Comí macarrones con queso a las once y caí en un profundo sueño. Comí más macarrones a las dos y otra vez a las cuatro y media. El microondas es un invento maravilloso.
A las siete y media me despertó un griterío que venía del piso de arriba. Mi padre estaba provocando su habitual atasco en el cuarto de baño.
– Tengo que cepillarme los dientes -decía Angie-. Voy a llegar tarde al colegio.
– ¿Y qué pasa conmigo? -quiso saber la abuela-. Soy vieja. No puedo esperar eternamente -golpeó la puerta del baño-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo ahí dentro?
Mary Alice relinchaba como un caballo, galopaba sin moverse del sitio y coceaba la puerta.
– Deja de galopar -gritó la abuela-. Me estás levantando dolor de cabeza. Baja a la cocina y cómete unas tortitas.
– ¡Heno! -replicó Mary Alice-. Los caballos comen heno. Y yo ya he comido, tengo que cepillarme los dientes. Es muy mal asunto que un caballo tenga caries.
Se oyó la cisterna del baño y la puerta se abrió. Hubo un pequeño alboroto y la puerta se cerró de un portazo. Valerie y las niñas rezongaron. La abuela las había vencido en la lucha por el cuarto de baño.
Una hora más tarde, mi padre se iba a trabajar. Las niñas se habían ido al colegio. Y Valerie estaba de los nervios.
– ¿Esto es demasiado provocativo? -preguntó, plantándose delante de mí con un vaporoso vestidito de flores y sandalias de tacón-. ¿Sería mejor un traje?
Yo estaba examinando el periódico en busca de alguna mención de Soder.
– Da igual -contesté-. Ponte cualquier cosa.
– Necesito ayuda -dijo Valerie sacudiendo los brazos-. No puedo tomar esta decisión yo sola. ¿Y qué me dices de los zapatos? ¿Llevo estos rosas de tacón o los Weitzmans retro?
Me había encontrado un muerto sentado en el sofá la noche anterior. Tengo un sofá con mal fario y Valerie quiere que le ayude a elegir los zapatos.
– Ponte los chismes rosas esos -dije-. Y lleva todo el cambio de que dispongas. Kloughn siempre necesita cambio.
Sonó el teléfono y la abuela se apresuró a contestar. Las llamadas empezaban ahora pero podían no parar en todo el día. En el Burg siempre gusta un buen asesinato.
– Tengo una hija que se encuentra muertos en su sofá -exclamó mi madre-. ¿Por qué a mí? La hija de Lois Seltzman nunca se encuentra muertos en el sofá.
– Esto es increíble -dijo la abuela-. Ya han llamado tres personas y todavía no son ni las nueve. Puede ser mejor que cuando el camión de la basura te despachurró el coche.
Le pedí a Valerie que me llevara a mi apartamento de camino al trabajo. Necesitaba el coche, que estaba aparcado en el estacionamiento del edificio. El apartamento estaba precintado. No me importaba. No tenía ninguna prisa en volver a ocuparlo.
Me metí en el CR-V y me quedé allí quieta, un momento, escuchando el silencio. El silencio era un bien escaso en casa de mis padres.
El señor Kleinschmidt pasó a mi lado en dirección a su coche.
– Muy bueno, chiquilla -me dijo-. Siempre podemos contar contigo para no aburrirnos. ¿De verdad encontraste un muerto en tu sofá?
Asentí.
– Sí.
– Chica, debió de ser impresionante. Me gustaría haberlo visto.
El entusiasmo del señor Kleinschmidt me arrancó una sonrisa.
– Puede que la próxima vez.
– Sí -dijo alegremente el señor Kleinschmidt-. La próxima vez llámame a mí el primero.
Me saludó con la mano y siguió caminando hacia su coche.
Mira, aquél era un nuevo punto de vista en cuanto a los muertos: los muertos pueden ser entretenidos. Lo pensé durante un par de minutos, pero me costaba mucho asimilar aquel concepto. Lo único que podía hacer era admitir que la muerte de Soder simplificaba mucho mi trabajo. Evelyn ya no tenía motivos para huir con Annie, ahora que Soder había desaparecido del mapa. Mabel podría quedarse en su casa. Annie podría volver al colegio. Evelyn podría reanudar su vida.
A no ser que parte de la razón de que Evelyn se escondiera fuera Eddie Abruzzi. Si Evelyn había huido porque tenía algo que Abruzzi quería, todo seguiría igual.
Miré el coche patrulla y la furgoneta de la policía que había en el aparcamiento. Lo bueno de todo esto era que, al contrario que en el caso de las serpientes del descansillo y las arañas de mi coche, éste era un crimen serio y la policía se esforzaría por resolverlo. Y ¿cuánto les podía costar resolverlo? Alguien había arrastrado un cadáver por el portal, lo había subido un tramo de escaleras y lo había metido en mi apartamento… a plena luz del día.
Marqué el número de Morelli en mi móvil.
– Tengo que hacerte algunas preguntas -dije-. ¿Cómo metieron a Soder en mi apartamento?
– ¿Seguro que lo quieres saber?
– ¡Sí!
– Vamos a quedar para tomar un café -dijo Morelli-. Hay una cafetería nueva frente al hospital.
Pedí un café y un cruasán y me senté enfrente de Morelli.
– Cuenta -dije.
– Cortaron a Soder por la mitad.
– ¿Qué?
– Alguien cortó a Soder por la mitad con una sierra mecánica. Y lo volvieron a juntar en tu sofá. El jersey ancho ocultaba que habían pegado a Soder con cinta de embalar.
Se me durmieron los labios y noté cómo la taza se me resbalaba de las manos.
Morelli alargó las manos y me hizo agachar la cabeza, poniéndomela entre las piernas.
– Respira -dijo.
Las campanas dejaron de sonar en mi cabeza y las luces desaparecieron. Me incorporé y bebí un poco de café.
– Ya estoy mejor -dije.
Morelli soltó un suspiro.
– Si pudiera creerte…
– Bueno, lo cortaron por la mitad y ¿qué?
– Creemos que lo llevaron en un par de bolsas de deporte. Puede que en bolsas de hockey. Una vez que te has repuesto de la parte más siniestra, el resto de la historia es realmente ingeniosa. Dos tipos disfrazados, con bolsas de deporte y globos, fueron vistos entrando en el edificio y cogiendo el ascensor. En aquel momento había dos vecinos en el vestíbulo. Nos contaron que creyeron que iban a entregar a alguien uno de esos regalos de cumpleaños cantados. El señor Kleinschmidt cumplió ochenta años la semana pasada y alguien le mandó dos bailarinas de striptease.
– ¿De qué iban disfrazados aquellos dos sujetos?
– Uno iba de oso y el otro de conejo. No se les veía la cara. Medían como uno ochenta de altura, aunque es difícil decir con los disfraces. Encontramos los globos en tu armario, pero se llevaron las bolsas.
– ¿Les vio alguien salir?
– Nadie del edificio. Aún estamos peinando el vecindario. También estamos investigando en las casas de alquiler de disfraces. Hasta el momento no hemos averiguado nada.
– Fue Abruzzi. El me dejó las serpientes y las arañas. Él puso la figura de cartón en la escalera de incendios.
– ¿Puedes probarlo?
– No.
– Ese es el problema -dijo Morelli-. Y lo más probable es que Abruzzi no se manchara las manos personalmente.
– Hay una conexión entre Abruzzi y Soder. Abruzzi era el socio que se quedó con el bar, ¿verdad?
– Abruzzi le ganó el bar a Soder en una partida de cartas. Soder estaba jugando partidas con apuestas muy altas y necesitaba dinero. Le pidió un préstamo a Ziggy Zimmerli, y Zimmerli es subalterno de Abruzzi. Soder perdió mucho en el juego y no pudo pagarle la deuda a Zimmerli, así que Abruzzi se quedó con el bar.
– Y ¿por qué incendiaron el bar y se cargaron a Soder?
– No estoy seguro. Probablemente Soder y el bar pasaron de dar beneficios a dar pérdidas y los liquidaron.
– ¿Habéis encontrado alguna huella en mi apartamento?
– Ninguna que no tuviera que estar allí. Con la excepción de la de Ranger.
– Trabajo con él.
– Sí -dijo Morelli-. Ya lo sé.
– Supongo que Evelyn no es sospechosa -dije.
– Cualquiera puede contratar a un oso y a un conejo para que descuarticen a un tipo -replicó Morelli-. Todavía no hemos descartado a nadie.
Pellizqué el cruasán. Morelli tenía puesta la cara de poli y no dejaba traslucir nada. Pero yo tenía el presentimiento de que había algo más.
– ¿Hay algo más que no me has contado?
– Hay un detalle del que no hemos informado a la prensa -respondió.
– ¿Un detalle escalofriante?
– Sí.
– Déjame que intente adivinarlo. A Soder le habían arrancado el corazón.
Morelli se me quedó mirando un par de minutos.
– Ese tío está como una cabra -dijo por fin-. Me gustaría protegerte, pero no sé cómo. Podría encadenarte a mi muñeca. O encerrarte en el armario de mi casa. O podrías tomarte unas largas vacaciones lejos de aquí. Desgraciadamente, me temo que no vas a aceptar ninguna de esas opciones.
La verdad es que todas aquellas opciones me resultaban bastante atractivas. Pero Morelli tenía razón, no podía aceptar ninguna de ellas.