Mi madre se volvió a santiguar.
Rapiñé de la nevera un par de lonchas de mortadela y una de queso y me dirigí a la puerta. Quería irme de casa antes de tener que contestar más preguntas sobre Kloughn.
El teléfono empezó a sonar cuando ya me iba.
– Espera -me dijo la abuela-. Me llama Florence Szuch para decirme que está en el centro comercial y que Evelyn Soder está comiendo en la zona de restaurantes.
Salí corriendo y la abuela se vino detrás de mí.
– Yo también voy -dijo-. Tengo derecho, ya que ha sido mi confidente la que ha llamado.
Entramos en el coche y salimos disparadas. El centro comercial estaba a veinte minutos, con buen tráfico. Esperaba que Evelyn comiera despacito.
– ¿Estaba segura de que era Evelyn?
– Sí. Evelyn y Annie con otra mujer y sus dos hijos.
Dotty y sus niños.
– No he tenido tiempo de coger el bolso -dijo la abuela-. O sea que no llevo pistola. Voy a sentirme muy decepcionada si hay un tiroteo y soy la única sin pistola.
Si mi madre supiera que la abuela lleva una pistola en el bolso le daría un soponcio.
– En primer lugar, yo tampoco llevo pistola -dije-. Y en segundo lugar, no va a haber ningún tiroteo.
Tomé la autopista 1 y pisé el acelerador a fondo. Así entré en el flujo del tráfico. En Jersey consideramos que el límite de velocidad no es más que una mera sugerencia. En Jersey nadie se tomaría en serio respetar el límite de velocidad.
– Deberías ser piloto de carreras -comentó la abuela-. Serías muy buena. Podrías participar en una de esas carreras NASCAR. Yo me presentaría, pero seguro que te exigen el carné de conducir, y yo no lo tengo.
Vi el indicativo del centro comercial y tomé la salida lateral con los dedos cruzados. Lo que había empezado como un favor a Mabel se había convertido en una cruzada. Necesitaba hablar con Evelyn. Era decisivo para acabar con aquel juego de guerra. Y acabar el juego de guerra era decisivo para que no me arrancaran el corazón.
Conocía el centro comercial al milímetro y aparqué en la puerta más cercana a la zona de restaurantes. Pensé decirle a la abuela que se quedara en el coche, pero habría sido una pérdida de tiempo.
– Si Evelyn sigue ahí, tengo que hablar con ella a solas -dije a la abuela-. Tú vas a tener que mantenerte al margen.
– Claro. No hay problema.
Entramos juntas en el centro comercial y nos encaminamos, apretando el paso, a la zona de restaurantes. Mientras caminábamos, iba mirando a la gente, buscando a Evelyn y a Dotty. El centro estaba moderadamente concurrido. No abarrotado, como los fines de semana. Con gente suficiente para esconderme. Contuve la respiración cuando vi a Dotty y a los niños. Había memorizado la foto de Evelyn y Annie, y ellas también estaban allí.
– Ahora que estoy aquí no me importaría comerme una rosquilla de las grandes -dijo la abuela.
– Tú vete a por la rosquilla y yo voy a hablar con Evelyn. Pero no salgas de la zona de restaurantes.
Me separé de la abuela y, de repente, la luz se desvaneció delante de mí. Era la sombra de Martin Paulson. Su aspecto no era muy diferente del que tenía en el aparcamiento de la comisaría, cuando rodaba por el suelo con las esposas y los grilletes. Pensé que cuando uno tiene las formas de Paulson sus opciones respecto a la moda quedan muy reducidas.
– Vaya, mira quién está aquí -dijo Paulson-. Es la querida Miss Gilipollas.
– Ahora no -dije sorteándole.
El se movió a la par, bloqueándome el paso.
– Tengo un asunto pendiente contigo.
Vaya suerte tengo. Cuando por fin encuentro a Evelyn, se me cruza Martin Paulson buscando pelea.
– Olvídalo -dije-. ¿Y tú que haces aquí?
– Trabajo aquí, en la droguería, y ésta es mi hora de comer. Fui acusado erróneamente, ¿sabes?
Sí, ya.
– Quítate de en medio.
– Quítame tú.
Saqué la pistola eléctrica del bolso, la pegué a la enorme barriga de Paulson y la activé. No pasó nada.
Paulson bajó la mirada a la pistola.
– ¿Qué es esto? ¿Un juguete?
– Es una pistola eléctrica -Una pistola eléctrica de mierda que no sirve para nada.
Paulson me la quitó y la miró con curiosidad.
– Mola -dijo. La apagó y la volvió a encender. Luego me tocó el brazo con ella. Vi un fogonazo en mi cabeza y todo se oscureció.
Antes de que la oscuridad volviera a ser luz, empecé a oír voces lejanas. Me esforcé por escucharlas y se fueron haciendo más claras y perceptibles. Logré abrir los ojos y algunas caras empezaron a dar vueltas en mi campo de visión. Parpadeé para disminuir el aturdimiento y fui adquiriendo dominio de la situación. Estaba tumbada boca arriba en el suelo. Médicos de urgencia inclinados sobre mí. Máscara de oxígeno en la cara. Tensiómetro en el brazo. Detrás de los médicos, la abuela tenía cara de preocupación. Detrás de la abuela, Paulson observaba por encima de su hombro. Paulson. Ahora recordaba. ¡Aquel hijo de puta me había dejado fuera de combate con mi propia pistola eléctrica!
Me incorporé de un salto y me lancé hacia él. Las piernas me fallaron y caí de rodillas.
– ¡Paulson, pedazo de cerdo! -grité.
Yo trataba de quitarme la mascarilla de oxígeno y los médicos intentaban que no me la quitara. Era como si se repitiera el ataque de los gansos.
– Creí que estabas muerta -dijo la abuela.
– Ni por asomo. Me di una descarga con la pistola eléctrica sin querer.
– Ahora te reconozco -dijo uno de los médicos-. Eres la cazarrecompensas que incendió la funeraria.
– Yo también participé -intervino la abuela-. Tenían que haber estado allí. Fueron como fuegos artificiales.
Me levanté y comprobé que podía andar. Me sentía un poco inestable, pero no me caí. Era buena señal, ¿no?
La abuela me pasó mi bolso.
– Un gordito encantador me dio tu pistola eléctrica. Supongo que se te cayó en medio del follón. Te la he metido en el bolso -dijo.
A la primera oportunidad que se me presentara iba a tirar la puñetera pistola al río Delaware. Miré alrededor, pero Evelyn había desaparecido.
– ¿No habrás visto por casualidad a Evelyn y a Annie? -pregunté a la abuela.
– No. Me estaba comprando una de esas rosquillas blanditas y grandes, y les pedí que me la bañaran en chocolate.
Dejé a la abuela en casa de mis padres y me fui a mi apartamento. Estuve un rato parada en el descansillo antes de insertar la llave en la cerradura. Respiré hondo, abrí la cerradura y empujé la puerta. Entré en el pequeño recibidor y canturreé muy bajito: «¿Quién teme al lobo feroz?…». Me asomé a la cocina y experimenté una sensación de alivio. Allí todo parecía en orden. Pasé a la sala y dejé de cantar. Steven Soder estaba sentado en mi sofá. Se le veía ligeramente inclinado a un lado, con el mando a distancia en una mano; pero no estaba viendo la televisión. Estaba muerto, muerto, muerto. Tenía los ojos lechosos y ciegos, los labios separados, como si le hubieran dado una sorpresa, la piel de una palidez fantasmagórica, y presentaba un agujero de bala en medio de la frente. Llevaba un jersey ancho y pantalones caquis. Y estaba descalzo.
Zambomba, ¿es que no es suficiente tener un tío muerto sentado en el sofá? Además, ¿tiene que estar escalofriantemente descalzo?
En silencio, salí reculando de la sala y del apartamento. En el descansillo intenté llamar al 091 desde el móvil, pero me temblaban las manos y tuve que intentarlo varias veces antes de lograrlo.
Me quedé en el descansillo hasta que llegó la policía. Cuando el apartamento estaba repleto de policías, entré sigilosamente en la cocina, envolví con mis brazos la jaula de Rex y lo saqué del apartamento para que estuviera conmigo en el descansillo.
Aún estaba en el descansillo con la jaula del hámster en brazos cuando llegó Morelli. La señora Karwatt, la vecina de enfrente, e Irma Brown, del piso de arriba, me estaban haciendo compañía. Detrás de la puerta del señor Wolesky se oía un capítulo de Regis. El señor Wolesky no se perdería Regís ni por un homicidio. Aunque fuera una reposición.
Yo estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared, con la jaula del hámster en el regazo. Morelli se agachó a mi lado y miró a Rex.
– ¿Se encuentra bien?
Asentí con la cabeza.
– ¿Y tú? -preguntó Morelli-. ¿Te encuentras bien?
Los ojos se me llenaron de lágrimas. No, yo no me encontraba bien.
– Estaba sentado en el sofá -dijo Irma a Morelli-. ¿Te lo imaginas? Ahí sentado, tan tranquilo, con el mando en la mano -sacudió la cabeza-. Ahora ese sofá tiene el mal fario de la muerte. Yo también lloraría si mi sofá tuviera el mal fario de la muerte.
– El mal fario de la muerte no existe -dijo la señora Karwatt.
Irma la miró.
– ¿Usted se sentaría ahora en ese sofá?
La señora Karwatt apretó los labios.
– ¿Y bien? -preguntó Irma.
– Quizá, si se lavara muy bien.
– El mal fario no se puede lavar -dijo Irma. Se acabó la discusión. La voz de la autoridad.
Morelli se sentó a mi lado, también con la espalda apoyada en la pared. La señora Karwatt se fue. Y luego Irma. Nos quedamos solos Morelli y yo, y Rex.
– ¿Y tú que piensas del mal fario? -preguntó Morelli.
– No sé qué cono es el mal fario, pero estoy lo suficientemente aterrada como para querer deshacerme de ese sofá. Y voy a hervir el mando y a meterlo en lejía.
– Esto se ha puesto muy mal -dijo Morelli-. Ya ha dejado de ser un juego. ¿La señora Karwatt oyó o vio algo raro?
Negué con la cabeza.
– La casa de uno tiene que ser un lugar seguro -dije a Morelli-. ¿Adonde puedes ir cuando sientes que tu casa ya no es un lugar seguro?
– No lo sé -dijo Morelli-. Nunca he tenido que planteármelo.
Pasaron horas antes de que se llevaran el cadáver y precintaran el apartamento.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Morelli-. No puedes quedarte aquí esta noche.
Nos miramos a los ojos y los dos pensamos en lo mismo. Un par de meses antes Morelli no habría hecho esa pregunta. Habría pasado la noche con él. Ahora las cosas habían cambiado.
– Me iré a casa de mis padres -dije-. Sólo por esta noche. Hasta que se me ocurra qué hacer.
Morelli entró en el apartamento a recoger algo de ropa y puso lo más esencial en una bolsa de deporte. Nos metió a Rex y a mí en su furgoneta y nos llevó al Burg.
Valerie y las niñas ocupaban la que había sido mi habitación, así que dormí en el sofá, con Rex a mi lado en el suelo. Tengo amigos que toman Xanax para dormir. Yo tomo macarrones con queso. Y si me los hace mi mamá, mucho mejor.