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ABRÍ LOS OJOS y miré el reloj: las ocho y media. No era precisamente un madrugón. Oí cómo la lluvia repiqueteaba en la escalera de incendios y contra el cristal de la ventana. Opino que la lluvia debería caer por la noche, cuando todo el mundo está durmiendo. Por la noche, la lluvia es acogedora. Durante el día, la lluvia es como un dolor de tripas. Otra putada por parte de la creación. Como la eliminación de residuos. Cuando uno se plantea crear un universo tiene que ser más previsor.

Me levanté de la cama y fui sonámbula hasta la cocina. Rex se había pasado toda la noche corriendo y estaba profundamente dormido en su lata de sopa. Puse la cafetera y me dirigí al cuarto de baño arrastrando los pies. Una hora después estaba en el coche, dispuesta a comenzar el día, sin saber qué hacer primero. Seguramente debería hacerle una visita de cortesía a Kloughn. Se había roto la nariz por mi culpa. Cuando le dejé en su coche tenía los ojos amoratados y una tirita le enderezaba la nariz. El problema era que, si iba a verle ahora, corría el riesgo de que se me pegara para todo el día. Y la verdad era que no quería tener a Kloughn pegado a mí. Ya era bastante patosa cuando iba a mi aire. Con Kloughn pegado a mis talones estaba condenada al desastre.

Me encontraba en el aparcamiento, con la mirada perdida en la lluvia que corría por el parabrisas del coche, cuando me di cuenta de que había una bolsita de plástico hermética sujeta en el limpiaparabrisas. Dentro de la bolsa había una cuartilla de papel blanco doblada cuatro veces. Tenía un mensaje escrito en rotulador negro.

«¿Te gustaron las serpientes?»

Estupendo. Era exactamente lo que me apetecía para empezar el día. Volví a meter el papel en la bolsa de plástico, y ésta en la guantera. En el asiento del copiloto estaban los dos expedientes de los NCT que Connie me había dado. Andy Bender seguía libre. Lo mismo que Laura Minello. Iba a capturar a uno de ellos aquella mañana. Lo malo era que no tenía esposas. Y prefería sacarme un ojo con un tenedor antes que volver a pedir otras esposas en la oficina. Sólo me quedaba Annie Soder.

Puse el CR-V en marcha y enfilé rumbo al Burg. Aparqué delante de la casa de mis padres, pero llamé a la puerta de Mabel.

– ¿Con quién salía Evelyn cuando era pequeña? -le pregunté a Mabel-. ¿Tenía alguna amiga íntima?

– Dotty Palowsky. Pasaron juntas los primeros años en el colegio. Y también fueron juntas al instituto. Luego Evelyn se casó y Dotty se trasladó.

– ¿Siguen siendo amigas?

– Creo que perdieron el contacto. Después de casarse, Evelyn se fue encerrando más y más en sí misma.

– ¿Sabes dónde vive Dotty ahora?

– No sé dónde estará ella, pero su familia sigue viviendo aquí, en el Burg.

Yo conocía a su familia. Los padres de Dotty vivían en Roebling. También tenía varios tíos, tías y primos en el Burg.

– Necesito una cosa más -dije a Mabel-. Una lista de los parientes de Evelyn. De todos.

Cuando salí de la casa llevaba la lista en la mano. No era muy larga. Unos tíos en el Burg. Tres primos, todos ellos en el área de Trenton. Un primo en Delaware.

Salté la barandilla que separaba los dos porches y pasé a la casa de al lado a ver a la abuela Mazur.

– Fui al velatorio de Shleckner -dijo la abuela-. Te digo que ese Stiva es un genio. Entre los embalsamadores no tiene competencia. ¿Recuerdas cómo tenía el viejo Shlecker la cara de marcas y cicatrices? Bueno, pues Stiva se las había tapado, no sé cómo. Y ni siquiera se notaba que tenía un ojo de cristal. Los dos estaban exactamente iguales. Era un milagro.

– ¿Cómo sabes lo del ojo de cristal? ¿No los tenía cerrados?

– Sí, pero justo cuando estaba a su lado se abrieron un momento. Puede que fuera cuando se me cayeron las gafas de leer dentro del féretro.

– Hummm.

– Bueno, no se le puede reprochar a una persona que sienta curiosidad por esas cosas. Además, no fue culpa mía. Si le hubieran dejado los ojos abiertos no habría tenido que indagar.

– ¿Te vio alguien abrirle los ojos a Shleckner?

– No. Lo hice a escondidas.

– ¿Has averiguado algo interesante sobre Evelyn y Annie?

– No, pero me he enterado de muchas cosas sobre Steven Soder. Le gusta beber. Y también le gusta apostar. Se rumorea que perdió gran cantidad de dinero y que se quedó sin el bar. Según se cuenta, perdió el bar en una partida de cartas hace algún tiempo y ahora tiene socios.

– Yo también he oído unos rumores parecidos. ¿Te contó alguien quiénes eran los socios?

– El nombre que me dieron fue el de Eddie Abruzzi.

Madre mía. ¿Por qué será que no me sorprende en absoluto?

Estaba en el coche, lista para marcharme, cuando sonó el móvil. Era Kloughn.

– Jopé, tendrías que verme. Tengo los dos ojos morados. Y la nariz hinchada. Por lo menos ahora está recta. He tenido que dormir cuidando mucho cómo me ponía.

– Lo siento. De verdad, lo siento mucho.

– Oye, no pasa nada. Supongo que cuando uno se dedica a luchar contra el crimen, estas cosas son normales. Bueno, ¿qué vamos a hacer hoy? ¿Vamos a volver a por Bender? Tengo algunas ideas. Podríamos comer juntos.

– Verás, la cuestión es que… suelo trabajar sola.

– Ya lo sé, pero a veces trabajas con un ayudante, ¿verdad? Yo puedo ser tu ayudante de vez en cuando, ¿no? Me he pertrechado bien. Me he hecho imprimir AGENTE DE FIANZAS en una gorra negra esta mañana. Y tengo un spray de pimienta y esposas…

¿Esposas? Cálmate, loco corazón mío.

– ¿Son esposas reglamentarias, con su llave y todo?

– Sí. Las he comprado en la armería de la calle Rider. También quería comprarme una pistola, pero no tenía suficiente dinero.

– Te recojo a las doce.

– Madre mía, va a ser genial. Estaré preparado. En mi despacho. Esta vez podríamos comer pollo frito. A no ser que a ti no te apetezca el pollo frito. Si no te apetece el pollo frito, podemos comprar un burrito o una hamburguesa o…

Hice ruidos con el teléfono.

– No te oigo bien -grité-. Pierdo cobertura. Hasta las doce.

Y corté la comunicación.

Salí del Burg y tomé la ruta de Hamilton. En unos minutos estaba en la oficina. Aparqué junto a la acera detrás de un Porsche negro nuevo, que sospeché que pertenecía a Ranger.

Todo el mundo me miró cuando crucé la puerta de entrada. Ranger estaba junto a la mesa de Connie. Iba, una vez más, con el uniforme negro de las Fuerzas Especiales. Me miró a los ojos y yo sentí un espasmo nervioso en el estómago.

– Un amigo trabajaba anoche en urgencias y me dijo que te habías presentado allí con un chavalín hecho polvo -dijo Lula.

– Kloughn. No estaba tan hecho polvo. Sólo tenía la nariz rota. Y no me preguntes más.

Vinnie estaba apoyado en el quicio de la puerta de su despacho.

– ¿Quién es el clown ese? -quiso saber.

– Albert Kloughn -dijo Ranger-. Un abogado.

Me abstuve de preguntarle a Ranger cómo conocía a Kloughn. La respuesta era obvia: Ranger conocía a todo el mundo.

– A ver si lo adivino -me dijo Vinnie-. Necesitas otro par de esposas.

– Te equivocas. Necesito una dirección. Tengo que hablar con Dotty Palowsky.

Connie escribió su nombre en el sistema de búsqueda. Un minuto después empezó a llegar la información.

– Ahora es Dotty Reinhold. Y vive en South River -Connie imprimió los datos y me entregó la hoja-. Está divorciada, tiene dos hijos y trabaja para la Red de Autopistas de Peaje, en East Brunswick.

En otras circunstancias me habría quedado a charlar, pero me daba miedo que a alguien le diera por preguntar por la nariz de Kloughn.

– Me voy corriendo -dije-. Tengo mucho que hacer.

Me detuve en la misma puerta de la oficina. Me protegía un pequeño entoldado. Sobre él, la lluvia caía de un modo incesante, que no llegaba al nivel de aguacero pero era suficiente para destrozarme el peinado y empaparme los vaqueros.

Ranger salió detrás de mí.

– No estaría mal que llevaras más de una bala en la recámara, cariño.

– ¿Te has enterado de lo de las serpientes?

– Me encontré con Costanza. Estaba mirando la vida a través del culo de un vaso de cerveza.

– No me está resultando fácil encontrar a Annie Soder.

– No eres la única.

– ¿Jeanne Ellen tampoco puede dar con ella?

– Todavía no.

Nuestras miradas quedaron fijas un momento.

– ¿En qué equipo estás tú? -pregunté.

Me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Sus dedos me rozaron la sien con la levedad de una pluma, mientras con el pulgar me recorría la mandíbula.

– Tengo mi propio equipo.

– Háblame de Jeanne Ellen.

Ranger sonrió.

– Esa información tiene un precio.

– ¿Y cuál sería ese precio?

Su sonrisa se ensanchó.

– Intenta no mojarte demasiado hoy -dijo. Y desapareció.

Maldita sea. ¿Qué pasa con los hombres de mi vida? ¿Por qué siempre son los primeros en irse? ¿Por qué nunca me voy yo la primera y les dejo antes? Porque soy una boba, por eso. Una boba sin remedio.

Recogí a Kloughn en la lavandería. Iba vestido con vaqueros negros, camiseta negra y su nueva gorra de agente de fianzas. Y calzaba unos mocasines marrones con borlas. Llevaba el spray de pimienta enganchado a la cintura y se había metido las esposas en el bolsillo de atrás. Sus ojos y su nariz tenían unos preocupantes tonos de negro, azul y verde.

– Vaya -dije-. Tienes una pinta horrible.

– Es por las borlas, ¿verdad? No estaba muy seguro de si las borlas iban con la indumentaria. Podría ir a cambiarme a casa. Podía haberme puesto zapatos negros, pero me parecían demasiado elegantes.

– No me refiero a las borlas, sino a la nariz y los ojos -vale, y las borlas.

Kloughn entró en el coche y se puso el cinturón de seguridad.

– Supongo que son gajes del oficio. A veces hay que llegar a las manos, ¿verdad? Son gajes del oficio, ¿sabes lo que te quiero decir?

– Tu oficio es la ley.

– Sí, pero también soy ayudante de cobro de fianzas, ¿verdad? Patrullo las calles contigo, ¿verdad?

Ves, Stephanie, me dije, esto es lo que pasa cuando revientas la tarjeta de crédito comprando cosas innecesarias como zapatos y ropa interior, y no puedes permitirte comprar esposas.

– Iba a comprarme una pistola eléctrica -dijo Kloughn-, pero la tuya no funcionó anoche. ¿Qué le pasa? Pagas una pasta por esos cacharros y luego no funcionan. Siempre pasa eso, ¿verdad? ¿Sabes lo que necesitas? Un abogado. Te han estafado con publicidad engañosa.

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