Me paré en un semáforo y saqué la pistola eléctrica del bolso para examinarla.
– No lo entiendo -le dije a Kloughn-. Siempre ha funcionado bien.
Me quitó la pistola de las manos y le dio vueltas en las suyas.
– A lo mejor se le han acabado las pilas.
– No. Son nuevas. Y he comprobado que estuvieran cargadas.
– ¿Es posible que lo estuvieras haciendo mal?
– No creo. No es muy difícil. Aplicas los electrodos contra alguien y aprietas el botón.
– ¿Así? -dijo Kloughn, colocando los electrodos contra su brazo y apretando el botón. Soltó un gritito y se desmoronó en el asiento.
Le quité la pistola de la mano inerte y la observé desconcertada. Ahora parecía funcionar a la perfección.
Volví a meter la pistola eléctrica en el bolso, regresé al Burg y me detuve en la Ferretería de la Esquina. Era un establecimiento destartalado que llevaba abierto desde que me alcanzaba la memoria. La tienda ocupaba dos edificios contiguos, con una puerta abierta en el muro que los separaba. La puerta era de madera sin barnizar y linóleo resquebrajado. Las estanterías estaban llenas de polvo y el aire olía a fertilizantes y a herramientas. Cualquier cosa que uno necesitara la podía encontrar en aquella tienda al doble de precio que en cualquier otro sitio. La ventaja de la Ferretería de la Esquina era su situación. Estaba en el Burg. No necesitabas meterte en la autopista 1 ni ir a Hamilton Township. Para mí, la ventaja adicional en esta ocasión era que en la ferretería a nadie le llamaría la atención que me paseara con un tipo con los dos ojos morados. En el Burg todo el mundo estaría ya al tanto de lo de Kloughn.
Cuando llegamos a la ferretería, Kloughn empezaba a recuperar la consciencia. Los dedos se le movían y tenía un ojo abierto. Dejé a Kloughn en el coche y entré en la tienda a comprar siete metros de cadena de grosor mediano y un candado. Tenía un plan para detener a Bender.
Extendí los siete metros de cadena en la calle, detrás de mi CR-V. Le saqué a Kloughn las esposas del bolsillo trasero y enganché un extremo de la cadena a un grillete de las esposas y el otro lo sujeté con el candado al parachoques de mi coche. Metí lo que sobraba de la cadena, con las esposas, por la ventanilla trasera y me senté al volante. Estaba empapada, pero merecía la pena. Esta vez Bender no iba a poder salir corriendo con mis esposas. Cuando consiguiera agarrar a Bender, estaría esposado a mi coche.
Conduje hasta la otra punta de la ciudad, me detuve a una manzana de la casa de Bender y le llamé por el móvil. Cuando contestó, colgué.
– Está en casa -le dije a Kloughn-. Vamos a ello.
Kloughn se estaba mirando la mano, mientras movía los dedos.
– Siento una especie de cosquilleo.
– Eso es porque te has dado una descarga con mi pistola eléctrica.
– Creía que no funcionaba.
– Pues la has arreglado.
– Soy muy habilidoso -dijo Kloughn-. Se me dan muy bien este tipo de cachivaches.
Me subí al bordillo de la acera delante del apartamento de Bender, atravesé su patio de tierra y aparqué con el guardabarros trasero pegado a la entrada. Salí del coche de un salto, crucé la puerta y me planté en su salón.
Bender estaba en su sillón, viendo la televisión. Al verme entrar los ojos se le pusieron como platos y se le descolgó la mandíbula.
– ¡Tú! -dijo-. ¿Qué coño…?
En un segundo se había levantado del sillón y había salido disparado hacia la puerta de atrás.
– Deténle. Gaséale. -Le dije a Kloughn-. Ponle la zancadilla. ¡Haz algo !
Kloughn se lanzó por el aire y agarró a Bender por una pierna. Ambos fueron a parar al suelo. Yo me tiré encima de Bender y le puse las esposas. Me quité de encima de él, entusiasmada.
Bender se levantó como pudo y corrió hacia la puerta, arrastrando la cadena tras él.
Kloughn y yo chocamos los cinco.
– Jopé, que lista eres -dijo Kloughn-. A mí nunca se me habría ocurrido engancharle al coche. Tengo que admitirlo. Eres buena. Eres muy buena.
– Cerciórate de que la puerta de atrás esté cerrada -dije a Kloughn-. No quiero que saqueen el apartamento.
Apagué la televisión y Kloughn y yo salimos por la puerta justo a tiempo de ver cómo Bender se largaba conduciendo mi CR-V.
Mierda.
– ¡Oye! -gritó Kloughn a Bender-. ¡Que te llevas mis esposas!
Bender llevaba un brazo por fuera de la ventana, manteniendo la puerta del lado del conductor cerrada. La cadena serpenteaba entre la puerta y el parachoques, arrastrando por el suelo una parte que echaba chispas. Bender levantó el brazo y nos sacó el dedo justo antes de doblar la esquina y desaparecer de nuestra vista.
– Seguro que dejaste la llave de contacto puesta -dijo Kloughn-. Y creo que eso es ilegal. Seguro que tampoco cerraste la puerta. Siempre hay que quitar la llave y cerrar la puerta.
Le lancé una mirada asesina.
– Claro que estas circunstancias eran especiales -añadió.
Kloughn se acurrucaba bajo el pequeño tejadillo que protegía la entrada de la casa de Bender. Yo estaba en la acera, bajo la lluvia, empapada hasta los huesos, esperando el coche de la poli. Con la lluvia llega un momento en que ya no la notas.
Cuando llamé a la policía para presentar la denuncia por el robo del vehículo esperaba que me contestaran Costanza o mi amigo Eddie Gazarra. El coche que apareció no era el de ninguno de los dos.
– O sea, que eres la famosa Stephanie Plum -dijo el poli.
– Casi nunca le disparo a la gente -expliqué mientras me acomodaba en el asiento trasero-. Y el incendio de la funeraria no fue culpa mía -me incliné hacia adelante y un chorro de agua cayó de mi nariz al suelo del coche-. Normalmente es Costanza el que acude a mis llamadas.
– El no ha ganado la porra.
– ¿Hay una porra?
– Sí, aunque la participación ha descendido mucho desde lo de las serpientes.
Quince minutos después se iba el coche patrulla y aparecía Morelli.
– ¿Has vuelto a oírlo en la radio? -pregunté.
– Ya ni siquiera necesito oír la radio. En cuanto tu nombre aparece por ahí, recibo unas cuarenta y cinco llamadas.
Hice una pequeña mueca, que esperaba fuera irresistible.
– Lo siento.
– A ver si lo entiendo bien -dijo Morelli-. Bender se ha largado encadenado al coche.
– En aquel momento me pareció una buena idea.
– ¿Y tu bolso estaba dentro del coche?
– Sí.
Morelli miró a Kloughn.
– ¿Quién es el chavalín de los mocasines y los ojos morados?
– Albert Kloughn.
– ¿Y te lo has traído porque…?
– Tenía esposas.
Morelli luchó contra las ganas de sonreír y perdió.
– Entrad en la furgoneta. Os llevo a casa.
Dejamos primero a Kloughn.
– Oye, ¿te has dado cuenta de una cosa? -dijo Kloughn-. Al final no hemos almorzado. ¿No os parece que podríamos ir a comer todos juntos? Hay un mexicano al final de la calle. O podríamos comer una hamburguesa o un rollito de primavera. Conozco un sitio donde hacen unos rollitos muy buenos.
– Ya te llamaré -contesté.
Se estuvo despidiendo de nosotros con la mano hasta que desaparecimos.
– Sería genial. Llámame. ¿Tienes mi teléfono? Puedes llamarme cuando quieras. Prácticamente ni siquiera duermo.
Morelli paró en un semáforo, me miró y sacudió la cabeza.
– Pues sí, estoy empapada.
– A Albert le pareces una monada.
– Sólo quiere unirse a la pandilla -me retiré un mechón de pelo de la cara-. ¿Y tú? ¿Te parece que soy una monada?
– Creo que eres una trastornada.
– Ya. Pero aparte de eso, te parece que soy mona, ¿verdad? -le dediqué mi sonrisa de Miss América y pestañeé vertiginosamente.
Se quedó mirándome con cara de palo.
Empezaba a sentirme como Escarlata O'Hara al final de Lo que el viento se llevó, cuando está decidida a recuperar a Rhett Butler. El problema era que si recuperaba a Morelli no sabría muy bien qué hacer con él.
– La vida es complicada -dije.
– Además de verdad, bizcochito.
Me despedí de Morelli y crucé chorreando el vestíbulo de mi edificio. Seguí chorreando en el ascensor y recorrí chorreando el pasillo hasta la puerta de mi vecina, la señora Karwatt. Le pedí la copia de la llave de mi apartamento y entré en él chorreando. De pie, en medio de la cocina, me quité toda la ropa y me sequé el pelo hasta que dejé de chorrear. Miré los mensajes. Ninguno. Rex salió de su lata de sopa, me miró asombrado y volvió a la lata corriendo. No era precisamente el tipo de reacción que hace que una mujer desnuda se sienta genial… ni siquiera por parte de un hámster.
Una hora después estaba vestida con ropa seca y esperando a Lula en el portal.
– Bueno, explícame cómo es la cosa -dijo Lula cuando me acomodé en su Trans Am-. Tienes que hacer una investigación y no tienes coche.
Levanté la mano para impedir la consiguiente pregunta.
– No preguntes.
– Últimamente todo el mundo me dice «no preguntes».
– Me han robado. Me han robado el coche.
– ¡Anda ya!
– Estoy segura de que la policía lo encontrará. Mientras tanto quiero hacerle una visita a Dotty Palowsky Reinhold. Vive en South River.
– ¿Y dónde está South River?
– Tengo un mapa. Gira a la izquierda al salir del aparcamiento.
South River está en un lateral de la autopista 18. Es una pequeña ciudad encajonada entre centros comerciales y yacimientos de arcilla, y es la localidad del Estado que tiene más bares por kilómetro cuadrado. La entrada proporciona una vista panorámica del vertedero. La salida cruza el río para adentrarse en Sayreville, famosa por la gran estafa de la tierra de 1957 y por Jon Bon Jovi.
Dotty Reinhold vivía en una urbanización construida en los años sesenta. Los jardines eran pequeños. Las casas aún más. Y los coches eran grandes y numerosos.
– ¿Habías visto alguna vez tantos coches? -dijo Lula-. Cada casa tiene por lo menos tres. Están por todas partes.
Era un vecindario fácil de vigilar. Había llegado a un punto en que las casas estaban llenas de adolescentes. Los adolescentes tenían coches propios y amigos con coches propios. Uno más en la calle ni se notaría. Y mejor aún, era una urbanización. No había nadie sentado en los porches. Todo el mundo se refugiaba en los jardines traseros, del tamaño de sellos de correos, abarrotados de parrillas al aire libre, piscinas prefabricadas y montones de sillas de jardín.