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MADRE MÍA. Eddie Abruzzi. Y yo que pensaba que hoy estaba siendo un día de mierda.

– He sido informado de que Evelyn se ha mudado -dijo Abruzzi-. Usted no sabrá dónde se encuentra, ¿verdad?

– No -dije-. Pero, como puede ver, no se ha mudado.

Abruzzi miró alrededor.

– Sus muebles siguen aquí. Pero eso no significa que no se haya marchado.

– Bueno, técnicamente… -dijo Kloughn.

Abruzzi le miró perplejo.

– ¿Quién es usted?

– Soy Albert Kloughn. El abogado de Evelyn.

Aquello hizo sonreír a Abruzzi.

– Evelyn ha contratado a un clown de abogado. Perfecto.

– K-l-o-u-g-h-n -dijo Albert Kloughn.

– Y yo soy Stephanie Plum.

– Ya sé quién eres -dijo Abruzzi. Su voz era escalofriantemente tranquila y sus pupilas estaban contraídas al tamaño de puntas de alfiler-. Mataste a Benito Ramírez.

Benito Ramírez era un boxeador de la categoría pesos pesados que intentó liquidarme en varias ocasiones y que acabó siendo tiroteado en la escalera de incendios de mi casa cuando trataba de entrar por mi ventana. Era un psicópata asesino de una maldad extrema, que encontraba placer y fuerza en el dolor de los demás.

– Ramírez era mío -dijo Abruzzi-. Había invertido un montón de tiempo y dinero en él. Y le entendía. Compartíamos muchos objetivos comunes.

– Yo no le maté. Lo sabe, ¿verdad?

– Tú no apretaste el gatillo… pero como si lo hubieras hecho -desvió su atención a Lula-. A ti también te conozco. Eres una de las putas de Benito. ¿Qué tal lo pasabas con él? ¿Disfrutabas? ¿No te sentías privilegiada? ¿Aprendiste algo?

– No me encuentro muy bien -dijo Lula. Y se desmayó de repente, cayendo encima de Kloughn y arrastrándole con ella al suelo.

Ramírez había maltratado a Lula. La había torturado y dejado por muerta. Pero Lula no había muerto. De lo que se deduce que no es nada fácil matar a Lula.

Al contrario que Kloughn, que tenía toda la pinta de estar a punto de estirar la pata. Estaba atrapado debajo de Lula y sólo le asomaban los pies, en una excelente imitación de la Malvada Bruja del Este cuando la casa de Dorothy le cae encima. Profirió un sonido que era mitad chillido ratonil, mitad estertor de agonía.

– Socorro -susurró-. No puedo respirar.

Darrow agarró a Lula de una pierna y yo la agarré de un brazo, y juntos se la quitamos de encima.

– ¿Se ve algo roto? -preguntó-. ¿Me ha despanzurrado?

– ¿Qué hacéis aquí? -inquirió Abruzzi-. ¿Y cómo habéis entrado?

– Hemos venido a visitar a Evelyn -dije-. La puerta de atrás estaba abierta.

– ¿Tú y tu amiga, la puta gorda, siempre lleváis guantes de goma?

Lula abrió un ojo.

– ¿A quién estás llamando gorda? -abrió el otro ojo-. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy en el suelo?

– Te has desmayado -expliqué.

– Eso es mentira -dijo, poniéndose de pie-. Yo no me desmayo. No me he desmayado ni una sola vez en mi vida -miró a Kloughn, que seguía tumbado en el suelo-. ¿Y a éste, qué le pasa?

– Le has caído encima.

– Me has aplastado como a una mosca -dijo Kloughn, haciendo un esfuerzo para levantarse-. Tengo suerte de estar vivo.

Abruzzi nos contempló a todos un instante.

– Esta casa es de mi propiedad -dijo-. No volváis a entrar en ella. No me importa si sois amigos de la familia, abogados o putas asesinas. ¿Entendido?

Apreté los labios con fuerza y no dije nada.

Lula cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y dijo: «Hum».

Y Kloughn asintió vigorosamente con la cabeza.

– Sí, señor -dijo-. Lo entendemos. No hay problema. Sólo hemos entrado esta vez debido a que…

Lula le dio una patada en la pantorrilla.

– ¡Ay! -chilló Kloughn, doblándose por la cintura para agarrarse la pierna.

– Fuera de esta casa -dijo Abruzzi, dirigiéndose a mí-. Y no volváis.

– La familia de Evelyn me ha contratado para velar por sus intereses. Eso incluye pasar por aquí de vez en cuando.

– No me estás escuchando -dijo Abruzzi-. Te estoy diciendo que te mantengas al margen. Al margen de esta casa y al margen de los asuntos de Evelyn.

En mi cabeza se dispararon varias alarmas a la vez. ¿Por qué se preocupaba Abruzzi por Evelyn y por su casa? Era su casero. Por lo que yo sabía de sus negocios, aquél no era siquiera un inmueble importante para él.

– ¿Y si no lo hago?

– Haré que tu vida sea muy desagradable. Sé cómo amargarle la vida a una mujer. Benito y yo teníamos eso en común. Ambos sabíamos cómo hacer que una mujer nos prestara atención. Dime -siguió Abruzzi-, ¿cómo fueron los últimos momentos de Benito? ¿Sufrió mucho? ¿Tuvo miedo? ¿Sabía que iba a morir?

– No lo sé -dije-. Estaba al otro lado de la ventana. No sé lo que sentía -aparte de una furia enloquecida.

Abruzzi se me quedó mirando un instante.

– El destino es algo muy curioso, ¿verdad? Has vuelto a entrar en mi vida. Y otra vez estás en el bando contrario. Será interesante ver cómo se desarrolla esta campaña.

– ¿Campaña?

– Soy un estudioso de la historia militar. Y esto, en cierto sentido, es una guerra -hizo un leve gesto con la mano-. Tal vez no sea una guerra. Más bien una escaramuza, creo yo. Lo llamemos como lo llamemos, es un combate, más o menos. Como hoy me siento generoso, te voy a dar una oportunidad. Puedes salir de la casa de Evelyn y de su vida y yo te dejo en paz. Así habrás conseguido la amnistía. Si continúas la contienda, te consideraré tropa enemiga. Y empezará el juego de guerra.

Madre mía. Aquel tío estaba completamente chalado. Levanté una mano para detenerle.

– No voy a jugar a juegos de guerra. Sólo soy una amiga de la familia que se preocupa por las cosas de Evelyn. Ya nos vamos. Y le sugiero que haga lo mismo -y le sugiero que se tome una pastilla. Una pastilla muy grande.

Les abrí camino a Lula y a Kloughn, pasando por delante de Abruzzi y Darrow, y fui hacia la puerta. Nos metimos en el coche y nos marchamos de allí.

– Hostias -dijo Lula-. ¿Qué ha sido eso? Estoy totalmente aterrada. Eddie Abruzzi tiene los mismos ojos que Ramírez. Y Ramírez no tenía corazón. Creía que había olvidado todo aquello, pero al ver esos ojos he vuelto a revivirlo. Ha sido como volver a estar con Ramírez. Ya te digo, estoy aterrorizada. Me han dado sudores fríos. Estoy hiperventilando, eso es lo que me pasa. Necesito una hamburguesa. No, espera un momento. Acabo de comerme una hamburguesa. Necesito otra cosa. Necesito… necesito… necesito ir de compras. Necesito zapatos.

A Kloughn le brillaban los ojos.

– O sea, que Ramírez y Abruzzi son unos delincuentes, ¿verdad? Y Ramírez ha muerto, ¿no? ¿A qué se dedicaba? ¿Era un asesino profesional?

– Era boxeador profesional.

– Recórcholis. Aquel Ramírez. Recuerdo haber leído cosas sobre él en los periódicos. Recórcholis, tú eres la que mató a Benito Ramírez.

– Yo no le maté -dije-. Estaba en mi escalera de incendios, intentando entrar, y alguien le disparó.

– Sí. Ella casi nunca le dispara a nadie -dijo Lula-. Y la verdad es que a mí me da igual. Yo lo que tengo es que salir de aquí. Necesito aire de centro comercial. Podría respirar mejor si tuviera aire de centro comercial.

Llevé a Kloughn de nuevo a la lavandería y dejé a Lula en la oficina. Ella salió disparada en su Trans Am rojo y yo subí a hacerle una visita a Connie.

– ¿Recuerdas al fulano que detuviste ayer? -dijo Connie-. ¿Martin Paulson? Ya está en la calle. Cometieron algún error en su primer arresto y han desestimado el caso.

– Deberían encerrarle sólo por estar vivo.

– Parece ser que, cuando le soltaron, sus primeras palabras como hombre libre fueron ciertas alusiones poco afectuosas hacia ti.

– Estupendo -me desplomé en el sofá-. ¿Sabías que Eddie Abruzzi era el jefe de Benito Ramírez? Nos lo hemos encontrado en casa de Evelyn. Y hablando de eso, hay una ventana rota que tenemos que arreglar. Está en la parte de atrás.

– Ha sido un crío con una pelota de béisbol, ¿verdad? -dijo Connie-. Y después de que le vieras romper la ventana salió corriendo y no sabes quién es. Espera. Mejor todavía. No le has visto en ningún momento. Cuando llegaste la ventana ya estaba rota.

– Exactamente. Bueno, ¿qué me puedes contar de Abruzzi?

Connie tecleó su nombre en el ordenador. En menos de un minuto, empezó a aparecer la información. La dirección de su domicilio, direcciones anteriores, historial laboral, esposas, hijos, antecedentes policiales. Lo imprimió todo y me entregó la hoja.

– Podemos encontrar la marca de pasta de dientes que usa y el tamaño de su huevo derecho, pero llevaría un poco más de tiempo.

– Muy tentador, pero creo que no necesito saber el tamaño de sus huevos, por ahora.

– Apuesto a que son grandes.

Me puse las manos sobre los oídos.

– ¡No te escucho! -la miré de reojo-. ¿Qué más sabes de él?

– No sé mucho. Sólo que es el propietario de unos cuantos edificios en el Burg y en el centro de la ciudad. He oído decir que no es buena persona, pero no conozco ningún detalle. No hace mucho fue arrestado, acusado de un delito menor de actividades delictivas. La acusación no prosperó debido a la ausencia de testigos vivos. ¿Por qué quieres saber cosas de Abruzzi? -preguntó Connie.

– Curiosidad morbosa.

– Hoy me han entrado dos casos. A Laura Minello la arrestaron por hurto hace un par de semanas y ayer no se presentó en el juzgado.

– ¿Qué había robado?

– Un BMW nuevo. Rojo. Se lo llevó del concesionario a plena luz del día.

– ¿Para probarlo?

– Sí. Sólo que no le dijo a nadie que se lo llevaba, y lo estuvo probando cuatro días, hasta que la pillaron.

– Una mujer con esa iniciativa es digna de respeto.

Connie me entregó dos expedientes.

– El segundo que no se ha presentado en el juzgado ha sido Andy Bender. Es reincidente en violencia doméstica. Creo recordar que ya le detuviste en otra ocasión. Probablemente estará en casa, borracho como una cuba, sin enterarse de si es lunes o viernes.

Hojeé el expediente de Bender. Connie tenía razón. Ya había tenido que vérmelas con él. Era un negado delgaducho. Y un bebedor de la peor especie.

– Es el fulano aquel que me siguió con la sierra mecánica -dije.

– Sí, pero tómalo por el lado positivo. Al menos no tenía pistola.

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