lo que bien acaba, ¿verdad?

La abuela no respondió. Estaba abstraída en el canal meteorológico. Había un área de altas presiones cruzando los Grandes Lagos.

Volví a mi apartamento. Esta vez llevaba la pistola en la mano desde antes de salir del coche. Atravesé el aparcamiento y entré en el edificio. Me detuve al llegar a mi puerta. Esa era siempre la peor parte. Una vez que estaba dentro del apartamento, me sentía segura. Además de la cerradura, tenía un cerrojo y una cadena de seguridad. Sólo Ranger podía entrar sin previo aviso. No sé si atravesaba la puerta como un fantasma o si se diluía como un vampiro y se deslizaba por debajo. Suponía que un mortal podría hacerlo de alguna manera, pero no sabía cuál.

Abrí la puerta e inspeccioné el apartamento como la versión cinematográfica de un agente de la CÍA: agazapada de habitación en habitación, con la pistola en la mano y las piernas flexionadas, lista para disparar. Abría las puertas de golpe y cruzaba los umbrales de un salto. Menos mal que no me podía ver nadie, porque sabía que parecía una idiota. Lo bueno fue que no encontré ningún conejo con sus partes colgando. Comparado con ser violada por un conejo, lo de las serpientes y las arañas parecía peccata minuta.

Ranger llamó a los diez minutos de llegar yo al apartamento.

– ¿Vas a estar en casa un rato? -preguntó-. Quiero mandarte a una persona para que instale un sistema de seguridad.

O sea, que el hombre misterioso también lee el pensamiento.

– Se llama Héctor -añadió Ranger-. Ya está en camino.

Héctor era delgado e hispano, y vestía de negro. Tenía el lema de una pandilla tatuado en el cuello y una lágrima solitaria tatuada debajo de un ojo. Tenía veintipocos años y sólo hablaba español.

Héctor tenía la puerta abierta y estaba haciendo los últimos ajustes, cuando llegó Ranger. Dedicó a Héctor un saludo apenas audible en español y comprobó el sensor que acababa de instalar en la entrada.

Acto seguido me miró a mí, sin dejar traslucir el menor pensamiento. Nuestros ojos se encontraron durante unos larguísimos instantes y luego se volvió a Héctor. Mi español se reduce a las palabras «burrito» y «taco», de manera que no me enteré de lo que decían. Héctor hablaba y gesticulaba, y Ranger escuchaba y preguntaba. Héctor le entregó a Ranger un pequeño artefacto, recogió sus herramientas y se fue. Ranger me hizo un gesto con el dedo para que me acercara a él.

– Este es tu mando. Es lo bastante pequeño para que lo lleves con las llaves del coche. Tienes un código de cuatro dígitos para abrir y cerrar la puerta. Si han forzado la puerta, el mando te avisará. No está conectado a ningún servicio de seguridad. Tampoco tiene alarma. Está diseñado para darte fácil acceso y avisarte si alguien ha entrado en tu casa, para que no te lleves más sorpresas. La puerta es de acero y Héctor ha instalado un cerrojo en el suelo. Si te cierras por dentro, estarás segura. No se puede hacer gran cosa con las ventanas. La escalera de incendios es un problema. Aunque el problema es menor si tienes una pistola en la mesilla de noche.

– ¿Esto también lo apuntas en la cuenta? -pregunté mirando el mando.

– No hay cuenta. Y lo que nos damos el uno al otro no tiene precio. De ningún tipo. Ni económico, ni emocional. Tengo que volver al trabajo.

Hizo un intento de irse y yo le agarré por la pechera de la camisa.

– No tan deprisa. Esto no es la televisión. Es mi vida. ¿Hay algo más que deba saber de ese rollo del «sin precio emocional»?

– Así es como tiene que ser.

– ¿Y qué trabajo es ése al que tienes que volver?

– Estoy dirigiendo una operación de vigilancia para una agencia gubernamental. Somos trabajadores autónomos. No me irás a freír con preguntas sobre los detalles, ¿verdad?

Le solté la camisa y dejé escapar un suspiro.

– No puedo hacerlo. Esto no va a funcionar.

– Lo sé -dijo Ranger-. Tienes que arreglar tu relación con Morelli.

– Necesitábamos tomarnos un descanso.

– Ahora mismo estoy comportándome como un buen chico porque me interesa, pero soy un oportunista, y me siento atraído por ti. Y volveré a meterme en tu cama si el descanso de Morelli se alarga demasiado. Si me lo propusiera, podría hacerte olvidar a Morelli. Y eso no sería bueno para ninguno de los dos.

– Dios.

Ranger sonrió.

– Cierra bien la puerta.

Y se fue.

Cerré la puerta y puse el cerrojo del suelo. Ranger había logrado que dejara de pensar en el conejo masturbador. Ahora tenía que dejar de pensar en Ranger. Sabía que todo lo que decía era cierto, con la posible excepción de lo de olvidar a Morelli. No era fácil de olvidar. Lo había intentado con todas mis fuerzas durante años y no lo había conseguido.

Sonó el teléfono y, al contestar, alguien hizo ruido de besitos. Colgué y volvió a sonar. Más besitos. A la tercera vez, desconecté el cable.

Media hora después había alguien a mi puerta.

– Sé que estás ahí dentro -gritó Vinnie-. He visto el CR-V en el aparcamiento.

Descorrí el cerrojo del suelo, el de la puerta, la cadena de seguridad y abrí la cerradura.

– Dios bendito -dijo Vinnie cuando por fin abrí-. Cualquiera diría que hay algo valioso en esta ratonera.

– Yo soy valiosa.

– Como cazarrecompensas, desde luego que no. ¿Dónde está Bender? Me quedan dos días para entregar a Bender o pagar su fianza al tribunal.

– ¿Has venido a decirme eso?

– Sí. Pensé que necesitabas que te lo recordara. Hoy tengo a mi suegra en casa y me está volviendo loco. He pensado que éste era un buen momento para ir por él. He intentado llamarte, pero no te funciona el teléfono.

Qué diablos, no tenía nada mejor que hacer. Estaba encerrada en el apartamento con el teléfono desconectado.

Dejé a Vinnie esperándome en el vestíbulo y fui a buscar mi cartuchera. Regresé con la funda de nailon negra sujeta a la pierna y mi 38 cargada y lista para disparar.

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