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– Joder, ha sido espantoso -dijo Valerie; los dientes le castañeteaban-. Estaba asustadísima, joder -se miró las muñecas, todavía inmovilizadas con la cinta adhesiva-. Tengo las manos atadas: -observó, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento.

Héctor sacó una navaja y nos cortó las cintas. Primero a mí y luego a Valerie.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Morelli a Ranger.

– Tú llévate a Steph y a Valerie a casa -contestó.

Ranger me miró y nuestros ojos se encontraron por un instante. Entonces Morelli me echó un brazo por encima y me ayudó a subir a su coche. Tank acomodó a Valerie a mi lado.

Morelli nos llevó a su casa. Hizo una llamada de teléfono y apareció ropa limpia. De su hermana, supuse. Estaba demasiado cansada para preguntarlo. Valerie se arregló y la llevamos a casa de mis padres. Nos paramos un instante en la sala de urgencias del hospital para que me vendaran la quemadura y volvimos a casa de Morelli.

– Clávame un tenedor -dije a Morelli-. Estoy muerta.

Morelli cerró la puerta de su casa con llave y apagó las luces.

– Quizá debieras plantearte la posibilidad de hacer un trabajo menos peligroso, como ser bala de cañón humana o muñeco de banco de pruebas.

– Estabas preocupado por mí.

– Sí -dijo Morelli, acercándome a él-. Estaba preocupado por ti.

Me abrazó con fuerza y descansó su mejilla en mi cabeza.

– No he traído pijama -dije. Sus labios me rozaron la oreja.

– Bizcochito, no lo vas a necesitar.

Desperté en la cama de Morelli con el brazo ardiéndome salvajemente y el labio superior hinchado. Morelli me tenía firmemente abrazada. Y Bob estaba al otro lado. El timbre del despertador sonaba junto a la cama. Morelli alargó un brazo y lo tiró de la mesilla.

– Va a ser uno de esos días… -dijo.

Se levantó de la cama y media hora después estaba vestido y en la cocina. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta. Tomaba café y una tostada apoyado en la encimera.

– Ha llamado Costanza mientras estabas en el cuarto de baño -dijo, dando un sorbo al café y mirándome por encima del borde de la taza-. Uno de los coches patrulla encontró a Eddie Abruzzi hace una hora más o menos. Estaba en su coche, en el aparcamiento del mercado de frutas y verduras de los granjeros. Al parecer, se ha suicidado.

Miré a Morelli estupefacta. No podía creer lo que acababa de oír.

– Dejó una nota -siguió Morelli-. Decía que estaba deprimido por unos asuntos de negocios.

Hubo un largo silencio entre los dos.

– No ha sido un suicidio, ¿verdad? -dije en tono de pregunta, cuando quería ser una afirmación.

– Soy policía -contestó Morelli-. Si creyera que no es un suicidio tendría que investigarlo.

Ranger había matado a Abruzzi. Estaba tan segura de ello como de que estaba allí de pie. Y Morelli también lo sabía.

– Vaya -dije en voz baja.

Morelli me miró.

– ¿Te encuentras bien?

Dije que sí con la cabeza.

Se acabó el café y dejó la taza en el fregadero. Me abrazó con fuerza y me besó.

Dije «vaya» otra vez. Ahora con más sentimiento. Morelli sí que sabía besar.

Cogió la pistola de la repisa de la cocina y se la encajó en la cintura.

– Hoy me llevaré la Ducati y te dejo la camioneta. Y cuando vuelva del trabajo tenemos que hablar.

– Madre mía. Más charlas. Hablar nunca nos lleva a nada.

– Vale, a lo mejor no deberíamos hablar. A lo mejor sólo deberíamos dedicarnos al sexo salvaje.

Por fin, un deporte que me gustaba.

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