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C UANDO LLEGUÉ AL COCHE, volví a repasar el expediente de Evelyn. Algunos datos me parecieron indiscretos, pero estamos en la era de la información al alcance de todos. El expediente contenía informes bancarios y el historial médico. Nada de aquello me pareció de gran ayuda.

Unos golpecitos en la ventanilla del copiloto me distrajeron del informe. Era Morelli. Le abrí y se sentó a mi lado.

– ¿Resaca? -preguntó, aunque era más una afirmación que una pregunta.

– ¿Cómo lo sabes?

Señaló la bolsa de comida rápida.

– Coca-Cola y patatas fritas de McDonald's para desayunar. Círculos oscuros debajo de los ojos. Y un pelo infernal.

Me examiné el pelo en el retrovisor. Ay.

– Anoche me pasé con el vino.

Se quedó asimilándolo. No dijimos nada durante unos segundos. Yo no quería contarle nada más. El no preguntó.

Miró el expediente que llevaba en la mano.

– ¿Te vas acercando a Evelyn?

– He hecho algunos progresos.

– ¿Te has enterado de lo del bar de Soder?

– Ahora vengo de allí -dije-. Tenía mala pinta. Afortunadamente no había nadie en el edificio.

– Sí, pero, de momento, no sabemos dónde está Soder. Su chica dice que no volvió a casa.

– ¿Crees que podía estar en el bar cuando empezó el incendio?

– Los chicos están revisándolo todo. Tienen que esperar a que se enfríe el edificio. Hasta el momento no hay ni rastro de él. He pensado que te gustaría saberlo -Morelli tenía la mano en la manilla de la puerta-. Ya te diré si le encontramos.

– Espera un minuto. Tengo que hacerte una pregunta teórica. Imagínate que estuvieras viendo la televisión conmigo. Y que yo me tomara un par de vinos y me quedara dormida. ¿Intentarías hacerme el amor de todas formas? ¿Harías una pequeña exploración mientras estuviera dormida?

– ¿Qué estábamos viendo? ¿La final?

– Ya te puedes ir -dije.

Morelli sonrió y salió del coche.

Marqué el número de Dotty en mi móvil. Estaba deseando contarle las noticias sobre el bar y la desaparición de Soder. El teléfono sonó varias veces y saltó el contestador. Le dejé un mensaje para que me devolviera la llamada y lo intenté en el número del trabajo. Allí me salió su buzón de voz. Dotty estaba de vacaciones y volvería dentro de dos semanas.

El mensaje del buzón de voz me produjo una extraña reacción en el estómago. Busqué un nombre para aquella reacción y el único que se le aproximaba era el de inquietud.

En menos de una hora estaba delante de la casa de Dotty. No se veía ni rastro de Jeanne Ellen. Y en la vivienda no había ni rastro de vida. Ni coche en la entrada. Ni puertas ni ventanas abiertas. No tiene nada de raro, me dije a mí misma. Los niños deberían estar en el colegio y en la guardería a esas horas. Y Dotty probablemente habría ido a hacer la compra.

Me acerqué a la puerta y llamé al timbre. No hubo respuesta. Miré por la ventana de la fachada. La casa parecía serena. No había ni una luz encendida. La televisión no emitía su alboroto. No había niños corriendo. Aquella rara sensación volvió a apoderarse de mi estómago. Algo iba mal. Rodeé la casa y miré por la ventana de atrás. La cocina estaba limpia. No había restos de desayuno. No había cuencos en el fregadero. Ni cajas de cereales abandonadas. Intenté girar el pomo de la puerta. Cerrada. Llamé con los nudillos. No obtuve respuesta. Y de repente me di cuenta: no estaba el perro. Tendría que estar correteando por ahí, ladrándole a la puerta. La casa era de una sola planta. La rodeé por completo mirando por todas las ventanas. El perro no estaba.

Bueno, o sea, que está paseando al perro. O a lo mejor se lo ha llevado al veterinario. Probé con las dos vecinas más próximas a Dotty. Ninguna de ellas sabía qué había sido de Dotty y el perro. Ambas habían notado su ausencia aquella mañana. Había un consenso general en que Dotty y su familia habían dejado la casa durante la noche.

Ni Dotty. Ni el perro. Ni Jeanne Ellen. Ahora tenía otro nombre para la sensación del estómago: pánico; miedo. Y un poco de náuseas, por la resaca.

Volví al coche y me quedé un rato delante de la casa, intentando asimilar todo aquello. En un momento dado miré el reloj y me di cuenta de que había pasado una hora. Me imagino que tenía la esperanza de que Dotty regresara. Y me imagino que sabía que no iba a ocurrir.

Cuando tenía nueve años convencí a mi madre de que me dejara comprar un periquito. Mientras volvía de la tienda de animales a casa, no sé cómo, la jaula se abrió y el pájaro escapó volando. Esto me producía la misma sensación. Tenía la impresión de haber dejado la jaula abierta.

Puse el coche en marcha y volví al Burg. Me encaminé directamente a la casa de los padres de Dotty. La señora Palowski me abrió la puerta y el perro de Dotty salió corriendo de la cocina sin dejar de ladrar.

Le dediqué a la señora Palowski la mayor y más falsa de mis sonrisas.

– Hola -dije-. Estoy buscando a Dotty.

– Ya no está -dijo la señora Palowski-. Se pasó esta mañana temprano a dejarnos a Scotty. Vamos a ocuparnos de él mientras está de vacaciones con los niños.

– Necesito hablar con ella urgentemente -dije-. ¿Tiene usted un número de teléfono en el que la pueda localizar?

– Pues no. Me ha dicho que se iba al campo con una amiga. A una cabaña perdida en el bosque. Aunque quedó en que ella se pondría en contacto conmigo. Podría darle un mensaje.

Le di mi tarjeta a la señora Palowski.

– Dígale a Dotty que tengo que darle una información muy importante. Y pídale que me llame.

– No estará metida en algún lío, ¿verdad? -preguntó la señora Palowski.

– No. Se trata de una de sus amigas.

– Es Evelyn, ¿no es cierto? He oído que Evelyn y Annie han desaparecido. Qué pena. Evelyn y Dotty eran tan buenas amigas…

– ¿Siguen viéndose todavía?

– Hace años que no. Evelyn se aisló mucho después de casarse. Creo que Steven le ponía muy difícil tener amigas.

Le di las gracias a la señora Palowski por su interés y regresé al coche. Repasé el informe de Evelyn. No se mencionaba ninguna cabaña escondida en el bosque.

Mi teléfono sonó y no supe muy bien qué podía esperar de aquella llamada… Una cita estaba muy arriba en la lista de expectativas. Lo siguiente podría ser alguna noticia de Soder o una amigable llamada de Evelyn.

Entre las últimas cosas de la lista estaba una llamada de mi madre.

– Socorro -dijo.

Entonces se puso al teléfono mi abuela.

– Tienes que venir a ver esto -dijo.

– ¿A ver qué?

– Tienes que verlo con tus propios ojos.

La casa de mis padres quedaba a menos de cinco minutos. Mi madre y mi abuela estaban en la puerta, esperándome. Me abrieron paso y me hicieron gestos para que entrara en la sala. Allí estaba mi hermana, desmoronada en el sillón favorito de mi padre. Iba vestida con un camisón largo de franela todo arrugado y zapatillas de peluche. No se había quitado el rímel del día anterior, que se le había corrido mientras dormía. Llevaba el pelo revuelto y enredado. Una mezcla de Meg Ryan y Bitelchús. La chica de California pasada por Transilvania. Tenía el mando de la televisión en la mano y la atención puesta en un concurso. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de envoltorios de chocolatinas y latas vacías de refrescos. Ni siquiera notó nuestra presencia. Eructó, se rascó una teta y cambió de canal.

Ésta era mi hermana perfecta. Santa Valerie.

– He visto esa sonrisa -dijo mi madre-. No tiene gracia. Lleva así desde que se quedó sin trabajo.

– Sí, hemos tenido que pasarle la aspiradora alrededor -dijo la abuela-. Me acerqué demasiado y casi le aspiro una de esas zapatillas de conejito.

– Está deprimida -concluyó mi madre.

No jodas.

– Hemos pensado que a lo mejor podrías ayudarla a encontrar trabajo -dijo la abuela-. Algo que la obligara a salir de casa, porque es que nosotras nos estamos empezando a deprimir de verla a ella. Ya tenemos suficiente con tener que ver a tu padre.

– Tú eres la que siempre sabe si hay trabajos -dije a mi madre-. Siempre sabes cuándo contratan gente en la fábrica de botones.

– Ha agotado todos mis contactos -respondió-. No me queda nada más. Y el desempleo está subiendo. No puedo conseguirle ni un trabajo de empaquetadora de tampones.

– Quizá podrías llevártela a un arresto -sugirió la abuela-. A lo mejor eso le levanta el ánimo.

– De ninguna manera. Ya intentó ser cazarrecompensas y se desmayó la primera vez que le pusieron una pistola en la cabeza.

Mi madre se santiguó y dijo:

– Dios bendito.

– Bueno, pues tienes que hacer algo -insistió la abuela-. Me estoy perdiendo todos mis programas favoritos. Intenté cambiar el canal y me gruñó.

– ¿Te gruñó?

– Fue aterrador.

– Oye, Valerie -dije-. ¿Tienes algún problema?

No hubo respuesta.

– Tengo una idea -dijo la abuela-. ¿Por qué no le damos una sacudida con tu pistola eléctrica? Y una vez que esté frita le podemos quitar el mando.

Pensé en la pistola eléctrica que llevaba en el bolso. No me vendría mal ponerla a prueba. Ni siquiera me importaría darle una descarga a Valerie. La verdad era que llevaba pensándolo en secreto desde hacía años. Eché una mirada a mi madre y me sentí inmediatamente disuadida.

– Quizá pueda conseguirte un trabajo -dije a Valerie-. ¿Estarías dispuesta a trabajar para un abogado?

Mantuvo la mirada fija en el televisor.

– ¿Está casado?

– No.

– ¿Gay?

– No lo creo.

– ¿Qué edad tiene?

– No estoy muy segura. Unos dieciséis años -saqué el móvil del bolso y marqué el número de Kloughn.

– ¡Guau, sería genial que tu hermana trabajara para mí! -dijo Kloughn-. Podría tomarse todo el tiempo que quisiera para almorzar. Y podría hacer la colada en el trabajo.

Corté la comunicación y me volví hacia Valerie.

– Ya tienes trabajo.

– Qué faena -dijo Valerie-. Estaba empezando a cogerle el gusto al rollo este de la depresión. ¿Tú crees que él tío ese se casará conmigo?

Levanté los ojos al cielo mentalmente, escribí la dirección de Kloughn en un trozo de papel y se la di a Valerie.

– Puedes empezar mañana a las nueve. Si llega tarde, le esperas en la lavandería. No te costará mucho reconocerle. Es un tío que lleva los dos ojos morados.

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