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FUI cojeando HASTA el quiosco y compré una Coca-Cola y un paquete de Cracker Jacks. Los Cracker Jacks no se pueden considerar comida basura, porque son maíz y cacahuetes, y todos conocemos su alto valor nutritivo. Y, además, llevan un premio dentro.

Recorrí el corto espacio que me separaba de la orilla del agua, abrí el paquete y un ganso vino corriendo y me picó en la rodilla. Di un salto hacia atrás, pero él siguió acercándose a mí, graznando y picándome. Tiré una palomita de maíz lo más lejos que pude y el ganso fue tras ella. Grave error por mi parte. Al parecer, tirar un Cracker Jack es el equivalente, en ganso, a mandar una invitación para una fiesta. De repente me encontré rodeada de gansos que venían corriendo de todos los rincones del parque, con sus estúpidas patas palmeadas, meneando sus gordos culos de ganso, agitando sus grandes alas de ganso, y con sus ojos negros y diminutos de ganso fijos en el paquete de Cracker Jacks. Se peleaban entre ellos y se lanzaban sobre mí, graznando, chillando y golpeándose violentamente para ganar una posición privilegiada.

– ¡Escapa corriendo, querida! Dales las palomitas -gritó una ancianita desde un banco contiguo-. ¡Tírales la caja o esos monstruos te comerán viva!

Agarré el paquete con fuerza.

– No he llegado al premio. El premio sigue dentro del paquete.

– ¡Olvídate del premio!

Se acercaban más y más gansos, volando desde el otro lado del lago. Demonios, a mí me parecía que venían hasta de Canadá. Uno de ellos me golpeó de lleno en el pecho y me tiró al suelo. Di un grito y solté la caja de palomitas. Los gansos la atacaron sin consideración a la vida, humana o gansa. El ruido era ensordecedor. Las alas me golpeaban y sus uñas me desgarraban la camiseta.

Aquel frenesí gastronómico me pareció que duraba horas, pero en realidad debió de durar como un minuto. Los gansos se fueron tan rápidamente como habían venido, y todo lo que quedó fueron plumas y cagadas de ganso. Enormes y gelatinosos pegotes de caca de ganso… hasta donde alcanzaba la vista.

Junto a la anciana del banco había un anciano.

– ¿No sabes mucho de la vida, verdad? -dijo.

Me recompuse como pude, llegué hasta el coche, abrí la puerta y me acomodé desmañadamente detrás del volante. Se acabó el ejercicio. Salí del aparcamiento con el piloto automático y, no sé cómo, logré llegar a la avenida Hamilton. Estaba a un par de manzanas de mi apartamento cuando noté un movimiento en el asiento de al lado. Giré la cabeza para mirar y una araña del tamaño de un plato se me echó encima.

– ¡Ayyyyyyy! ¡Hostias! ¡hostias!

Le di a un coche aparcado, me subí a la acera y acabé parando en una isleta de césped. Abrí la puerta de golpe y salí del coche de un salto. Todavía estaba pegando saltos y sacudiéndome el pelo cuando llegaron los primeros policías.

– A ver si lo he entendido -dijo uno de los polis-. ¿Casi se estrella contra el Toyota que está aparcado junto al bordillo, sin mencionar los daños a su propio CR-V, porque la atacó una araña?

– No era sólo una araña. Estamos hablando de más de una. Y muy grandes. Posiblemente eran arañas mutantes. Una manada de arañas mutantes.

– Me resulta familiar -dijo-. ¿No es usted la cazarrecompensas?

– Sí, y soy muy valiente. Excepto con las arañas.

Y excepto con Eddie Abruzzi. Abruzzi sabía cómo asustar a las mujeres. Conocía todos los bichejos repugnantes que resultaban desmoralizantes e irracionalmente aterradores. Serpientes, arañas y fantasmas en la escalera de incendios.

Los polis intercambiaron una mirada que significaba «chicas…» y se acercaron pavoneándose al CR-V. Metieron las cabezas dentro y, un instante después, se escuchó un grito doble y cerraron la puerta de golpe.

– ¡Dios, qué alucine! -gritó uno de ellos-. ¡Hostias!

Tras una breve discusión se decidió que aquello era demasiado para un simple exterminador y, una vez más, llamaron a Control de Animales. Una hora después declaraban el CR-V zona libre de arañas. Me habían puesto una multa por conducción temeraria y había intercambiado datos con el dueño del coche aparcado.

Recorrí las dos manzanas que me quedaban, aparqué y entré con pie inseguro en el edificio. El señor Kleinschmidt se encontraba en el portal.

– Tienes un aspecto horrible -dijo-. ¿Qué te ha pasado? ¿Son plumas de ganso eso que llevas pegado a la camiseta? ¿Y cómo es que la llevas toda rota y manchada de hierba?

– No se lo iba a creer. Ha sido realmente desagradable.

– Seguro que has estado dando de comer a los gansos del parque. No deberías haberlo hecho. Esos gansos son unas fieras.

Solté un suspiro y me metí en el ascensor. Cuando entré en el apartamento noté que había algo diferente. La luz del contestador estaba parpadeando. Sí. ¡Por fin! Le di al botón y me acerqué a escuchar.

– ¿Te han gustado las arañas? -preguntó una voz.

Todavía seguía de pie en medio de la cocina, en una especie de conmoción por el día que llevaba, cuando llegó Morelli. Llamó con los nudillos una sola vez y la puerta abierta se desplazó. Bob entró delante y se puso a corretear, investigando.

– Tengo entendido que has tenido un problema con unas arañas -dijo Morelli.

– Eso es poco decir.

– He visto tu CR-V en el aparcamiento. Te has cargado todo el lado derecho.

Le puse el mensaje del contestador.

– Ha sido Abruzzi. La voz del contestador no es la suya, pero está detrás de esto. Cree que es una especie de juego de guerra. Alguien debió de seguirme al parque. Allí abrieron el coche y metieron las arañas mientras estaba corriendo.

– ¿Cuántas arañas?

– Cinco tarántulas de las grandes.

– Puedo hablar con Abruzzi.

– Gracias, pero puedo arreglármelas sola.

Sí, claro, por eso le arranqué la puerta a un coche aparcado. La verdad es que me habría encantado que Morelli tomara parte en el asunto y me quitara de encima a Abruzzi. Desgraciadamente eso daba una mala impresión: hembra tontita e incompetente necesita macho fuerte para salir de situación desesperada.

Morelli me miró de arriba abajo, reparando en las manchas de hierba, las plumas de ganso y los desgarrones de la camiseta.

– Le compré un perrito caliente a Bob después de dar el paseo alrededor del lago y en el quiosco se estaba hablando mucho de una mujer a la que había atacado una bandada de gansos.

– Hummm. Fíjate qué cosas.

– Decían que ella había provocado el ataque dándole a uno de ellos un Cracker Jack.

– No fue culpa mía -dije-. Maldito ganso estúpido.

Bob, que había estado vagando por el apartamento, entró en la cocina y nos sonrió. Un trozo de papel higiénico le colgaba de los labios. Abrió la boca y sacó la lengua. ¡Argh! Abrió la boca todavía más y vomitó un perrito caliente, un puñado de hierba, un montón de fango y una bola de papel higiénico.

Los dos nos quedamos mirando la humeante montaña de vomitona del perro.

– Bueno, creo que ya es hora de que me vaya -dijo Morelli lanzando un vistazo a la puerta-. Sólo quería cerciorarme de que estabas bien.

– Espera un momento. ¿Quién va a limpiar esto?

– Me encantaría ayudarte, pero…, tía, qué mal huele -se puso la mano sobre la nariz y la boca-. Tengo que irme -dijo-. Es tarde. Tengo cosas que hacer -ya estaba en el descansillo-. Quizá fuera mejor que te marcharas, que alquilaras otro apartamento.

Otra oportunidad para utilizar la mirada asesina.

No dormí bien… algo que seguramente es normal después de ser atacada por gansos asesinos y arañas mutantes. A las seis de la mañana me levanté de la cama, me di una ducha y me vestí. Decidí que me merecía un homenaje después de una noche tan horrorosa, así que me metí en el coche y conduje hasta Barry's Coffees. Siempre había cola en Barry's, pero merecía la pena porque tenía cuarenta y dos clases diferentes de cafés, más toda clase de bebidas calientes exóticas.

Pedí un mochacccino con doble ración de caramelo y me lo llevé a la barra de la ventana. Me coloqué junto a una señora de pelo corto y de punta, teñido de rojo fuego. Era bajita y rechoncha, con mejillas como manzanas y cuerpo de manzana. Llevaba enormes pendientes de plata y turquesas, aparatosos anillos en todos sus dedos retorcidos, un chándal de poliéster blanco y zapatillas de plataforma. Tenía los ojos embadurnados de rímel. El rojo oscuro de su lápiz de labios había pasado a la taza del capuchino.

– Oye, querida -dijo con una voz de dos paquetes diarios-. ¿Eso es un mochaccino con caramelo? Yo solía tomar de ésos, pero me daban temblores. Demasiado azúcar. Si sigues tomándolos acabarás con diabetes. Mi hermano tiene diabetes y le tuvieron que cortar un pie. Fue algo terrible. Primero los dedos se le pusieron negros; luego todo el pie, y más tarde la piel se le empezó a caer a grandes trozos. Era como si le hubiera atrapado un tiburón y le arrancara bocados de carne.

Miré alrededor en busca de otro sitio para tomarme el café, pero aquello estaba hasta los topes.

– Ahora está en una residencia, pues ya no puede manejarse muy bien solo -dijo-. Le voy a visitar siempre que puedo, pero tengo cosas que hacer. Cuando llegas a mi edad lo último que quieres es quedarte sentada perdiendo el tiempo. Cualquier mañana podría despertarme muerta. Claro que yo me mantengo en muy buena forma. ¿Qué edad crees que tengo?

– ¿Ochenta años?

– Setenta y cuatro. Unos días estoy mejor que otros -dijo-. ¿Cómo te llamas, querida?

– Stephanie.

– Yo me llamo Laura. Laura Minello.

– ¿Laura Minello? Ese nombre me suena. ¿Es usted del Burg?

– No. He vivido toda mi vida en North Trenton. En la calle Cherry. Trabajaba en la oficina de la Seguridad Social. Trabajé allí veintitrés años, pero no me puedes recordar de eso. Eres demasiado joven.

Laura Minello. La conocía de algo, pero no podía recordar de qué.

Laura Minello señaló a un Corvette rojo aparcado enfrente de Barry's.

– ¿Ves ese coche rojo de lujo? Es mío. Bonito, ¿eh?

Miré al coche. Luego miré a Laura Minello. Luego volví a mirar al coche. Oh, cielos. Rebusqué en mi bolso los expedientes que me había dado Connie.

– ¿Hace mucho que tiene ese coche? -pregunté a Laura.

– Un par de días.

Saqué los papeles del bolso y revisé la primera página. Laura Minello, acusada de robo de vehículos, edad: setenta y cuatro años. Residente en la calle Cherry.

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